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Ponencia «Los hombres de la edad de hierro. Antropología de la Grecia arcaica»

Subo por aquí la ponencia leída el 17 de mayor de 2018 en el LV Congreso de Filosofía Joven («Sujetos, fracturas y nuevos sistemas de representación»), celebrado en la Universidad de Murcia (ver programa).

Dejo por aquí la versión en pdf: «Los hombres de la edad de hierro. Antropología de la Grecia arcaica»

***

Buenos días.

El título de esta ponencia es “los hombres de la edad de hierro” en referencia, como veremos y muchos de vosotros habréis deducido, al mito hesiódico de las razas. Los hombres de la edad de hierro somos “nosotros”, es decir, los griegos a los que va dirigido el discurso hesiódico. En este sentido, el subtítulo de la ponencia, “antropología de la Grecia arcaica”, indica la perspectiva con la que se va a asumir la lectura de ese pasaje y otros de Hesíodo. Se trata de determinar los rasgos principales del pensamiento antropológico de la Grecia arcaica, que servirá de base, como espero mostrar al final de la ponencia, para las especulaciones más célebres de la época clásica.

Una indicación previa que puede ayudar a esclarecer el pasaje hesiódico que voy a analizar, a la vez que servirá para apreciar la continuidad de las reflexiones allí expuestas. Ya en Homero hay una consideración antropológica de primer orden que, sin embargo, por la índole “épica” (en sentido actual) de su discurso suele pasarse por alto en la lectura. Se trata de la diferencia, explicitada en diferentes ocasiones, entre “los hombres de hoy” y “los hombres de entonces”[1]. Digamos, entre la audiencia del poeta (incluyendo al poeta mismo: “nosotros”) y los héroes que protagonizan su relato. Esta diferencia se juega en diferentes niveles, desde la exuberancia física (los héroes son capaces de levantar piedras de un modo impensable para los humanos de “hoy”, por ejemplo) hasta sus privilegiadas relaciones con la dimensión de lo divino[2]. Este último aspecto me parece esencial y, como vamos a ver, va a reaparecer en el texto hesiódico: la relación entre la variación antropológica y la diferente “religiosidad”. Si bien los héroes de la Ilíada o la Odisea se encuentran sometidos al régimen religioso del sacrificio (en este sentido se puede decir de ellos ya que “no comen en la mesa de los dioses”)[3], sin embargo, su relación con lo divino es más íntima de lo que soñaría cualquier oyente de los poemas homéricos. Su superioridad antropológica se expresa así en su proximidad a los dioses. Puede resumirse esta situación en los parentescos divinos de los héroes y demás afinidades que demuestran los dioses hacia ellos. Por así decir, Odiseo no necesita ejecutar constantemente sacrificios a Atenea para que esta le asista a lo largo de su aventura de regreso a su reino y a su oíkos.

Esta diferencia religiosa, que se encuentra, insisto, relacionada con una diferencia antropológica, va a ser retomada y explicada por Hesíodo en lo que se conoce como el “mito de las edades” o el “mito de las razas” de sus Trabajos y días (vv.106-201). Este relato presenta una sucesión de diferentes “razas de hombres”, entre las que se incluye la raza de oro, la de plata, la de bronce, la de los héroes y la raza de los “hombres de hoy”, es decir, la de hierro. Como ha señalado Jean-Pierre Vernant, la estructura del mito establece dos niveles de oposición y una escisión dentro de la última raza[4]. El primer par de razas se define, y se opone, en su relación con los dioses: si los hombres de oro “viven como los dioses” (v. 112), los de plata “no querían servir a los inmortales ni sacrificar en los sagrados altares de los bienaventurados” (vv. 135-136). Los de bronce y los héroes también se oponen, pero en el plano de la guerra: unos son guerreros “solo interesados por la hýbris”, los otros son también guerreros pero “más díkaios y mejores”. Este juego de oposiciones puede agruparse de la manera siguiente: los hombres de oro son a los de plata como los héroes son a los de bronce. La relación entre unos y otros, señala Vernant, puede expresarse por medio de la oposición entre díke y hýbris. De esta forma, dos y dos, el relato delata una estructura binaria, más que una sucesión cronológica. Pero, planteado esto así, se torna problemática la presencia de los hombres de hierro, que no entrarían en ninguna oposición, quedando descolgados de ellas. El estatus de esta raza puede aclarase, no obstante, si se tiene en cuenta la referencia deíctica: “ahora existe una raza de hierro” (v. 176). De esta forma, el mito se vuelca sobre su actualidad y pone de relieve su intención última.

El contexto (el “ahora”) en el que se desenvuelve este “mito” es clave para entender su sentido. La obra de Hesíodo se encuentra dirigida a su hermano Perses, en el contexto de una disputa judicial en torno a ciertas posesiones heredadas[5]. Esta dimensión concreta, relativa a la “actualidad” de Hesíodo, sin embargo, no individualiza el sentido del poema, puesto que la actitud de Perses puede comprenderse como una ejemplificación de la conducta del hybristés frente a las enseñanzas de díke que propone el poeta[6]. Así, en un momento de los Trabajos, Hesíodo señala de un modo general:

La hýbris es mala para el mortal infeliz y ni siquiera el noble

es capaz de soportarla fácilmente, sino que se agobia bajo ella y

se encuentra con el desastre [átēsin]; pero hay otro camino mejor

que lleva a las cosas justas [tà díkaia]: díkē sobre hýbris prevalece

cuando acontece el fin [télos]. Y el insensato [népios] aprende sufriendo[7].

Como vemos, la “enseñanza” hesiódica gira en torno a los conceptos de hýbris y díke, precisamente las mismas categorías que articulan la alternancia rítmica de las edades. Pero si esto es así, si tiene sentido que alguien como Hesíodo pueda enseñar a otro a ser díkaios y no hybristés, eso quiere decir que hay alternativa, que se puede ser una cosa o la otra. De esta forma, los “hombres de hierro” no son unívocos, como las anteriores razas, sino que se juega en ellos una disputa: se debe elegir si seguir el camino de la hýbris (como, al parecer  habría hecho, al menos hasta el momento de la composición hesiódica, su hermano Perses) o el de la díke (del que trata el poeta de convencer a Perses). Esta apertura de los hombres de hierro a esta dualidad permite, pues, comprender el sentido del mito (la ambigüedad peculiar de los “hombres de hoy”, en referencia a la univocidad de las anteriores) e insertarlo dentro del flujo del poema.

El mito busca así comprender la actualidad de Hesíodo y dar sentido a sus exigencias pragmáticas insertándolas en un contexto cósmico-antropológico más amplio. Tanto la conducta marcada por la hýbris de Perses, como la exhortacíón a la díke del poeta, cobran su sentido mediante el despliegue simbólico del mito. Siendo esto así, la oposición díke-hýbris se eleva a categoría antropológica fundamental. Solo los hombres de hierro se mueven en esa dicotomía, en la elección de un camino u otro. Pero también son categorías de una relevancia cósmica. La díke y la hýbris se encuentran en relación con el orden del mundo, con la ordenación cuya génesis es reconstruida por Hesíodo en la Teogonía. En este sentido, los versos de los Trabajos sobre la diosa Díke (vv. 256-260) constituyen una reflexión sobre la conducta de los hombres y la necesidad, interna al planteamiento griego de la cuestión como vamos a ver, de atenerse a ciertos límites a la hora de obrar. Respetar la díke es respetar la ordenación del mundo y las figuras que explicitan ese orden interno son los dioses. De esta forma, respetar la díke no es otra cosa que observar las pautas religiosas de conducta que implican el reconocimiento de la presencia divina en el mundo. No otra cosa hará Hesíodo más adelante en los Trabajos, en la parte de los consejos y prohibiciones, alternando referencias de índole técnica con otras de carácter religioso. Ambos aspectos aparecen como inseparables en Hesíodo: la ritualidad dibuja los contornos del mundo en los que se insertan y se explican las operaciones específicas.

De esta forma, el mito de las “razas” sitúa la “religiosidad”, esto es, la peculiar relación entre mortales e inmortales, como fundamento de sus consideraciones antropológicas. ¿A qué clase de religiosidad se refiere? No se trata ni de la identidad aúrea ni el rechazo argenteo, es decir, no es hay relación “inmediata” con lo divino (identidad o negación, oro o plata), sino un tipo de relación en la que, a pesar de la ausencia, todavía hay una referencia a lo ausente. Me refiero a las prácticas piadosas griegas tradicionales o, por resumir, al régimen sacrificial. El sacrificio da por sentado que los humanos no son dioses (a diferencia del “vivían como dioses” de la edad de oro) pero que necesitan de su asistencia (por contraposición a los hombres de plata). Aidos y Némesis, según el texto hesiódico, son todavía muestras de que lo divino se encuentra en relación con los hombres de hierro; cuando esas entidades (es decir, el respeto a la ordenación cósmica y la venganza que sufre el irrespetuoso) abandonen a los hombres, dice Hesíodo, “a los mortales solo les quedarán amargos sufrimientos y ya no habrá remedio para los males” (vv.200-201).

Pero mientras tanto, hay remedio, que pasa por observar las exigencias que la disposición del mundo plantea. Es decir, por cumplir, entre otras cosas, con el régimen sacrificial. Debemos preguntarnos, por lo tanto, ¿qué es un sacrificio en la práctica religiosa griega?  Hesíodo mismo ofrece la respuesta en un mito sobre el que ha vuelto unos versos más arriba de su mito de las edades y que ya había expuesto en la Teogonía. En ese pasaje (Teogonía vv.535-616), precisamente, Hesíodo va a proporcionar una génesis de la práctica sacrificial que, como han sabido ver muy bien Vernant y Detienne, distribuye mediante una oposición las características fundantes de la distinción entre mortales e inmortales. Un enigmático “cuando se diferenciaron [ekrínonto] los dioses y los hombres mortales/ en Mecona” preside el relato, anticipando de esa forma la separación y privilegiando al sacrificio como institución en la que comparece esa distinción. El relato es conocido: Prometeo divide un buey “en porciones desiguales” intentando engañar a Zeus al colocar lo más apetitoso (la carne y las entrañas) dentro del estómago y embadurnando de grasa lo menos apetecible (los huesos). A Zeus no se le pasa por alto el engaño, según Hesíodo, y sin embargo cae en él y se irrita con Prometeo y los mortales. Consecuencia de esta “astucia” prometeica será el régimen sacrificial: “Desde entonces sobre la tierra a los inmortales las razas de hombres / queman blancos huesos al sacrificar en los altares.” (Teogonía 556-557). Pero la cosa no queda ahí, y la oposición entre las partes del sacrificio definirá la especificidad de mortales e inmortales: los hombres, que se quedan con la porción que escondía la carne y las entrañas, son mortales, sujetos a la descomposición, a la corporalidad, al envejecimiento; los dioses, que inhalan el humo de los huesos quemados del buey viven de olores y perfumes, livianos, incorruptibles, inmortales. El mito continuará, señalando nuevos rasgos de la oposición: la necesidad humana de un control técnico del fuego y de la agricultura, la mortalidad y la procreación sexual, etc. Los principales rasgos antropológicos aparecen así desplegados a partir de la distribución sacrificial, que reproduce, en su estructura interna, la diferencia cósmica de los dioses y los hombres[8].

No en vano la práctica sacrificial va a constituir la sustancia de las prácticas piadosas griegas. Si por piedad entendemos ese reconocimiento de límites que se expresaba en la exigencia hesiódica de díke, el sacrificio funge de institución privilegiada en la que se manifiesta ese reconocimiento que es, al mismo tiempo, la señal de un límite para los hombres. El “conócete a ti mismo” délfico, cuyo sentido no es introspectivo sino de reconocimiento de la mortalidad, se encuentra así implícito en la práctica sacrificial. Cuando alguien realiza un sacrificio el supuesto fundamental que guía sus acciones es, como es obvio, que existen dos planos o dos dimensiones: la de los hombres, donde se realiza su acción, y la de los dioses, a los que se ruega para su asistencia. El sacrificio instituye así una relación entre dioses y hombres que consiste en sostener la diferencia entre unos y otros. Pero hay más, y esto explica el carácter politeísta de la religión griega: al sacrificar al dios X con respecto a la acción Y, se está reconociendo una afinidad entre el dios y esa acción o el ámbito de cosas al que se refiere. Lo divino se manifiesta así como la garantía del orden cósmico y de su pluralidad irreductible cada cosa, cada ámbito de acción, es lo que es y requiere hacer lo que requiere hacer porque tiene un dios asociado. Desde esta perspectiva, la sentencia atribuida a Tales de Mileto de que “todo está lleno de dioses”, gana un alcance ontológico específico: todo está lleno de dioses porque todo tiene una consistencia interna que limita las pretensiones humanas. Si se realizan sacrificios a Poseidón antes de salir a navegar es porque se reconoce la entidad del mar y, al cumplir con las prescripciones rituales, se la tiene en cuenta en la acción. Los Trabajos y días de Hesíodo, al presentar sus consejos agrícolas insertos dentro de una pragmática ritual, no hace más que reconocer los límites de las pretensiones humanas, achacando a los dioses la necesidad de “desenterrar el fruto de la tierra”. Las acciones humanas son incompletas si no se tiene en cuenta esa dimensión cósmica, inaccesible al hombre pero presente y activa, que es la esfera de lo divino.

Antropológicamente, esto implica la imposición de unos límites estrictos a la voluntad humana, con lo que la figura de lo divino emerge como una suerte de autocontención de lo humano como tal. Todo esto tendrá su expresión, en la lírica arcaica, con el tema del ciclo de la hýbris. Contrapuesta a díke, en cuanto observancia general del orden del mundo, la hýbris es la “desmesura” que acompaña a los actos humanos en cuanto estos no tienen en cuenta la dimensión divina que regula el kósmos. Esta hýbris se produce en los hombres de un modo “ciego”, sin que ellos lo adviertan más que, a lo sumo, demasiado tarde ya. Este reconocimiento tardío de los límites de la conducta tendrá su expresión en el tema recurrente del páthei máthos, es decir, del “aprendizaje por sufrimiento” con el que suele caracterizarse a los mortales. Como vemos, la figura que aquí se dibuja es la de una humanidad caracterizada por una privación, por una negatividad: toda acción humana se encuentra puesta en cuestión por la actividad soterrada de lo divino. Estos rasgos son comunes al pensamiento arcaico, desde el quejumbroso encuentro entre Príamo y Aquiles de la Ilíada (XXIV, 525-533), pasando por los Trabajos hesiódicos y los poemas de los líricos, hasta llegar a la fundamentación misma de la estructura isonómica de la pólis griega (como puede verse en Heródoto, Historia III, 80).

***

En este punto podemos dar un salto a la Atenas clásica y enlazar esta cuestión con lo que Sófocles plantea en su Edipo Rey, con vistas a medir la distancia entre una época y la otra. En esta tragedia, asistimos al hundimiento de quien es desde un principio caracterizado como “el primero de los hombres” (vv. 33), “el más capaz de todos” (v. 40), “el mejor de los mortales” (v. 46), etc. Es decir, en ella se señalará la fatuidad de la supuesta excelencia o sabiduría humana. Y todo ello, además, se hará desde la clarividencia de una figura cuyo saber depende de lo divino (Apolo, en concreto): el adivino Tiresias. Muy pronto en la obra (v. 330), el adivino enunciará la verdad de lo que está ocurriendo: Edipo es el asesino del rey Layo. Pero Edipo, firme y seguro en su saber mortal, desoirá sus palabras, atribuyéndolas a un complot para derrocarle. Es preciso tomarse en serio la contraposición que está en juego: no se trata de que Edipo sea un pretencioso o un orgulloso, en el sentido más trivial del término; la ceguera de Edipo ante lo que dice Tiresias es irrebasable: ¿cómo va a creer lo que el adivino dice si él sabe (o cree que sabe) que él no ha sido? El desarrollo de la trama consistirá en una convergencia progresiva entre lo que Edipo va descubriendo, que desmiente su saber, y lo que Tiresias ya ha anunciado. El horror final, con el suicidio de Yocasta y la automutilación de Edipo, condensa esta convergencia, con un Edipo anulado y reducido a nada y una afirmación del saber de lo divino (oráculos y adivinos). La tragedia concluye con las siguientes palabras del coro:

Oh habitantes de Tebas, mirad, este es Edipo,

quien supo el célebre enigma y fue hombre poderoso [krátistos],

a quien ningún ciudadano dejaba de envidiar su suerte,

ved en qué mar de miserias ha venido hoy a caer.

Nadie a un mortal considere feliz [olbídsein] antes de saber

qué ocurre el último día de su vida, mientras no

llegue al fin de su vida sin sufrir ningún dolor (vv. 1524-1531)

Lo humano se encuentra definido por una privación, por esa carencia de saber que afecta incluso al “más capaz de los hombres” y que aquí se expresa como el desconocimiento del télos, del fin. Mediante la anulación del saber humano, la tragedia consigue hacer brillar la diferencia entre mortales e inmortales, dando muestras así de su carácter piadoso y tradicional. Como es sabido, las tragedias formaban parte de unas fiestas piadosas en honor a Dionisos que realizaban los atenienses. Aunque su mensaje, como hemos visto, no difiere en exceso de los planteamientos arcaicos, la índole clásica de la tragedia comparece en su carácter “político”. La representación piadosa ya no se trata de la obra de poietés sino de un acto de la pólis en su conjunto. Es la pólis ateniense en su conjunto la que sufraga, asiste y juzga los festivales trágicos. Aquí se puede apreciar la asimilación política de la piedad, cuyos cimientos en el caso de la pólis ateniense fueron establecidos por Solón. Frente al santuario arcaico, lugar de religiosidad privada, se erige el templo clásico, en el que la pólis en su conjunto rinde homenaje a lo divino reservando un espacio de sí para él. De igual forma, esta religión “cívica” generará toda una ritualidad “política” que encontrará su máxima expresión en los festivales trágicos. De esta forma, el contenido piadoso que hemos encontrado en los textos de la época arcaica se perpetuará en la época clásica, en formas específicas de producción, pero no enteramente heterogéneas con lo anterior.

***

Para concluir me gustaría brevemente emparentar las consideraciones antropológicas señaladas hasta aquí con algunas de las reflexiones que marcan el pensamiento de la Grecia antigua. La privación constitutiva de los mortales resuena en la oposición, planteada ya por Parménides, entre dóxa y alétheia, en cuanto la esfera mortal de la dóxa se encuentra a su vez rebasada y delimitada por la esfera divina de la alétheia. Esto se escenifica en el Poema mediante el desdoblamiento de la instancia enunciativa: el yo del Poema, mortal, deja pronto paso al discurso de la diosa, que revelará a la audiencia, entre la que se incluye el propio autor del Poema, los diferentes “caminos” de la investigación. La misma distinción recorre el pensamiento de Heráclito, por ejemplo, en el fragmento que empieza señalando “Escuchándome no a mí, sino al lógos...” (DK 50) en el que se señala la disparidad esencial entre la perspectiva humana (mis palabras) y la divina (el lógos). En este sentido, las palabras del Sócrates de la Apología pueden servir para medir la continuidad en cuanto al trasfondo cósmico que aquí se plantea. Tras explicar el fracaso en su investigación sobre los que “parecen ser sabios”, hecha con vistas a refutar el oráculo que decía que él era el más sabio de entre los hombres, conjetura lo siguiente:

Y quizá ocurre, atenienses, que el dios es el que es sabio, y que en este oráculo diga que la sabiduría humana es digna de poco o de nada. Y aparece diciendo estas cosas de Sócrates, sirviéndose de mi nombre, y hace de mí un ejemplo, como si dijera: ‘de vosotros, hombres, es el más sabio quien, como Sócrates, conoce que no es en verdad digno de nada respecto a la sabiduría’[9].

Como se ve, aquí el hombre sigue estando marcado por esa misma negatividad y privación que solo desde una perspectiva divina, esto es, extrahumana, puede señalarse. Como tal, y esta será la caracterización platónica de esta cuestión antropológica fundamental, el hombre no es, ni puede ser, un sophós, un sabio, sino, a lo sumo, puede esgrimir explícitamente esa negatividad que le constituye y asumir la distancia que se abre entre él y la sophía. Dejar de creerse sabio sin serlo, que es lo que caracteriza a los ignorantes, y situarse en ese espacio intermedio que presupone el reconocimiento de la propia ignorancia e impulsa la avidez de conocimiento. Por decirlo con las palabras del Sócrates del Fedro:

Llamarle sabio me parece que le viene grande, y sólo es propio de dioses. El [nombre] de filósofo u otro por el estilo armoniza más con él y le sería más apropiado[10].

Muchas gracias.

 

[1]    Véase Homero, Ilíada V, 302-304; XII, 378-385; 445-449; XX, 285-287.

[2]    Sobre esta condición de los héroes, véase Jean-Pierre Vernant, Mito y religión en la Grecia antigua, Barcelona: Ariel, 1991, pp. 44-48

[3]  En este sentido, véase el “proemio” del “catálogo de las mujeres” de Hesíodo: vv. 1-12.

[4]  Véase Jean-Pierre Vernant, “El mito hesiódico de las razas. Ensayo de análisis estructural”, en: Mito y pensamiento en la Grecia antigua, Barcelona: Ariel, 1983, pp. 21-51.

[5]  Véase Hesíodo, Trabajos y días 35-41.

[6] Véase Jenny Strauss Clay, «The Education of Perses. From ‘Mega Nepios’ to ‘Dios Genos’ and Back», Materialli e discussioni per l’analisi dei testi classici 31, 1993, pp. 23-33; Ruth Scodel, «Works and Days as Performance», en: E. Minchin (ed.), Orality, Literacy and Performance in the Ancient World, Leiden: Brill, 2012, pp. 111-126.

[7]    Trabajos y días 214-218.

[8]  Véase, además de las referencias hechas anteriormente a Jean-Pierre Vernant, los análisis de Marcel Detienne en Los jardines de Adonis. La mitología griega de los aromas, Madrid: Akal, 2010,

[9]    Platón, Apología de Socrates 23a-b.

[10]  Plató, Fedro 278d

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Artículo: «¿Quién es el Sócrates de Platón? Una lectura de la Apología de Sócrates»

La Oficina de Arte y Ediciones publica el volumen colectivo La Historia y la nada. 14 ensayos a partir del pensamiento de Felipe Martínez Marzoa (Madrid, 2017), con un artículo mío en él: «¿Quién es el Sócrates de Platón? Una lectura de la Apología de Sócrates».

Se plantea una interpretación de la Apología de Sócrates a partir de un acercamiento general a la obra de Platón que tiene muy presente el marco hermenéutico que propone Felipe Martínez Marzoa en su Ser y diálogo. La lectura que se desarrolla se centra en destacar el peculiar carácter de este «diálogo», próximo al monólogo. Un monólogo peculiar, sin embargo, donde hay un «tú» o un «vosotros» permanente (los atenienses) que no habla pero sí que emite una respuesta ante las sucesivas intervenciones de Sócrates: tras su primera intervención, el jurado le considera culpable del delito que se le imputa, y tras la segunda, se dictamina la pena de muerte como castigo.

El primer tramo del diálogo consiste en la respuesta socrática a la acusación que le convoca, que él mismo distribuye en dos frentes: el primero, lo que denomina «la acusación antigua», es el corazón del problema, pues el segundo, la acusación reciente, la acusación explícita que se ha interpuesto contra él, depende enteramente del primero. De hecho, el segundo será rápidamente despachado por medio de una conversación con Meleto. El primero, repito, es la fuente de los problemas, y lo que se desprende del texto es que el contenido de esa acusación no se basa en nada, sino que es efecto de lo que el propio Sócrates hace o es. Lo que hace Sócrates, por lo tanto, en este primer tramo es defenderse de sí mismo, explicar lo que él es, no lo que aparenta ser. Y la complicación del asunto es que él mismo es establecer esa distinción, ejecutar esa distancia entre ser y aparecer, de suerte que él propiamente no tiene lugar. Las referencias así pasarán entonces a formularse bajo el régimen discursivo de lo divino (el oráculo, el tábano, etc.). De ahí que la siguiente parte del texto, el establecimiento de la pena a Sócrates y el discurso final, no será más que la constatación de un fracaso que no podía no serlo: la defensa de Sócrates genera el mismo problema que motiva su acusación. La distancia no puede situarse ni asumirse.

Hemos visto que comenzaba poniéndose de relieve una situación inicial en la que Sócrates aparecía ante la pólis como algo que no era. El discurso de defensa socrático rompe con la identidad entre aparecer y ser, señalando así la necesidad de distinguir entre un aparecer falso y un aparecer verdadero. A lo largo del diálogo se trata de poner de relieve la distinción entre el aparecer falso de Sócrates, su phántasma, y el verdadero, su condición de distancia, pero siempre desde un punto de vista que le aleja de la inmediatez, situándole en un plano ambiguo. El ser de Sócrates no es más que la ruptura de la inmediatez, de suerte que esa negatividad no puede tener una expresión positiva; de ahí que para hablar de ella haya que referirse a un nivel de consideración distinto, como el de la clarividencia de lo divino, o acudir al lenguaje indirecto de la metáfora. Sócrates no puede aparecer ante los atenienses como él mismo es porque su ser no consiste en algo a lo que le pueda pertenecer un aparecer propio, porque su ser consiste en distanciarse del aparecer mismo. Por eso, la distinción tiene que concluir en fracaso: el phántasma se impone y acaba condenando a Sócrates. De otra forma se superaría la inmediatez, se «aprendería» la distinción y el examen socrático se tornaría superfluo. Pero no es así y el diálogo regresa en su final a esa situación inmediata en la que la distinción está por hacerse. No de otra manera concluía la narración general del examen socrático de los sabios de la pólis, esa representación esquemática de la conducta cotidiana de Sócrates, esto es, de lo que ocurre en todo dialogo: Sócrates interroga, distingue, y la conversación termina retornando a la inmediatez de partida. En cuanto distancia que se ejerce, Sócrates no llega a conclusiones, no llega a saber nada. Tras su examen, surge una nueva conversación, otro diálogo, en la que se vuelve a realizar el mismo examen, partiendo de la misma situación. (pp. 89-90)

Lucas Díaz López, «¿Quién es el Sócrates de Platón? Una lectura de la Apología de Sócrates«, en: A. Leyte (ed.), La Historia y la nada. 14 ensayos a partir del pensamiento de Felipe Martínez Marzoa, Madrid, 2017, pp. 67-94

Pissarro Calle

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Sócrates y Platón. Y Gasparotti.

 

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La escritura y la historia

«El lenguaje ha ido haciéndose presente a través de la escritura. Sin Platón, por poner, tal vez, el ejemplo más característico de toda la historia del pensamiento, no habría existido Sócrates. La temporalidad inmediata que respiró tan singular personaje no habría logrado resonar más allá de la orilla del río Iliso. Es posible que el estímulo producido por la ironía socrática hubiera puesto en movimiento la mente de sus interlocutores: pero el efímero tiempo de los latidos se habría agotado en la insalvable soledad de cada presente. La voz sin eco no habría inventado nunca el tiempo de la historia, o sea, el tiempo humano. Cada época sucesiva habría quedado clausurada en su propio opaco tiempo».

E. Lledó, El silencio de la escritura, Espasa, p. 43

 

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El Teeteto y el Parménides (pecios de artículo)

En el Teeteto, bajo el juego de incrustación dialógica que allí se produce, se ofrece también una perspectiva global sobre el joven Teeteto que luego será examinado por Sócrates. En el diálogo introductorio, entre Euclides y Terpsión, se cuenta la situación terminal de un Teeteto ya adulto y que, cumpliendo con lo que Sócrates dijo de él, ha llegado a ser un kalós kaí agathós. Esta profecía socrática, realizada tras el examen mayéutico y que puede darse por cumplida, dado el inminente fallecimiento de Teeteto, confiere también al diálogo que Euclides y Terpsión escuchan una perspectiva de paideía, por cuanto nos ofrece la posibilidad de presenciar un “potencial” en el que se adivina su cumplimiento. En el Parménides sucede lo mismo, con la gran salvedad de que la figura potencial que se nos ofrece es la del mismísimo Sócrates, el cual queda así desplazado de su rol habitual de interrogador mayéutico para ocupar el de joven encinto.

Anteriores post relacionados:
Diferimiento temporal en el Parménides (restos de artículo), 07-11-2011.
Acercamientos historiográficos a la estructura narrativa del Parménides (retales de artículo), 07-01-2012.

 

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Algunas peculiaridades de los discursos de Agatón y de Sócrates-Diotima.

Ambos discursos son «prologados» por una conversación entre los dos oradores, reptiendo la escena anterior a la tanda de elogios, y cumpliendo de ese modo lo allí prometido. De este modo, sus conversaciones representan ciertos arcos que separan estratos dialógicos distintos: 1ª conversación (abortada): marca el inicio del banquete y de la tanda de elogios; 2ª conversación (abortada): marca la separación entre los elogios anteriores y el de Agatón; 3ª conversación (cumplida): marca la separación entre el elogio de Sócrates y los anteriores, los elogios «presocráticos».
Frente al resto de discursos, en los de Agatón y Sócrates-Diotima aparece un elemento distinto. Es verdad que los anteriores, y sobre todo el de Aristófanes, pretenden recoger elementos de sus predecesores, ya sea en el modo de la «crítica» (Pausanias), de la «prolongación» (Erixímaco) o de la «oposición» (Aristófanes). Sin embargo, en los dos mencionados, se da un momento «totalizador» o «metasympósico» donde se replantean las condiciones generales del elogiar mismo. Este momento «metodológico» los distingue netamente del resto, y los enfrenta respectivamente., no tanto –aparentemente– por divergencia en el planteamiento, sino por la aplicación del mismo. En concreto, la divergencia se encuentre en lo que «éros» es en cada uno de los dos discursos.
Como la propia Diotima señalará con respecto al planteamiento que en su nivel narrativo maneja Sócrates, y que coincide, al nivel narrativo de Aristodemo-Apolodoro, con el que expone Agatón, el discurso de éste es un discurso «invertido», esto es, donde aquello de lo que se habla ha trastocado sus papeles. En la figura de la relación erótica, el «erómeno» es el «objeto» del «erastés», que es quien propiamente éran. En el discurso de Agatón, según Diotima, el «erómeno» aparece como representante del «éros». Pero sobre esto volveremos más adelante.

Anteriores post relacionados:
Notas preliminares sobre el «elogio de Sócrates», 9-3-2011.
¿Qué es un «elogio»?, 10-3-2011.
Esquema de El Banquete, 14-3-2011.
El discurso de Fedro (περὶ τῶν ἐρωτικῶν λόγοι 1), 23-03-2011.
Eros mediador, poco mordedor, 30-03-2011.
El discurso de Pausanias (περὶ τῶν ἐρωτικῶν λόγοι 2), 1-04-2011.
El discurso de Erixímaco (περὶ τῶν ἐρωτικῶν λόγοι 3), 4-04-2011.
El discurso de Aristófanes (περὶ τῶν ἐρωτικῶν λόγοι 4), 7-04-2011.
La belleza de Agatón, 10-05-2011

 

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