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Archivo de la etiqueta: Miguel Morey

Las robinsonadas modernas

Extractos de Miguel Morey, El orden de los acontecimientos:

«Según se desprende de todo esto, debería decirse que la época moderna parece reconocer en Robinsón el marco narrativo o paradigma de verosimilitud que permite arropar las verdades positivas de la pedagogía, la economía o la política. Es así situación ideal, con su propuesta del grado cero que representa el solitario en su isla, para que las verdades positivas de lo que son las cosas se encuentren legitimadas narrativamente por la determinación última del sentido del pasar de las cosas que pasan. Lo que le ocurre a Robinsón en la isla, y el modo como determina eso que le ocurre, serán así ocasión para que las verdades positivas se traben de tal modo como para constituir una unidad de funcionamiento que sature el todo de la realidad. Y si ello es posible, se debe al modo encubierto como el relato de Defoe es relato — por su pretendido carácter aliterario: lo que Robinsón finge presentarnos, no es el despliegue de una conciencia empírica intentando determinar el qué de lo que ocurre o el sentido del problema que el pasar de las cosas que pasan en la isla le impone, sino los protocolos del sentido común tratando de reducir a hechos y acciones todos los acontecimientos que le rodean; tratando de responder a un problema ya determinado y de una vez por todas. Si Robinsón puede ser modelo es por el modo oculto como el saber narrativo se despliega en él a través de una voz blanca, por el modo como parece que no presenta más fabula que la obvia: la del sentido común — por el modo como el héroe se nos presenta en la situación de saturar toda su conciencia por el sentido común. Al colocar a Robinsón Crusoe en su aislada soledad, Defoe está sentando el «érase una vez…», el lugar originario de sentido que dará máximo valor a los trabajos de reducción positiva de todo acontecer al funcionamiento de la verdad de los hechos. Henos aquí, pues, ante otra dirección completamente distinta del saber narrativo: de cómo los saberes positivos se convirtieron en fábula».
(pp. 105-106)

«Las cosas que pasan tiene siempre un único e inequívoco sentido que es imposible ni soñar en cuestionar o desplazar: es la verdad de su funcionamiento. Nada hay pues que tenga que ver con el asunto del pensar. Reducir el pasar de las cosas a hechos y responder mediante acciones a la medida de estos hechos será así toda su tarea. Que las cosas que le ocurren le ocurren precisamente porque ser las cuenta como se las cuenta, es algo que Robinsón no alcanza a sospechar. Es evidente que las cosas son, y que son independientemente de cómo se las cuenta — y si se las cuenta de este modo y no de cualquier otro es porque son así. Todo el lugar de la conciencia empírica va a ser ocupado por el sentido común — y lo que la robinsonada nos va a mostrar es qué horizonte de sentido se despliega cuando las verdades del sentido común pretenden articular narrativamente la trama de la conciencia empírica: el paradigma obcecado que forman la verdad de los hechos y su globalización en una unidad de funcionamiento que pretende hacerse pasar por el todo del sentido.
»Y es por ello que la aventura de Robinsón es mucho menos obvia, natural o razonable de lo que pretende — mucho menos ejemplar de lo que se cree. Y ello desde el principio mismo: desde el diseño inicial de la situación del solitario en su isla. Porque si bien el grado cero desde el que se levanta la aventura civilizadora de Robinsón parece dotar al mito de un fecundo valor modélico, sin embargo tal vez no hayamos reparado suficientemente en que pocas situaciones hay que menos puedan proponerse como modelo moral, económico, social o pedagógico que la del solitario en su isla. ¿En virtud de qué presupuesto la situación del náufrago en su isla puede llegar a ofrecérsenos como modelo de sociabilidad — por ejemplo?
(…)
»Deberíamos, en definitiva, volver sobre nuestros pasos e interrogar el sentido de lo que el mito de Robinsón nos propone. Preguntarnos si de verdad las aventuras de Robinsón en su isla son, como repetidamente se ha pretendido, una exacta manifestación de lucidez y sentido práctico. Si de verdad lo que nos cuenta es tan obvio, tan natural, tan razonable. Preguntarnos, en definitiva, por esa curiosa soberanía que Robinsón representa: donde el destierro se transfigura en propiedad, la libertad se piensa como aislamiento, y la sociedad de hombres libres se piensa como un agregado de hombres solos — en donde no es posible pensar la existencia sino como trabajo. ¿Son ésas las promesas del sentido común cuando se hace cargo de la cuestión del sentido de nuestra existencia?
»Deberíamos, en fin, cuestionar esa soberanía sometida que, de tan confusa como es, hace exclamar al propio Robinsón: «…el 6 de noviembre, en el sexto año de mi reinado, o de mi cautiverio, como se quiera…»»
(pp. 112-114)

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Publicado por en diciembre 25, 2013 en Materiales, Modernidades

 

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El Quijote, la novela y la modernidad

«Sí, él es el de la Triste Figura — nuestro héroe nacional. Y he aquí que agitando este tierno y ridículo espantajo ante sus contemporáneos, Cervantes va a cerrar de un portazo lo que suele denominarse como una época histórica, al tiempo que instituirá una nueva forma de contar lo que (nos) pasa, un nuevo modo de contárnoslo: la forma novela. En virtud de lo primero se nos invita a extraer de la realidad los contenidos narrativos añadidos, todas esas imposturas suplementarias que son fruto de largo tiempo de una degradación de inercias literarias — se nos invita a reconocer la realidad «tal cual es». Es como si de nuevo se nos dijera que los poetas mienten mucho. El crédito concedido a las leyendas, hasta el punto de pretender reconocer los sucesos novelescos en la vida de cada día, es ahora signo de locura — el cerebro del Quijote, se nos dice, su seso, se secó por obra de su entrega incondicional a las «verdades» de los relatos arcaicos. En adelante, sólo deberá concederse crédito al sanchopancesco dictamen del sentido común: la triste verdad de los hechos. En realidad, en la credulidad del Quijote hay también, en cierto sentido, algo de moderno, y tal vez en ello resida su locura: su modo de leer ya no es el ejercicio de una mirada que ensueña ante las leyendas, en tanto que cosas para ser leídas, sino que toma al pie de la letra, como cosas para ser vividas y tal cual, los antiguos relatos — como si lo que éstos nos contaran fuera la verdad de los hechos. Como si — pero demasiado como si. Solamente que ahora el mundo no es ese lugar mágico en el que cada acontecimiento tiene su sentido: es simplemente banal. Al parecer, se trata de comer y dormir, de trabajar y de holgar — y tal vez de soñar con una bolsa bien repleta de monedas: el resto no es sino locura. Lo novelesco, en el sentido arcaico propio a las andanzas de las caballerías, nada tiene que ver con la realidad.
»Sin embargo, esta crítica será también ocasión para sentar un nuevo sentido del término «novelesco», su aspecto moderno — ya no crítico sino positivo. Y es que también se nos propone allí un orden totalmente distinto de acontecimientos, otro umbral de conciencia empírica, desde el que determinar qué de lo que ocurre — el umbral que se corresponde con un nuevo héroe: el héroe del libre arbitrio, ese hombre responsable de sus actos de quien se nos relatan las tareas de transformación de la realidad a la medida de sus deseos, necesidades e intereses. Héroe será, así y ahora, aquél capaz de convertir los acontecimientos en acciones — aquél capaz de hacer del suyo un mundo de puras acciones. (…)
»Con la forma novela, el saber narrativo parece hacer sufrir al acontecimiento un movimiento en cierto modo análogo, complementario, al del saber positivo: si a éste sólo le importa el acontecimiento en cuanto puede ser determinado como hecho, a aquél le incumbe tan sólo en la medida en que es ocasión o resultado de una acción. (…)
»La lucidez final del Quijote no es sino el reconocimiento de su derrota — de la banalidad de toda forma de existencia, y de la bondad de esta banalidad. Nunca debió haber deseado ser andante ni caballero — porque ese orden de acontecimientos, desde el que ocurre lo propio de los caballeros, ha perecido ya, y por obra de una generalizada complicidad: sólo pervive en las novelas antiguas. Nunca debió el de la Triste Figura, se nos dice, ser nómada ni desearlo — que ese deseo es la misma locura. Debería haberle bastado con ser libre — porque lo que ahora ocurre son los acontecimientos propios de los hombres libres: tan sólo hechos y acciones, nada más. Y curiosamente, aunque perteneciendo a ámbitos de inteligibilidad disímiles, ambos términos significan, y aluden, a lo mismo».

M. Morey, El orden de los acontecimientos, pp. 69-71.

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Publicado por en abril 19, 2012 en Materiales, Modernidades

 

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Locura en la caverna y un poco de humor alemán

«Las últimas frases de su opúsculo [e.e., los Sueños de un visionario de Kant] es posible que no sean sino una muestra de humor alemán — pero, leídas dos veces, no puede por menos que sobrecogernos lo que allí se anuncia, y el tono con el que se enuncia: «La razón humana no ha recibido las alas que necesitaría para atravesar las nubes tan altas que ocultan a nuestros ojos los secretos del otro mundo, y a estas gentes curiosas, tan deseosas de informarse de lo que allí ocurre, podría dárseles esta respuesta, simplista pero muy natural: que lo más sensato es tener paciencia hasta que sea el momento de ir allí».
»La vieja Caverna de la que nos hablaba Platón verá así cegada su salida, como un sepulcro: ecos, cadenas y sombras constituirán en adelante la auténtica realidad positiva de eso que es el hombre — un orden nuevo roto tan sólo por lo que ahora ya es el aullido desgarrado de quienes, llevados por un viento llamado en adelante locura, escarban con sus uñas la salida tabicada: sedientos de luz».

M. Morey, El orden de los acontecimientos, pp. 72-73.


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Publicado por en abril 2, 2012 en Materiales, Modernidades

 

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Filosofía y narración

«Tanto el filósofo como el narrador aspiran a una cierta universalidad: al saber. Como es de todos conocido, esta aspiración está inscrita en el nombre por el que reconocemos al filósofo: amigo del saber. Lo que de bello tiene esta denominación reside precisamente en esto: en nombrar una aspiración, un anhelo, una tendencia — en que no se nos propone un quehacer cerrado del que pudiera esperarse alcanzar una posesión completa, sino un viaje: deriva o travesía. El filósofo no es un sofós, un sabio, sino un aprendiz, un amante, un aficionado y un amigo del saber — y esa distancia que le separa del sabio, y en la que reside la dignidad última de su oficio, podemos entonarla con desafiante arrogancia, como Parménides y Heráclito, y pedir que no se confunda al filósofo con tanto pretendido sabio que se contenta con su pequeña colección de opiniones mejor o peor articuladas, más o menos verosímiles; o podemos decirla con humildad y con nostalgia, como en ocasiones lo hace Platón, reconociendo que los verdaderos sabios, aquellos que realmente sabían, quienes conocían la Verdad y las respuestas, se extinguieron — forzándonos a nosotros a un deambular de pregunta en pregunta: al juego de un diálogo interminable.
»El saber del narrador se abre en otra dirección — incluso la etimología de su nombre así nos lo indica: narrador deriva de gnarus, «el que ha visto». El narrador es pues quien nos cuenta lo que ha visto — y en toda la gama posible de acepciones del ver: desde vidente inspirado a mero testigo. Y sabe precisamente porque ha visto. «El haber visto», escribe Heidegger, «es la esencia del saber. En el haber visto aparece ya algo más que la realización de un mero proceso óptico. En el haber visto, la relación con lo presente está más allá de toda clase de comprender sensible y no sensible. Desde este punto de vista, el haber visto se refiere a la presencia iluminadora. El ver se determina no por el ojo sino por la iluminación del ser. El empeño en ésta es la articulación de todos los sentidos humanos. La esencia del ver como haber-visto es el saber. Éste conserva la visión. Nunca olvida la presencia. El saber es la memoria del ser. De ahí que Mnemosine sea la madre de las Musas. Saber no es ciencia en la acepción moderna. Saber es el guardar pensador de la custodia del ser»».

M. Morey, El orden de los acontecimientos, pp. 37-38.


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Publicado por en marzo 23, 2012 en Hermenéutica, Materiales

 

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Más sobre la «culpa» de los filósofos

Y aquí, una reflexión sobre Kant, que quiero poner en paralelo con otro post donde se le atribuían a Parménides quizá demasiadas cosas. La filosofía, si no se quiere mera ciencia ficción, es siempre secundaria, crepuscular, y en ese sentido llega cuando el mal ya está hecho.

«Y es obvio que estamos haciendo de Kant tan sólo un emblema que no le hace justicia como pensador — que lo ajusticiamos, simplemente. Es obvio que Kant no es responsable al respecto sino de haber elevado lo que ya podían ser las verdades del sentido común de la época al rango de verdades de la razón — y poco más, la importancia del filósofo no debería ser exagerada: nunca ha sido tal ni tanta como para desplazar la dirección de los traspiés de la historia — tal vez por fortuna. Y sin embargo es, en cierto sentido, un emblema perfecto — por la limpidez como están escritos en sus páginas algunos de los desastres futuros. Por el modo como parece levantar testamento idóneo para todos los tiempos póstumos que estaban por venir y que son hoy los nuestros — por el modo como recoge el testigo platónico y lo arroja al futuro reducido ahora a su esquema esencial: geometría del puro hueso, desprovista de látigo alguno».

M. Morey, El orden de los acontecimientos, pp. 75-76.

 
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Publicado por en febrero 23, 2012 en Hermenéutica, Materiales, Modernidades

 

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Crepuscularidad de la filosofía

«Que el filósofo interroga y los poetas cantan — casi es esto todo lo que por el momento sabemos. Que el filósofo interroga allí donde los poetas cantan. Y aun siendo poco eso que sabemos, es en cierto modo suficiente. Porque el perfil arcaico de nuestra mirada filosófica comenzaría a determinarse de este modo en el filo de esta diferencia específica entre el poeta y el filósofo — en la diferencia de rango que separa su actitud ante lo real.
»Es posible decir que el poeta canta su asombro ante lo real — expresa cantando ese asombro. Pero, ¿en qué sentido puede decirse que el filósofo interroga lo real — de qué es expresión su interrogación? ¿Es el bastón clavado en el estanque lo que provoca el asombro del filósofo? Si así fuera, entonces: o es el suyo un asombro «positivo» ante la distorsión óptica, que nada tiene que ver con las empresas de la lucidez (y es bien conocida, a pesar de todo, la larga lista de filósofos que aunaron su vocación de tales con una noble inclinación a los saberes positivos); o es el suyo un asombro específicamente filosófico, y entonces el bastón y el estanque no son sino ocasión para meditar sobre el poco fundamento que tienen la mayor parte de las opiniones humanas. Y tal vez sea éste el nudo de la cuestión. Porque, de ser cierto, nos indicaría un aspecto importante de lo que está en juego: nos obligaría a admitir que la relación del filósofo con lo real no es una relación inmediata — como podemos suponer, ni que sea convencionalmente, que lo son la del poeta o la del sabio positivo. La del filósofo sería entonces una relación tardía y mediada — obligadamente crepuscular.
»Si el poeta es quien intenta determinar su asombro, y el sabio positivo aquel que intenta, por el contrario, determinar el acontecimiento, por seguir hablando convencionalmente, el filósofo sería quien se interroga por el qué de ésta(s) determinabilidad(es) — lo que implica, ni que sea idealmente, su carácter forzosamente segundo, posterior, respecto al saber poético y positivo. Y también el que su mirada interrogadora se dirija, ante todo, al ser del lenguaje. ¿Qué producía el asombro de Teeteto — el mismo que Platón nos propone como modelo No es ninguno de los múltiples avatares que pueden adoptar ejemplos como el del bastón clavado en el estanque — sino las palabras de Sócrates.
»La lucidez dirige su mirada interrogadora a la realidad sólo en la medida en que ésta habla; sólo en la medida en que ésta llega hasta nosotros articulada lingüísticamente, llena de voces, de razones — es decir: atravesada toda ella por las flechas del logos. Ante todo, lo que produce el asombro filosófico del que nace esa lucidez nuestra es lo que se dice de la realidad — y el que, para mostrar la vacuidad de mucho de lo que se dice acerca de lo real, no poco filósofos se hayan doblado en sabios positivos, nos muestra tan sólo una de las estrategias posibles, una tan sólo de las posibles. Porque lo verdaderamente importante aquí para una determinación del polo arcaico de nuestra lucidez estribaría en el hecho de que a lo que nos invita el ejercicio de nuestra lucidez es a probar de desmentir (esto es, a interrogar, a cuestionar el logos) lo que se dice acerca de lo real».
M. Morey, El orden de los acontecimientos, pp. 23-24

Este tipo de consideraciones, tan sanas respecto a ciertos extravíos profesionales de algunos entusiastas de la filosofía, me hacen siempre pensar en este texto de Hegel, cuya sentencia final tan bien resume este carácter tardío, crepuscular, secundario, de la filosofía:

«Para agregar algo más a la pretensión de enseñar cómo debe ser el mundo, señalemos que, de todos modos, la filosofía llega siempre demasiado tarde. En cuanto pensamientos del mundo, aparece en el tiempo sólo después de que la realidad ha consumado su proceso de formación y se halla ya lista y terminada. Lo que enseña el concepto lo muestra con la misma necesidad la historia: sólo en la madurez de la realidad aparece lo ideal frente a lo real y erige a este mismo mundo, aprehendido en su sustancia, en la figura de un reina intelectual. Cuando la filosofía pinta con sus tonos grises, ya ha envejecido una figura de la vida que sus penumbras no pueden rejuvenecer, sino sólo conocer; el búho de Minerva sólo alza su vuelo en el ocaso».
G. W. F. Hegel, Principios de la filosofía del derecho, Prefacio.

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Publicado por en febrero 17, 2012 en Hermenéutica, Materiales

 

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De griegos, Grecia y distancias

Estos días en que la ciudadanía de Grecia se encuentra secuestrada por entidades financieras que, por supuesto, no se guían por los intereses de la población, resulta irónico y algo cruel encontrarse con un texto como el que sigue, aun cuando sea verdad lo que en él se dice:

«Con el nombre de Grecia se alude tanto a una entidad geográfica, a una determinada época histórica, como a una representación intelectual, a una forma espiritual, a una Idea. Sólo por referencia a esta Idea tiene sentido decir que hubo un tiempo en el que los hombres inventaron la lucidez –porque estamos hablando de un tiempo que pertenece por entero a nuestra memoria, donde los descubrimientos históricos de los griegos se confunden con nuestro descubrimiento de los descubrimientos de los griegos, y los umbrales que sabemos que ellos traspasaron son los que nosotros no pudimos dejar de traspasar con ellos. Porque Grecia es también y ante todo patria ideal: de ella son ciudadanos tanto Sócrates como Nietzsche, tanto Edipo como Freud, tanto Epicuro como Marx –aunque sólo sea porque tras leer a los segundos nuestra comprensión de los griegos y el lugar tutelar que ocupan como figuras de nuestra memoria ya nunca pueden volver a ser los mismos de antes».

Miguel Morey, El orden de los acontecimientos. Sobre el saber narrativo, Península, 1988, pp. 12-13.

***

De la irrecuperabilidad de esa patria ideal, de su nunca haber existido quizá, habló el otro día Arturo Leyte al presentar junto con Helena Cortés una nueva edición de El Archipiélago de Hölderlin. En el epílogo de esa obra dice algunas palabras sobre el particular:

«No hay filosofía de la historia que venga a explicar naturalmente el desarrollo histórico de las épocas, porque entre Grecia y nosotros o, en palabras de Hölderlin, entre Grecia y Hesperia, tal vez no haya nada y el Poema solo pretenda dejar ver esa «nada» a través de diferentes imágenes que no guardan ninguna relación dialéctica, porque al final no hay reconciliación: las imágenes coexisten unas al lado de las otras, a veces de modo vacilante, sin que su conjunción vaya tampoco a presentar el Nuevo Mundo, simplemente porque no lo hay. Lo de «nuevo», así, aludiría más bien a la orilla desde la que se puede nombrar a Grecia; el lugar desde el que se pone nombre a las islas, pero cuando estas han declinado. Nos quedan los nombres, pero no las cosas. (…)
»Pero ese movimiento no-dialéctico reactiva mejor que cualquier sucesión histórica una nueva lectura. El poema de Hölderlin se vuelve más actual que en su tiempo, cuando todavía se sobreentendía la posibilidad de una reconstrucción del perdido viejo mundo, aunque solo fuera artística. Hölderlin vio la ruptura, por eso es más moderno que nadie: no produce un mito ni crea un fantasma –Grecia– sino que lo disipa».

A. Leyte, «Epílogo», en F. Hölderlin, Der Archipelagus, La Oficina, 2011, pp. 109-110.

***

Pues eso, que de distancias se trata. Y no estéticas, precisamente. Grecia, el pasado, se ha perdido, se está perdiendo, irremediablemente. Y el proyecto no es, por supuesto, recuperarla, recuperarlo; ir en busca del tiempo perdido no es un romántico retorno a la infancia, ni un iluso revival neoclasicista. Se trataría, más bien, de algo similar a recordar el silencio, percatarse del fondo, dejándolo tal como está.
Dejo aquí unas palabras de Hölderlin del poema mencionado, en la traducción mencionada, vv. 200-208 y vv. 288-296:

¡Ay! mas los hijos de madre fortuna ya pisan piadosos
tierra de ancestros, se van a olvidar del destino los días
junto al Leteo. ¿Y no basta a traerlos de vuelta el anhelo,
nunca mis ojos podrán ya mirarlos? ¿Y nunca ya hallaros
puede por miles de verdes veredas ¡divinas figuras!
triste paseante que os busca? ¿Y tan sólo escuché los relatos,
lengua la vuestra aprendí, para el alma embargar de tristeza,
antes del tiempo perderla, pues huye a habitar con las sombras?
(…)
Tú, sin embargo, inmortal, aunque nunca ya el griego te cante,
oh, dios del mar, ni tus gestas celebre, permite que siempre
sigan sonando en mi alma tus olas. Que sobre las aguas
nade sin miedo y se entrene mi espíritu al tónico y fuerte
gozo; y eterno mudar, devenir, que es lenguaje de dioses,
yo al fin comprenda, y si al cabo el desgarro del tiempo en mi mente
rompe con fuerza y la humana penuria y el triste extravío
entre mortales mi vida mortal con violencia estremecen,
deja que al fin yo por siempre en tu fondo el silencio recuerde.

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