Nietzsche adopta al respecto una posición que podríamos llamar «histórica». El nihilismo debe ser enfrentado de la única manera vitalmente aceptable: debe ser asumido y superado. Pero la asunción no significa la simple aceptación de esa nada, sino la transformación de las condiciones del sentido, de lo que vale: una trans-valoración. Hay que pensar el nihilismo hasta su ráiz: que no sólo se haya hundido lo transensible, sino también que lo sensible haya quedado huérfano del concepto mismo de verdad. ¿Cómo habría que asumir lo sensible sin hacer referencia a algo transensible?, ¿cómo se puede pensaar sin que eso suponga oponerse a vivir y cómo se puede vivir sin lo transensible? En resumen: ¿cómo se puede pensar y vivir sin Dios? Lo que se contrapone de esta forma es el pasar y el permanecer. La renuncia a la vida implica esta distinción: lo que pasa, lo presente, no tiene propiamente sentido, pues éste se encuentra «más allá». Lo que hay que asumir es, pues, que el devenir es el ser y no el devenir del ser. No hay que entender el ser como un sentido que se encuentre por encima del devenir, ni tampoco como el sujeto oculto de éste. Se trata de colocars en la perspectiva de una radical horizontalidad, lo que conlleva evitar la construcción de una nueva metafísica. El pensamiento transvalorador debe abordar el devenir como si éste no estuviera reclamando un ser, una regla, una ley o norma que le diera consistencia, lo que implica la disolución de todo orden de sentido y de toda finalidad, así como la adopción de un punto de vista desde el cual el pasar es siempre-ya-haber-pasado y siempre-haber-de-retornar. Con estas palabras podría ser enunciado eso que Nietzsche llama «el eterno retorno» y que no es una teoría sobre la historia que remite ésta a una regla, sino la asunción misma del nihlismo –en realidad, hay que guardarse también de la propia historia.
Román Cuartango, Filosofía de la historia. Lo propio como tierra extraña, Montesinos, pp. 120-121.