Bueno, como supongo que habéis sido buenos y no quiero hacerme de rogar (ni derogar), os copio aquí la ponencia que he leído hoy en el congreso celebrado en la UCM. Los quince minutos se me han quedado un poco cortos, quizá, y el tramo final he tenido que contarlo a cien por hora. Aquí está más pausadito y calmado.
EL FEDRO, UN DIÁLOGO EN LA NATURALEZA
Lucas Díaz López
Ponencia I Congreso Internacional De Nuevos Investigadores En Historia Del Pensamiento, 6 de marzo de 2012.
El título de la ponencia es “El Fedro, un diálogo en la naturaleza”. Un diálogo “en”, no un diálogo “de” o “sobre” la naturaleza. El título pretende de algún modo ser una provocación ya que indica que me fijaré en un aspecto del diálogo que no suele ser tenido en cuenta en las interpretaciones más tradicionales de los textos platónicos. En efecto, aunque esta tendencia parece estar cambiando, existe una larga tradición interpretativa que opera mediante una previa abstracción del “contenido” filosófico de la obra platónica, descartando así el resto de elementos textuales como si se tratase de un mero envoltorio superficial y externo. Este método tradicional de proceder resulta un problema, o al menos merecería una serie de justificaciones previas, ya que el texto que tenemos entre manos es un texto dramático puro, es decir, un texto donde no aparece ninguna palabra ni ninguna valoración del autor, donde los parlamentos de los personajes se atribuyen a ellos mismos directamente, sin contener acotaciones autoriales de ninguna clase. Se hace así arbitrario el quedarse con unos elementos y no con otros, a menos que se ofrezca una explicación de por qué se hace lo que se hace. Para mostrar lo que se pierde en este tipo de interpretaciones “abstractivas”, voy a fijarme en algo que no es tenido en cuenta por ellas más que a modo de anécdota: el escenario donde tiene lugar el diálogo. Es más: no voy a hacer ninguna referencia a los grandes temas filosóficos que se tratan en el diálogo y simplemente voy a señalar cómo a partir de las conversaciones que se producen acerca del escenario en el que los personajes se encuentran, podrían entresacarse algunas pautas generales para la comprensión del diálogo. En cierto modo, sostendré que en esas conversaciones “marginales” se reproduce el decurso global del diálogo. Con ello espero contribuir a resaltar la importancia de esos aspectos olvidados por la hermenéutica platónica, sin querer, por lo demás, restársela a las partes tradicionalmente consideradas como filosóficas.
El Fedro es un diálogo en el que la escena tiene un peso excepcional con respecto a otras obras platónicas. En la mayoría de ellas, la escena es algo importante como elemento enmarcante, es decir, al principio y al final. Sin embargo, aquí en el Fedro, como veremos, su papel es mayor. En consonancia con esta excepcional importancia, la índole de la escena misma es también excepcional: el Fedro sucede en la “naturaleza”, en las “afueras” de la ciudad, mientras que el resto de diálogos tienen el “adentro” como su escenario. Desde un punto de vista “literario”, pueden alegarse razones “técnicas” o “formales” que expliquen ambos fenómenos: al relatársenos en forma dramática un movimiento, y al no haber indicaciones autoriales, es decir, acotaciones, el autor del Fedro ha de hacer que sus protagonistas “hablen” del paisaje y de los lugares que van encontrando a fin de que nosotros, los lectores, sepamos qué está pasando, por dónde andan los personajes, en definitiva, a fin de que sepamos que se mueven. Estas razones técnicas son justificadas y certeras, pero no agotan la función que asume la escena en el diálogo, que comparece más allá de los momentos de movimiento. Lo “técnico” o lo “formal” es algo que separamos nosotros, los intérpretes modernos, pero que en el texto griego es un aspecto difícilmente deslindable de otros que parecerían más concernientes al contenido. La importancia de la escena es, en efecto, constante a lo largo del entero diálogo, no sólo cuando se están moviendo, lo cual es comprobable por medio de una simple lectura que atienda a esas referencias. La escena aparece adquiriendo funciones anticipativas, coactivas, incluso llegando a tener algún peso argumentativo, lo cual dificulta, por lo menos, seguir manteniendo esa concepción del diálogo como un proceso de argumentación abstracta o meramente lógica. El rol argumentativo de la escena no es el de ser un manso recipiente de la conversación. Ello le ha merecido a esta obra críticas por parte de las interpretaciones tradicionales mencionadas, que llegaron a considerarlo como un diálogo “mal compuesto”. Paradójico, en un diálogo donde se habla de la composición de los discursos. Pero no vamos a fijarnos en esos aspectos aquí, sino que vamos a dibujar, como dije, la entera marcha del diálogo por medio de momentos que hacen referencia a la escena. Este esbozo general, espero, contribuirá a alejar ese juicio de mala composición del diálogo. La importancia de los momentos que analizaré se enfatiza si tenemos en cuenta su localización en el decurso argumentativo. Son tres: el primero se da antes de iniciar el primer gran bloque dialógico, el de los discursos “eróticos”; el segundo al terminar éste y justo antes de empezar con la parte “retórica”, como una bisagra entre las dos partes; el último, tras terminar este segundo bloque y como conclusión del diálogo. Introducción, bisagra y conclusión, pues.
El primer momento en el que quiero fijarme está en 230c-e. Leo lo que allí se dice:
FEDRO.-¡Asombroso, Sócrates! Me pareces un hombre rarísimo (atopótatos), pues tal como hablas, semejas efectivamente a un forastero que se deja llevar, y no a uno de aquí. Creo yo que, por lo que se ve, raras veces vas más allá de los límites de la ciudad; ni siquiera traspasas sus murallas.
SÓCRATES.-No me lo tomes a mal, buen amigo. Me gusta aprender (philomathés gàr eími). Y el caso es que los campos y los árboles no quieren enseñarme nada; pero sí, en cambio, los hombres de la ciudad. Por cierto, que tú sí pareces haber encontrado un señuelo (phármakon) para que salga. Porque, así como se hace andar a un animal hambriento poniéndole delante un poco de hierba o grano, también podrías llevarme, al parecer por toda Ática o por donde tú quisieras, con tal que me encandiles con esos discursos escritos. Así que, como hemos llegado al lugar apropiado, yo, por mi parte, me voy a tumbar. Tú que eres el que vas a leer, escoge la postura que mejor te cuadre y, anda, lee.
FEDRO.-Escucha, pues. (…)
Se plantea aquí una oposición, primero, entre el lugar mismo en el que se encuentran y Sócrates como xénos, “extranjero”, de las “afueras” de la ciudad; la oposición es prolongada por Sócrates hasta alcanzar a la ciudad y los hombres, quedando de este lado también la “enseñanza” y la búsqueda de ella. Está, pues, por un lado, el lugar, el campo, los árboles, lo “natural”, que se contrapone a la ciudad, los hombres, el aprendizaje, lo “humano”. En un pasaje inmediatamente anterior, hablando del mito del rapto de Oritia a raíz de la posibilidad de que hubiera sucedido en algún lugar cercano, esta oposición estaba ya insinuada, en otros términos: allí se decía que los “sabios” tratan de limar esa clase de “mitologemas” dándoles una apariencia verosímil, donde “limar” y “explicación verosímil” tiene que ver con algo similar a explicar lo natural por lo natural. No sería que el dios Boreas “raptó” a Oritia, sino que el viento Boreas la golpeó y la precipitó a las rocas. “Raptar” es una relación humana y por tanto cae del otro lado de la oposición; el mito mezclaría inopinadamente los dos lados, y el empeño de esos “sabios” que menciona Sócrates sería el distinguir ambos aspectos, por la vía de mantener lo natural como “incontaminado” de lo humano. Frente a esta práctica de los “sabios”, Sócrates se desmarca definiéndose como un investigador de “sí mismo”, es decir, del lado de lo humano, de la ciudad, etc. La contraposición es desde ambos lados excluyente: ni Sócrates se ocupa de hacer verosímiles los mitos sino que los deja como están, ni los “sabios” se ocupan de sí mismos. Veremos que estas dos vías tendrán su importancia en lo siguiente.
Este primer momento, pues, nos presenta dos series contrapuestas y excluyentes: lo natural, los campos, los árboles, etc. y lo humano, la ciudad, el aprendizaje, el “mí mismo”, etc. El pasaje que he leído culmina todo lo anterior que iba dibujándose en el texto, señalando de modo explícito la contraposición que venía manejándose hasta ese momento: el diálogo arranca en la ciudad, donde Sócrates se topa con Fedro, y el salir a las “afueras” acaba, como hemos visto, poniendo de relieve la diferencia irreconciliable entre lo uno y lo otro, entre ciudad y campo, lo humano y lo natural.
Tras este pasaje, sigue la serie de discursos “eróticos” que opera también, por cierto, con una serie de contraposiciones excluyentes, definiendo, por ejemplo, un dominio de éros y del cuerpo (lado de lo natural, etc.) en el enamorado y un dominio de sí mismo (sí mismo = lado de lo humano, etc.) en el no enamorado; esto por no entrar en muchos detalles, que los hay, y sin tocar el tercer discurso, que tiene un estatus distinto al de los otros dos. Después de la serie de discursos eróticos, pues, se llega a nuestro segundo momento textual, el célebre mito de las cigarras o de las chicharras, en 258e-259d. Leo:
SÓCRATES.-Bien, creo que tenemos tiempo. Y me parece además, como si, con este calor sofocante, las cigarras que cantan sobre nuestras cabezas, dialogasen (dialegómenos) ellas mismas y nos estuvieran mirando. Porque es que si nos vieran a nosotros que, como la mayoría de la gente, no dialoga (dialegoménous) a mediodía, sino que damos cabezadas y que somos seducidos por ellas, debido a la pereza de nuestro pensamiento (dianoían), se reirían a nuestra costa, tomándonos por esclavos que, como ovejas, habían llegado a este rincón, cabe la fuente, a echarse una siesta. Pero si acaso nos ven dialogando (dialegoménous) y sorteándolas como a sirenas, sin prestar oídos a sus encantos, el don que han recibido de los dioses para dárselo a los hombres, tal vez nos lo otorgasen complacidas.
FEDRO.-¿Y cuál es ese don que han recibido? Porque me parece que no he oído mencionarlo nunca.
SÓCRATES.-Pues en verdad no es propio de un varón amigo de las Musas (philómouson), el no haber oído hablar de ello. Se cuenta que, en otros tiempos, las cigarras eran hombres de esos que existieron antes de las Musas, pero que, al nacer éstas y aparecer el canto, algunos de ellos quedaron embelesados de gozo hasta tal punto que se pusieron a cantar sin acordarse de comer ni beber, y en ese olvido se murieron. De ellos se originó, después, la raza de las cigarras, que recibieron de las Musas ese don de no necesitar alimento alguno desde que nacen y, sin comer ni beber, no dejar de cantar hasta que mueren, y, después de esto, el de ir a las Musas a anunciarles quién de los de aquí abajo honra a cada una de ellas. En efecto, a Terpsícore le cuentan quién de ellos la honran en las danzas, y hacen así que los mire con más buenos ojos; a Érato le dicen quiénes la honran en el amor, y de semejante manera a todas las otras, según la especie (eîdos) de honor propio de cada una. Pero es a la mayor, Caliope, y a la que va detrás de ella, Urania, a quienes anuncian los que pasan la vida en la filosofía (en philosophíai) y honran su música. Precisamente éstas, por ser entre las Musas las que tienen que ver con el cielo y con los discursos divinos y humanos, son también las que dejan oír la voz más bella. De mucho hay, pues, que hablar, en lugar de sestear, al mediodía.
FEDRO.-Pues hablemos, pues.
El ruido de las chicharras es aquí representante del lado “natural”, del “campo”, dado que proviene de la escena en la que sucede el diálogo. Precisamente, la palabra griega para dialogar, dialégein, de donde viene dialektiké, “dialéctica”, se repite insistentemente, como proyecto a hacer, frente al “sestear” o “dormir” propio de esclavos. Aquí lo escenográfico no aparece ya como excluyente ni como irreconciliable con lo “otro”, con lo “humano”, con el “diálogo”. Antes bien, Sócrates expone la necesidad de seguir hablando, discutiendo, dialogando, es decir, seguir llevando a cabo esa actividad de un plano (lo “humano”, el “diálogo”) en el otro plano (lo “natural”, la “escena”), con vistas a que lo divino entregue así su “don”. Frente al hundimiento en lo escenográfico (= sestear), que dejaría los dos planos intactos y externos entre sí, se nos propone ahora el intento de componerlos, de hacer una síntesis de lo uno y de lo otro, componenda o síntesis en la que se cifra lo divino. Ya dijimos algo de que los mitologemas realizaban una componenda entre las dos series, de un modo inopinado según los “sabios”. Frente a ellos, la vía socrática era la de dejar al mito tal y como estaba y ocuparse de “sí mismo”. Mito es el mito de las chicharras, obviamente. La vía socrática, pues, culmina como vemos en la búsqueda de la síntesis, la insistencia en el lado “humano”, “ciudad”, etc., arriba a la exigencia la unión de lo uno con lo otro. Frente a ello, la vía de los “sabios” es un continuo profundizar en la escisión, manteniendo las dos series separadas entre sí. El procedimiento es “sabio”, porque esos dos lados son aspectos que no deben confundirse, pero no es divino. Divina es esa unión de lo uno y lo otro a la que aspira la vía socrática, lo cual explica que a lo largo del diálogo se le atribuya ese adjetivo continuamente al escenario en el que se encuentran, pues es en él, y por medio de él, cómo se mostrará la síntesis.
Tras la interrupción de este mito de las cigarras, la conversación pasa a tratar temas de “retórica”, es decir, de la posibilidad de un arte o un saber sobre el hablar y el escribir, desembocando en el archiconocido pasaje de la crítica a la escritura, donde se expone el mito de Theuth y Thamus y donde luego se lo comenta prolijamente. En este proceso, la dualidad anterior ha pasado a formularse en términos de “exterior” (lado del campo, árboles, naturaleza, etc.) / “interior” (lado de la ciudad, hombres, mí mismo, etc.), en una suerte de conjugación de ambos planos. No entraré en detalles, pero el siguiente texto, el último de la ponencia y del diálogo, puede suministrarnos la pauta para entender qué ha pasado entre tanto. Se trata del pasaje donde Sócrates realiza una plegaria a Pan, en 279b-c. Leo:
FEDRO.-Así será. Pero vámonos yendo, ya que el calor se ha mitigado.
SÓCRATES.-¿Y no es propio que los que se van a poner en camino hagan una plegaria?
FEDRO.-¿Por qué no?
SÓCRATES.-Oh querido Pan, y todos los otros dioses que aquí habitéis, concededme que llegue a ser bello por dentro, y todo lo que tengo por fuera se enlace en amistad (philía) con lo de dentro; que considere rico al sabio; que todo el dinero que tenga sólo sea el que puede llevar y transportar consigo un hombre sensato (sóphron), y no otro. ¿Necesitamos de alguna otra cosa, Fedro? A mí me basta con lo que he pedido.
FEDRO.-Pide todo esto también para mí, ya que son comunes las cosas de los amigos.
SÓCRATES.-Vayámonos.
Esta plegaria a Pan muestra, a mi entender, la conjugación efectiva de las dos series. Hay síntesis, pero sin que esa síntesis sea o dé lugar a un tercero. Además, confirma la primacía de la vía socrática frente a la de los “sabios”. “Concededme que llegue a ser bello por dentro”: primero, lo de “dentro”, lo de “mí mismo”; “y todo lo que tenga por fuera” (lo exterior, lo natural, el cuerpo) “se enlace en amistad con lo de dentro”: vinculación de lo uno y de lo otro, con primacía de lo “humano”, de la vía de Sócrates (philía es algo del lado “humano”, “ciudad”, etc.). “Que considere rico al sabio”, es decir, que prime el aspecto “saber”, “enseñanza”, etc., es decir, algo del “mí mismo” (y esto es algo que a los “sabios” de antes les pasa desapercibido, que ellos pertenecen a uno de los lados), frente a la riqueza, que es del lado “exterior”, pero que es irrenunciable también, dado que no hay superación: “que todo el dinero que tenga sólo sea el que pueda llevar y transportar consigo un hombre sensato”. La composición de lo uno y de lo otro, si bien hace primar un aspecto, no excluye lo otro, sino que lo tiene en cuenta: no es superación de uno de los lados por el otro, sino como si uno de los dos lados fuese también y al mismo tiempo el vínculo entre los dos. Lo divino que comparece en el diálogo es así esa componenda de lo “humano” y lo “natural”, ese híbrido entre hombre y macho cabrío que es el dios Pan, al que se dirige la plegaria y al que, por esa doblez y por ser hijo de Hermes, el del hermeneueîn, “interpretar”, se le relaciona, si no identifica, en Crátilo 408d, con el lógos. También el lógos es una componenda de dos aspectos que son irreductibles entre sí, pero uno de los cuales, llámesele “predicado”, “verbo”, “caracterización” o, sin más, eîdos, es, al mismo tiempo, en su forma pura, por así decir, como “cópula”, como “ser”, el enlace entre los dos aspectos. Esta componenda o síntesis, el “ser”, sin embargo, no es lugar en el que instalarse, no es ganancia alguna,; es más bien algo a lo que hay que llegar constantemente. De ahí que las últimas palabras del diálogo no sean la plegaría a Pan, sino el “vámonos” que señala el retorno a la escisión, a la separación de los dos lados. Y la necesidad de volver a mostrar su síntesis, de hacer otro diálogo. El diálogo mismo también es, en efecto, una cierta síntesis de dos aspectos irreductibles entre sí, el diálogo y el escenario en el que sucede. El diálogo es también, por cierto, una de esas cosas que pertenecen al lado de lo “humano”, la “ciudad”, etc., y que designa también, y al mismo tiempo, la vinculación de lo uno con lo otro.
Muchas gracias.
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–Cabeza de cartel en un congreso, 29-02-2012.