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Archivo de la etiqueta: Arturo Leyte

¿Qué educación para qué ciudadanía?

«Si las ciencias humanas investigan científicamente su objeto, políticamente habría que reivindicar el estudio de la cultura humana desde su sentido temporal, accesible solo por medio del cultivo de las lenguas, los textos y los objetos que nos precedieron, pero no con un fin arqueológico, sino con el de constituir un modelo de ciudadanía. La cultura así adquiriría un sentido ulterior, no simplemente heredado, sino como condición de una vida social futura extraña a la barbarie. ¿Resulta hoy eso posible? ¿Y si descubriéramos, por ejemplo, que ante ese objetivo el camino no fuera enseñar Educación para la Ciudadanía sino simplemente humanidades…? En realidad, ¿qué pasa cuando algo como la ciudadanía se enseña como una asignatura de la que uno se puede desvincular cuando quiera? Además de ocurrirle como a la enseñanza de la religión -que aumenta el número de irreverentes- el problema reside en que seguramente no se deja enseñar como un conocimiento, sino que es más bien el conocimiento una condición de su desarrollo».

Arturo Leyte, «El territorio de las humanidades», El País 05/01/2012.

 
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Publicado por en febrero 9, 2012 en Materiales, Modernidades

 

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De griegos, Grecia y distancias

Estos días en que la ciudadanía de Grecia se encuentra secuestrada por entidades financieras que, por supuesto, no se guían por los intereses de la población, resulta irónico y algo cruel encontrarse con un texto como el que sigue, aun cuando sea verdad lo que en él se dice:

«Con el nombre de Grecia se alude tanto a una entidad geográfica, a una determinada época histórica, como a una representación intelectual, a una forma espiritual, a una Idea. Sólo por referencia a esta Idea tiene sentido decir que hubo un tiempo en el que los hombres inventaron la lucidez –porque estamos hablando de un tiempo que pertenece por entero a nuestra memoria, donde los descubrimientos históricos de los griegos se confunden con nuestro descubrimiento de los descubrimientos de los griegos, y los umbrales que sabemos que ellos traspasaron son los que nosotros no pudimos dejar de traspasar con ellos. Porque Grecia es también y ante todo patria ideal: de ella son ciudadanos tanto Sócrates como Nietzsche, tanto Edipo como Freud, tanto Epicuro como Marx –aunque sólo sea porque tras leer a los segundos nuestra comprensión de los griegos y el lugar tutelar que ocupan como figuras de nuestra memoria ya nunca pueden volver a ser los mismos de antes».

Miguel Morey, El orden de los acontecimientos. Sobre el saber narrativo, Península, 1988, pp. 12-13.

***

De la irrecuperabilidad de esa patria ideal, de su nunca haber existido quizá, habló el otro día Arturo Leyte al presentar junto con Helena Cortés una nueva edición de El Archipiélago de Hölderlin. En el epílogo de esa obra dice algunas palabras sobre el particular:

«No hay filosofía de la historia que venga a explicar naturalmente el desarrollo histórico de las épocas, porque entre Grecia y nosotros o, en palabras de Hölderlin, entre Grecia y Hesperia, tal vez no haya nada y el Poema solo pretenda dejar ver esa «nada» a través de diferentes imágenes que no guardan ninguna relación dialéctica, porque al final no hay reconciliación: las imágenes coexisten unas al lado de las otras, a veces de modo vacilante, sin que su conjunción vaya tampoco a presentar el Nuevo Mundo, simplemente porque no lo hay. Lo de «nuevo», así, aludiría más bien a la orilla desde la que se puede nombrar a Grecia; el lugar desde el que se pone nombre a las islas, pero cuando estas han declinado. Nos quedan los nombres, pero no las cosas. (…)
»Pero ese movimiento no-dialéctico reactiva mejor que cualquier sucesión histórica una nueva lectura. El poema de Hölderlin se vuelve más actual que en su tiempo, cuando todavía se sobreentendía la posibilidad de una reconstrucción del perdido viejo mundo, aunque solo fuera artística. Hölderlin vio la ruptura, por eso es más moderno que nadie: no produce un mito ni crea un fantasma –Grecia– sino que lo disipa».

A. Leyte, «Epílogo», en F. Hölderlin, Der Archipelagus, La Oficina, 2011, pp. 109-110.

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Pues eso, que de distancias se trata. Y no estéticas, precisamente. Grecia, el pasado, se ha perdido, se está perdiendo, irremediablemente. Y el proyecto no es, por supuesto, recuperarla, recuperarlo; ir en busca del tiempo perdido no es un romántico retorno a la infancia, ni un iluso revival neoclasicista. Se trataría, más bien, de algo similar a recordar el silencio, percatarse del fondo, dejándolo tal como está.
Dejo aquí unas palabras de Hölderlin del poema mencionado, en la traducción mencionada, vv. 200-208 y vv. 288-296:

¡Ay! mas los hijos de madre fortuna ya pisan piadosos
tierra de ancestros, se van a olvidar del destino los días
junto al Leteo. ¿Y no basta a traerlos de vuelta el anhelo,
nunca mis ojos podrán ya mirarlos? ¿Y nunca ya hallaros
puede por miles de verdes veredas ¡divinas figuras!
triste paseante que os busca? ¿Y tan sólo escuché los relatos,
lengua la vuestra aprendí, para el alma embargar de tristeza,
antes del tiempo perderla, pues huye a habitar con las sombras?
(…)
Tú, sin embargo, inmortal, aunque nunca ya el griego te cante,
oh, dios del mar, ni tus gestas celebre, permite que siempre
sigan sonando en mi alma tus olas. Que sobre las aguas
nade sin miedo y se entrene mi espíritu al tónico y fuerte
gozo; y eterno mudar, devenir, que es lenguaje de dioses,
yo al fin comprenda, y si al cabo el desgarro del tiempo en mi mente
rompe con fuerza y la humana penuria y el triste extravío
entre mortales mi vida mortal con violencia estremecen,
deja que al fin yo por siempre en tu fondo el silencio recuerde.

Anteriores post relacionados:
Griegos y modernos, 15-04-2011.
Ilimitación, diferencia y finitud, 31-07-2011.

 

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Obstáculos para las humanidades

«(…) ¿Y si el verdadero obstáculo para las humanidades no lo opusieran las técnicas ni tampoco las ciencias de la naturaleza -física, química, biología- sino precisamente las «ciencias humanas»? Estas, empezando por la historia, la psicología, la sociología y, sobre todo, la lingüística, han sustituido a las humanidades transformando sus antiguos temas en nuevos objetos científicos como consecuencia de la aplicación metodológica de las ciencias naturales. Si lo que hoy define una ciencia, más que su tema de estudio, es su carácter metodológico, entre las humanidades y las ciencias humanas se ha abierto un abismo que destierra a las primeras del ámbito de la ciencia: si adoptan su metodología, se pierden a sí mismas. Esta es seguramente su frágil situación, que las vuelve mero adorno en la organización administrativa del saber.
»En el nuevo paradigma también puede que sus antiguos contenidos ocupen un lugar importante en la industria del ocio y el entretenimiento, pero eso ya no son humanidades, sino business. Su sentido más íntimo -el cultivo del pasado por medio del estudio filológico y hermenéutico- resulta intratable bajo las pautas científicas admitidas. Las humanidades se vuelven así ellas mismas asunto del pasado. ¿Qué queda entonces de ellas?, ¿vale la pena recuperarlas?
»Descartado que puedan ocupar su antiguo papel en la organización actual del saber y las ciencias, la pregunta por las humanidades y su improbable territorio ya no puede plantearse solo en términos científicos, sino políticos: ¿quiere dedicar una sociedad recursos económicos, con todo lo que eso implica, para implantar seriamente los estudios humanísticos, dejando de enmascarar su progresivo y estructural recorte? La pregunta se puede plantear en términos más intuitivos: ¿quiere una sociedad, por medio de su Gobierno, formar a sus jóvenes ciudadanos en estudios como la historia, la literatura, el arte, las lenguas clásicas o la filosofía?, ¿o prefiere una educación de la que haya desaparecido la posibilidad de leer, escribir, interpretar, juzgar y decidir cultivadamente? Porque desgraciadamente el cultivo de las humanidades hoy tendría que comenzar por la humilde tarea de enseñar a leer y escribir -que debería constituir el primer deber político de la democracia-, lo que nos remite a un horizonte mucho más incómodo: que tal vez hoy se pueda prescindir de la lectura, entendida al menos en sentido humanístico como ejercicio progresivo de formación. Así, tendría que asumirse que leer es algo distinto de obtener una información. La opción política residiría entonces en decidir si una sociedad quiere aprender a leer su propia tradición pasada, pero no porque allí resida la verdad absoluta, sino porque constituye la única referencia accesible para todos, fuera de la lucha por el presente. El pasado puede volverse así la distancia necesaria desde la que todavía podemos vernos. El declive de las humanidades no deja de constituir otra forma de referirse a la aniquilación estratégica del pasado. (…)»

Arturo Leyte, «El territorio de las humanidades», El País 05/01/2012.

 
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Publicado por en enero 17, 2012 en Hermenéutica, Materiales, Modernidades

 

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Trascendentalidad, epagogé, hermenéutica.

«El idealismo, como se está señalando, apunta por el contrario, paradójicamente a partir de Hölderlin, a la resolución de esas diferencias, para lo que sólo puede partir de ese “ser” que Hölderlin ha marcado como anterior a todo y es por eso “belleza”, “naturaleza” y “Dios”. Da igual como denomine a ese ser del que se parte: puede ser “yo absoluto”, como en el caso de Fichte y el joven Schelling, o “identidad”, o incluso “arte” en el caso del Schelling de 1800, o simplemente movimiento de la reflexión o dialéctica. En todos esos casos, se parte justamente de lo que según Hölderlin no se puede partir porque es simplemente “origen”, “raíz” y su estatuto es “lo desconocido”. Y se parte entendiéndolo como principio genético, del que todo se deriva y resulta. A la postre, hacer principio de algo que no está presente, perspectiva que puede ser reconocida como “metafísica” en grado sumo —porque se presume algo anterior que se encuentra más allá de lo que hay—, viene a liquidar esa metafísica entendida como diferencia, pues hace, de todo, lo mismo, es decir, estados del movimiento en el que el propio principio (sea la conciencia, la reflexión o la identidad) se diluye dejando de ser principio. Y esto, que ser puede llamar “filosofía absoluta” aparece como la representación opuesta a la “filosofía trascendental”, que no parte de un principio del que se pueda generar y derivar todo, sino que hace consistir a la filosofía en el movimiento para encontrar ese principio, pero desde donde se está, desde el faktum del conocimiento y de la decisión. Es posible que a tal camino trascendental no le quepa la seguridad absoluta en lo relativo a su búsqueda, pues cómo se va a estar seguro de que se trata de los principios si se parte de algo empírico, pero sí le cabe, desde luego, el puro reconocimiento de la posición de lo que se puede llamar principio, es decir, el ser, la belleza, la naturaleza, Dios, que de ese modo no pueden ser confundidos ni con un objeto, en el caso del ser, ni con un concepto, en el caso de la belleza, ni con una teoría, en el caso de la naturaleza, ni con un hombre o superhombre, en el caso de Dios. A lo trascendental le cabe exclusivamente ese sentido hermenéutico, de mera indagación, pero también de pura indagación, cuando se ha tratado de revelar lo que hay, el ser, pero el ser tal como aparece y no tal como se supone».

Arturo Leyte, «»Grecia» como conflicto entre Kant y Hölderlin», Anuario Filosófico, XXXVII/3 (2004), pp. 728-729.

 

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