«Lo que Deleuze quiere decir es que, en los textos de Aristóteles, la diferencia tiende a perder su carácter racional o relevante si se trasciende el dominio del género (el único dominio en el cual adquiere algún sentido el uso del término «esencia» o «substancia» [ousía]), bien sea cuando esto sucede porque se «asciende» hacia el problema de si los diversos géneros tienen en sí mismos, tomados en su grado de mayor generalización, algo en común, bien porque se «desciende» hacia el problema de si puede concebirse como racional la diferencia entre individuos de una misma species infima, o sea, aquella que ya no se divide en subespecies. El primer problema es el bien conocido de la homonimia del ser (o sea, de la heterogeneidad del significado del ser en cada una de las diferentes categorías), que anuncia una diferencia «demasiado grande» para el lógos y, por tanto, irrepresentable; el segundo es el de esas diferencias que subsisten como distinciones numéricas, materiales, sensibles o empíricas, pero que no alcanzan a inscribirse en el concepto y, por tanto, no llegan al nivel de lo racionalmente relevante por ser «demasiado pequeñas» para que el lógos las represente y se quedan en alteridad irracional. Pero, aunque admitamos como plausible esta interpretación de algunos textos de Aristotéles, hemos de introducir en ella un pequeño matiz al cual Deleuze no es en especial sensible.
»Y el matiz consiste en recordar, como virtualmente ya hemos hecho, que Aristóteles no opera en un «espacio del lógos» ya roturado en géneros y especies perfectamente diseñados y cuyos límites estén establecidos de antemano sino que, justamente, lo está trazando en la medida misma en que discurre. Esto significa entre otras cosas que, aunque esto suene algo extraño, la «lógica» de Aristóteles tiene algo de «experimental»: el lógos es aquí un proceso de búsqueda, una investigación en pos de aquello que la experiencia tiene de universal, es decir, de estable, finito y determinado. Si, como estamos sosteniendo, Aristóteles no opera en un espacio lógico ya pre-estructurado sino que justo llama lógos al poder de estructurarlo, ese poder debe consistir, antes de en dividir un género en especies mediante diferencias específicas, en distinguir los géneros mismos como aquello en cuyo seno, y solamente en cuyo seno, será posible establecer diferencias lógicas, finitas, estables, plenamente racionales. Así pues, resulta evidente que, para hacer ese descubrimiento, el lógos debe situarse en un terreno que, por definición, no puede estar lógicamente estructurado ni, por tanto, estar dotado de claridad lógica. Si nos imaginamos este proceso de descubrimiento como lo hacemos de manera habitual, es decir como un progreso generalizado a partir del individuo o de la especie, entonces está claro que, para llevar a cabo ese descubrimiento, el lógos tiene, por decirlo así, que dar un paso más allá de sí mismo hacia ese terreno inseguro en el cual ya no hay diferencias lógicas o estables, puesto que los géneros universales no son ya especies o subgéneros de otros géneros de mayor extensión, sino límites absolutos de la generalización. Ese paso, por tanto, no puede ser más que un traspiés, un auténtico resbalón o un paso en falso mediante el cual el lógos tropieza con lo irrelevante y tiene que detenerse. Los géneros universales, que han de funcionar como límites estabilizadores o contextos en los cuales, y sólo en los cuales, la diferencia se tornará racional o razonable, tienen que ser descubiertos ante todo como diferencias sin contexto donde lo que difiere lo hace sin razón ni comunidad. Y ese terreno en el cual el lógos resbala y se detiene no es un borde marginal que el discurso aristotélico se apreste a excluir o a condenar: es nada menos que el terreno que Aristóteles describe como el del «ser en cuanto ser», o sea, el terreno de la ontología. Si el lógos se detuviera ante ese obstáculo, si pretendiera seguir generalizando (es decir, si concibiera las categorías como especies o subgéneros de un género aún más general –por ejemplo, el ser–), entonces el resbalón se convertiría en un salto al vacío, porque el discurso que sobrepasa ese límite ya sólo podría ser un discurso vacío».
J. L. Pardo, El cuerpo sin órganos, pp. 165-166.
Anteriores post relacionados:
–Política y Metafísica en Grecia y el Helenismo, 19-07-2011.
–“El uso aristotélico de variables en lógica y sus supuestos ontológicos”, 14-03-2012.