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Ponencia «Poesía para los mortales. La poesía en la Antigua Grecia y las fronteras de lo humano y lo divino»

Aquí os dejo la ponencia «Poesía para los mortales. La poesía en la Antigua Grecia y las fronteras de lo humano y lo divino», leída el 14 de septiembre de 2017 en la Universidad de Zaragoza en el II Congreso Internacional de la Red española de Filosofía titulado «Las fronteras de la humanidad». Podéis consultar la versión publicada en pdf en las actas aquí: pdf.

Introducción

Hola a todos. La ponencia que voy a leer se titula «Poesía para los mortales. La poesía en la Antigua Grecia y las fronteras de lo humano y lo divino». Lo que voy a referir tiene un carácter proyectivo, buscando delimitar el marco de pensamiento en el que se desarrolla la reflexión platónica y aristótelica. En este sentido, explicaré que uno de los núcleos básicos de la religiosidad griega pasa por afirmar una clara distinción entre los dioses y los hombres, de suerte que gran parte de su producción poética consiste en mostrar los límites que separan a unos y otros, y los peligros que acompañan a aquel que, sobrepasando su condición, no los respeta como tales. El principal objetivo de esta ponencia es mostrar cómo esa distinción subyace a la autorrepresentación del poeta homérico y cómo la paradoja que de ella se desprende condiciona el debate intelectual griego.

Poesía y piedad

Para ilustrar el carácter explícito de la exigencia de demarcación entre mortales e inmortales pueden destacarse las palabras que Apolo, protegiendo a Eneas, le dirige a Diomedes en el canto V de la Ilíada. Allí le dice:

¡Reflexiona, Tidida, y repliégate! No pretendas tener
designios iguales a los dioses, nunca se parecerán la raza de los
dioses inmortales y la de los hombres que andan a ras de suelo.(Iliada V, 440-442)

Ante la pretensión de Diomedes, Apolo señala aquí los límites de su condición, estableciendo tajantemente la diferencia entre dioses y hombres. Y no es baladí que sea Apolo el que profiera estas palabras. Esta exhortación apolinea a la moderación y al ajuste a los límites establecidos es paralela a la célebre sentencia que se hallaba inscrita en su templo oracular en Delfos: “Conócete a ti mismo”, es decir, conoce tus límites, conócete en tanto que hombre (y no dios).
En esta sentencia se expresa uno de los núcleos principales de la piedad griega: el reconocimiento de lo divino en cuanto dimensión inaccesible para el hombre y, por tanto, como límite de su condición. Es de notar que, en ambos ejemplos, la demarcación de unos y otros es algo que se ejecuta, que se exige; no algo que se da por sentado. Es decir, es preciso sostener la diferencia entre dioses y hombres, es preciso reconocer los propios límites. Precisamente, tal ejecución constituye el sentido de los actos piadosos griegos.
Ahora bien, si este motivo característico de la religiosidad griega, es decir, el reconocimiento de la distinción entre dioses y hombres, tiene como hemos visto un carácter normativo, es decir, si es algo que debe ejercerse, entonces, tal y como la dibuja la poesía, la distinción entre hombres y dioses se asemeja más a una frontera, es decir, a algo que puede ser traspasado aunque quizá de ello se sigan consecuencias perniciosas.
La lírica arcaica y la tragedia ática abundarán en esta cuestión mediante la descripción de una dinámica constitutiva del mundo que asume este horizonte piadoso como un punto de partida. El proceso descrito suele ser, incluso terminológicamente, el siguiente: a una situación de éxito o de supremacía, nombrada como ólbos o ploútos, le corresponde una situación de «insaciabilidad», el kóros o la pleonexía, que tiene como contrapartida un «orgullo», hýbris, en el que se realiza la transgresión, la adikía, y se cae así en la átē, la perdición, a la que sobrevendrá, tarde o temprano, el castigo, la tísis, con la que se restituye el estado primario y se corrige así lo excepcional. De esta forma, el castigo por la transgresión del límite lo hace relevante como tal. Este esquema lírico y trágico, por lo tanto, transmite el mensaje piadoso que antes señalaba: muestra la irrebasabilidad de la condición mortal por medio del hundimiento de quienes no se atienen a ella.

La ambigüedad homérica

En la obra homérica, el modo poético de realizar este reconocimiento de la diferencia entre mortales y dioses conlleva un momento problemático que, a mi juicio, permite comprender la deriva específica de algunas producciones literarias de la Grecia antigua. Se trata del papel que juega el poeta en toda esta cuestión, en cómo es capaz él, que al fin y al cabo no es más que un mortal, de romper el “velo” que oculta la presencia de los dioses en el mundo y hacerlos comparecer ante su audiencia. Esta aporía se torna paradoja si atendemos, además, que el contenido de las afirmaciones piadosas del poeta es el de exhortar a la limitación y, por tanto, a no hacer lo que el propio poeta parecería estar haciendo.
Para abordar cómo aparece esta cuestión dentro de la propia obra homérica, quiero destacar un par de momentos que pueden ayudar a esclarecer la autorrepresentación que tenía de sí y de su actividad el poeta homérico y, por tanto, el estatuto de esta paradoja.

El primero de ellos es un pasaje en el que el poeta destaca su propia limitación al identificarse como un mortal más como lo es su audiencia. Son unos versos del libro II, que anteceden al larguísimo catálogo de las naves, y dicen lo siguiente:

Decidme ahora, Musas, dueñas de olímpicas moradas,
pues vosotras sois diosas, estáis presentes y sabéis todo
mientras que nosotros sólo oímos la fama y no sabemos nada,
quiénes eran los príncipes y los caudillos de los dánaos. (Iliada II, 484-487)

Lo que me interesa destacar es que este pasaje afirma de un modo explícito que el enunciador del poema, el yo que habla (implícito en el “nosotros”), es un mortal. Y sin embargo, esta confirmación a la vez se realiza en un marco de ambigüedad enunciativa, ya que se está pidiendo que sean las musas las que “digan” lo que efectivamente el poeta va a decir. La cuestión no es baladí desde el momento en que percibimos que las dos epopeyas homéricas arrancan con una similar apelación a la diosa (Ilíada) o a la musa (Odisea) para que se ella la que a partir de entonces se haga cargo de la narración.

En la actividad del poeta, pues, hallamos una dualidad, un cruce, de lo divino y lo mortal, de la musa y del poeta. En este punto es preciso tratar de evitar la tentación hermenéutica de reducir uno de los polos al otro. En efecto, tanto si pensáramos que el poeta apela a la musa como un recurso estilístico, es decir, que finge (por las razones que sean) una descarga de responsabilidad enunciativa (reducción de lo divino a lo mortal), como si pensáramos que el poeta entra en una suerte de trance y habla “endiosado”, es decir, que se produce una auténtica descarga enunciativa (reducción de lo mortal a lo divino), en ambos casos disolvemos la ambigüedad y simplificamos el problema. Ahora bien, quizá esa ambigüedad sea precisamente la clave, por lo que la simplificación sería a costa del núcleo de la cuestión.
Para entender mejor esa situación de ambigüedad quiero ahora destacar otro pasaje de la obra homérica. El texto se encuentra en la Odisea y tiene la notable diferencia de que ya no es un texto de narrador, sino que son las palabras de un personaje. Ahora bien, este personaje es un aedo, es decir, un poeta, tal y como lo es el propio narrador; de esta forma, se puede comprender a esta figura (asi como la del feacio Demódoco) como una “figura espejo” en la que el propio narrador se refleja a sí mismo. En la matanza de los pretendientes con el regreso de Odiseo a Ítaca, el aedo Femio suplica por su vida y dice entonces lo siguiente:
Me interesan los versos 347-348:

Aprendí de mí mismo (autodidaktós) y un dios mis múltiples tonos
en la mente me inspira.

La ambigüedad es aquí sostenida explícitamente: Femio sabe por él mismo y, al mismo tiempo, es un dios el que le inspira. Es decir, Femio es el responsable directo de sus poemas pero, a la vez, es el dios el que le permite hacer lo que hace. No es el único pasaje homérico que desdobla la explicación de alguna actividad en un aspecto humano y otro divino. En efecto, hay abundantes momentos en los que, al igual que en la declaración de Femio, se sostiene la responsabilidad mortal a la vez que se afirma la asistencia divina.
Este tipo de pasajes duales han sido pensados por Albin Lesky bajo la noción de “doble motivación”. Se busca entender con ella cómo actúan los dioses en los poemas homéricos y, en líneas generales, en el corpus griego, sin reducir su complejidad a nuestros esquemas mentales.
La recurrencia de estos pasajes en Homero exige que interpretemos esa situación desde lo que ella misma afirma y que sostengamos que, en el horizonte simbólico griego, la motivación humana y la divina no son excluyentes. Siendo esto así, la actuación del dios, pues, no mermaría la responsabilidad del aedo, del mismo modo que esa misma responsabilidad no excluiría la intervención de un dios.
De esta forma, el recurso de la doble motivación posibilita y justifica la ambigüedad enunciativa del poeta homérico. Las musas hablan en su poesía sin que el poeta pierda la responsabilidad del poema. Por lo tanto, no se trata de que el poeta entre en éxtasis y sea poseído por una entidad divina que hablaría por su boca. Pero, a su vez, tampoco parece que el poeta pudiera ser capaz, por sí solo, de hacer lo que hace. La relación del poeta con las musas es ilustrada de un modo negativo en la anécdota que se nos cuenta de pasada en la Ilíada sobre el poeta Tamiris, quien, al jactarse de rivalizar con las musas en el canto y por tanto de ser independiente de ellas, fue privado por estas de la voz. Debe entenderse esta anécdota en el sentido fuerte de que no hay canto posible sin la intervención de las musas, es decir, como un reverso de la exigencia poética de apelación a las musas.
Con ese gesto, el narrador enfatiza su propia narración pero, sobre todo, demuestra que la presencia divina no es una cuestión de «estilo literario» ni un recurso embellecedor: el poeta requiere de su asistencia para poder hacer lo que efectivamente hace, y es consciente de ello. Solo así es capaz el poeta de presentar una dimensión inaccesible al resto de los mortales sin rebasar él mismo la condición de mortal.
En el gesto de apelar a la musa del poeta homérico se cumplen así esos mismos códigos que eran sostenidos en el acto piadoso del sacrificio. Se reconoce a los dioses; se tiene en cuenta el aspecto divino del mundo y no se renuncia a él; antes bien, se reconoce que es ese aspecto el que hace posible el que se esté haciendo lo que se está haciendo. Las musas actúan aquí en calidad de diosas asistentes, al igual que el dios al que se está sacrificando constituye un “aliado” de aquello que se quiere conseguir o simplemente celebrar.

Debemos preguntarnos: ¿sortea de esta manera el poeta homérico la paradoja que he subrayado antes? Mi tesis es que sí y no, es decir, que en cierto modo sí, pero en cierto modo no. En efecto, es verdad que el poeta reconoce su sujeción a las musas, y en ese sentido se desmarca de ellas, pero también es verdad que mediante ese recurso consigue instalarse en el punto de vista de las musas mismas y ejecutar un discurso capaz de acceder a una dimensión del mundo que, según él mismo dice, le estaría velada. El poeta homérico se mueve en este filo de navaja, en un equilibrio difícilmente sostenible. Mientras la ambigüedad no se torne relevante, mientras permanezca implícita, las dos voces permanecerán confundidas, aunque explícitamente se diferencien y se reconozcan distintas, y el poeta homérico conseguirá hacer visible lo que es constitutivamente invisible.
Dicho de otra forma: mientras lo que haya sea “Homero”, es decir, una tradición oral en la que no tenga sentido aplicar la categoría “autor”, no hay problema, puesto que en tal supuesto el poeta o, si se quiere, la musa dice lo que dice en cada momento (por así decir, no hay otro ejecutor que “Homero”, con lo que no tiene sentido plantear si hay una verdadera inspiración o no); el problema empieza a surgir cuando, aparte de “Homero”, esté también Hesíodo o cualquier otro: entonces, cobra sentido contraponer diferentes enunciaciones de cada uno de los poetas y plantearse en cuál de ellos habla la musa y en cuál no. Es decir, entonces se dan las condiciones para que se pueda afirmar, a modo de proverbio, que “los poetas mienten mucho” (proverbio que da por sentado, dicho sea de paso, que se suele pensar que dicen siempre verdad). En este momento, la paradoja se hace visible: ¿cómo es posible que Homero pueda decir lo que dice si, en función de lo que dice, no debería poder decirlo?

Una sabiduría siempre buscada

Esta paradoja, a mi juicio, constituye uno de los acicates de la deriva intelectual de la Grecia antigua. En este sentido, la crítica griega al estatuto epistémico de la poesía homérica no es patrimonio exclusivo de Platón, ni mucho menos. La relevancia de la ambigüedad del poeta homérico constituye el trasfondo de la temprana discusión en torno al papel del poeta como “sabio” que se va a dar a lo largo del devenir histórico de la Grecia antigua. Algunas de las diferentes propuestas literarias pueden entenderse en su especificidad al hilo de este debate. Por ejemplo, un modo de intentar sortear la ambigüedad del poeta será el recurso del Poema de Parménides, introduciendo a la “diosa” como personaje enunciador explícito, contrapuesto al “joven” que la escucha. Un intento distinto será la vía de Heráclito, en la que podríamos introducir también a Hecateo o Heródoto: se trata de una “hiperpiedad”, por así decir, que se niega a la transgresión poética y busca reconocer la diferencia entre dioses y hombres ateniéndose estricta y enfáticamente al lado mortal.

No puedo detenerme en este punto, pero sí quisiera destacar que, si esto es así, el debate que comienza a surgir en la civilización griega en torno a la sophía (en el que se inscribirían los textos que englobamos desde el siglo XIX bajo la categoría de “presocráticos”, aunque no se reduzca a ellos) puede vincularse a la borrosa posición del poeta griego dentro de los códigos que él mismo maneja. De esta forma, adoptamos un modo de entender la historia de la Grecia antigua sustancialmente distinto del relato decimonónico del “paso del mito al lógos”. Ya no se trata de la emergencia de una característica inherente a todo ser humano, la racionalidad, que además se encontraría completamente desplegada en nuestra civilización moderna, sino que la deriva histórica griega constituye por así decir un debate “interno” a sus propios planteamientos, que no requiere de la apelación a ningún principio transhistórico que, en última instancia, no supone sino una celebración narcisista de nuestros propios códigos epistémicos.
A modo de confirmación de lo que vengo diciendo, puede resaltarse que el propio Aristóteles, en el primer libro de la Metafísica, discutiendo acerca del estatuto de la sophía, inscribe su propia actividad teórica en el mismo horizonte ambiguo en el que se envolvía el poeta. Así, dice:

Por ello incluso podría pensarse con justicia que su posesión [la de la sophía] no es humana; pues en muchos aspectos la naturaleza de los hombres es esclava, de modo que, según Simónides, “solo el dios tendría ese privilegio”. Pero no sería digno del hombre no buscar aquel conocimiento que le corresponde por sí mismo. Ahora bien, si lo que dicen los poetas tiene sentido y lo divino es constitutivamente envidioso, sería muy verosímil que se diera aquí y que fueran desgraciados todos los que sean excesivos en eso. Pero ni lo divino puede ser envidioso, sino que, como se dice, “los poetas dicen muchas mentiras”, ni se puede considerar a ningún otro [conocimiento] más estimable que este. Es, en efecto, el más divino y el más estimable. Y es el único que lo es, y doblemente: pues es divino aquel de los conocimientos que más le corresponde tener al dios, pero también aquel que fuera [un conocimiento] sobre los dioses. Y solo en este [conocimiento] coinciden ambos aspectos: pues a todos les parece que el dios es causa y un cierto principio, y este [conocimiento] o solo o sobre todo le corresponde tenerlo al dios. Todos los demás [conocimientos] serán mas necesarios que este, pero ninguno es mejor. (Metafísica I 2, 982b27-983a10)

Vemos que aquí Aristóteles vincula su proyecto de “epistéme buscada” a los motivos poéticos antes señalados, manteniendo el alcance de la ambigüedad. Las referencias que hace a la divinidad, aun cuando buscan confrontarse con la retórica tradicional de la “envidia divina”, sin embargo, son enteramente coherentes con el horizonte que dibuja Homero al atribuir a las musas la capacidad de “saber todas las cosas”. El conocimiento de lo divino es algo propio de lo divino mismo. Pero este horizonte es a su vez movilizado para ser transgredido. La sophía constituye una epistéme que, por un lado, el hombre debe buscar; en esta búsqueda, precisamente, condensa Aristóteles lo más estimable del hombre; pero, por otro, su hallazgo parece específico del dios. De esta forma, Aristóteles define al hombre por una privación, lo que por lo demás constituye el presupuesto de la búsqueda. En este sentido, notemos que Aristóteles dice de la sophía que “o solo o sobre todo le corresponde tenerla al dios”. Esta salvedad es esencial para no desdibujar el horizonte heurístico y el sentido mismo del proyecto aristotélico.
Si fuese que “solo le corresponde tenerla al dios” se estaría diciendo que al hombre le es imposible hallar la sophía y, por tanto, la búsqueda estaría condenada de antemano. Aristóteles, al dejar abierta la posibilidad con el málista (“sobre todo”) del texto, no hace otra cosa que posibilitar una búsqueda que no por estar condenada al fracaso, digamos, por ser búsqueda perpetua, es menos estimable. El Sócrates platónico, interpretando las palabras del oráculo en función del examen al que sometió a aquellos que “parecían ser sabios”, ya apuntaba en esta misma dirección cuando decía en la Apología:

Y quizá ocurre, atenienses, que el dios es el que es sabio, y que en este oráculo diga que la sabiduría humana es digna de poco o de nada. Y aparece diciendo estas cosas de Sócrates, sirviéndose de mi nombre, y hace de mí un ejemplo, como si dijera: ‘de vosotros, hombres, es el más sabio quien, como Sócrates, conoce que no es en verdad digno de nada respecto a la sabiduría’. (Apología de Sócrates 23a-b)

Los límites de los hombres aquí vuelven a afirmarse y, desde este punto de vista, es el más sabio de los hombres aquel que reconoce en sí sus límites y es capaz de afirmar, como Sócrates, que sabe que no sabe. La ambigüedad poética reaparece aquí, pues, como atopía socrática. Al cabo de la época clásica, pues, se seguirá repitiendo, de forma distinta y sin embargo semejante, la admonición del poeta homérico: los dioses saben todo, nosotros no sabemos nada.

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Las astucias de Prometeo (el sacrificio en Grecia, 2)

«Los mitos de fundación del sacrificio son muy precisos en este aspecto. Exponen a plena luz las significaciones teológicas del ritual. El Titán Prometeo, hijo de Japeto, instituyó el primer sacrificio, fijando así para siempre el modelo al cual se ciñeron los hombres para honrar a los dioses. El episodio sucedió en un tiempo en el que dioses y hombres aún no estaban separados: vivían juntos, festejando en las mismas mesas, compartiendo la misma felicidad, lejos de todos los males, ignorando los humanos, en ese entonces, la necesidad de trabajar, las enfermedades, la vejez, las fatigas, la muerte y la especie femenina. Habiendo sido Zeus promovido a la dignidad de rey del cielo, y habiendo procedido a un justo reparto de honores y funciones entre los dioses, llega el momento en que es preciso hacer lo mismo entre dioses y hombres, y delimitar exactamente el género de vida propio de cada una de ambas razas. Prometeo es encargado de la operación. Delante de dioses y hombres reunidos, presenta, sacrifica y descuartiza un gran buey. Divide en dos partes los pedazos obtenidos. La frontera que debe separar a dioses y hombres sigue la línea divisoria entre lo que unos y otros se apropiarán del animal inmolado. El sacrificio aparece así como el acto que ha consagrado, al efectuarse por primera vez, la segregación de las condiciones divina y humana. Pero Prometeo, en rebelión contra el rey de los dioses, quiere engañarlo en beneficio de los hombres. Cada una de las dos partes preparadas por el Titań es un ardid, una trampa. La primera, disfrazada bajo un poco de apetecible grasa, no contiene más que los huesos mondos; la segunda, bajo la piel y el estómago, de aspecto repugnante, esconde todo lo que hay de comestible en el animal. A tal señor, tal honor: Zeus, en nombre de los dioses, es el primero en elegir. Ha comprendido la trampa, y si finge caer en ella es para afinar mejor su venganza. Opta, pues, por la porción exteriormente apetitosa, la que disimula bajo una fina capa de grasa los huesos incomibles. Ésta es la razón por la cual, sobre los perfumados altares de sacrificio, los hombres queman para los dioses los huesos blancos de la víctima cuyas carnes van a repartirse. Guardan para ellos la porción que Zeus no retuvo: la de la carne. Prometeo se figuraba que, destinándola a los humanos, les reservaba la mejor parte. Pero, pese a su astucia, no sospechó que les hacía un regalo envenenado. Al comer la carne, los humanos firmarán su sentencia de muerte. Dominados por la ley del vientre, se comportarán en adelante como todos los animales que pueblan la tierra, las olas o el aire. Si sienten placer en devorar la carne de un animal al que la vida ha abandonado, si tienen una imperiosa necesidad de alimentos, es porque su hambre, jamás aplacada es siempre renovada, es la marca de una criatura cuyas fuerzas se gastan y se agotan poco a poco, que está condenada a la fatiga, al envejecimiento y a la muerte. Contentándose con el humo de los huesos, viviendo de olores y de perfumes, los dioses testimonian su pertenencia a una raza cuya naturaleza es totalmente distinta de la humana. Son los Inmortales, siempre vivos, eternamente jóvenes, cuyo ser no tiene nada perecedero y que no mantienen contacto alguno con el ámbito de lo corruptible.
»Pero en su cólera, Zeus no pone límites a su venganza. Antes de hacer de tierra y de agua a la primera mujer, Pandora, que introducirá entre los hombres todas las miserias que ellos no conocían anteriormente –el nacimiento por gestación, las fatigas, el duro trabajo, las enfermedades, la vejez y la muerte– decide, para hacer pagar al Titán su parcialidad a favor de los humanos, no concederles la alegría del fuego celeste del que disponían hasta ese momento. Privados del fuego, ¿deberán los hombres devorar la carne cruda, como las bestias? Prometeo roba entonces, en el hueco de una férula, una chispa, una simiente de fuego que lleva a la tierra. A falta del estallido del rayo, los hombres dispondrán de un fuego técnico, más frágil y mortal, que será necesario conservar, preservar y nutrir, alimentándolo sin cesar para que no se extinga. Este segundo fuego, derivado, artificial en comparación con el fuego celeste, distingue a los hombres de las bestias porque cuecen el alimento, y los instala en la vida civilizada. De todos los animales, sólo los humanos comparten con los dioses la posesión del fuego. Éste es también lo que los une a lo divino al elevarse hasta el cielo desde los altares donde se enciende. Pero este fuego, celeste por su origen y su destino, es también, por su ardor devorante, perecedero como las otras criaturas vivientes sometidas a la necesidad de alimentarse. La frontera entre dioses y hombres es a la vez atravesada por el fuego sacrificial que une los unos a los otros, y subrayada por el contraste entre el fuego celeste, en manos de Zeus, y aquel que el robo de Prometeo ha puesto a disposición de los hombres. La función del fuego sacrificial consiste, por otra parte, en distinguir en la víctima la parte de los dioses, totalmente consumida, y la de los hombres, cocida lo justo como para no ser devorada cruda. Esta relación ambigua entre los hombres y los dioses en el sacrificio alimentario, se repite en una relación igualmente equívoca de los hombres con los animales. Unos y otros tienen necesidad de comer para vivir, ya sean sus alimentos vegetales o carnes, y también comparten su condición de seres perecederos. Pero los hombres son los únicos que ingieren sus alimentos cocidos, según las reglas, y después de haber ofrecido a los dioses, para honrarlos, la vida del animal que les está dedicada, con los huesos. Si los granos de cebada, esparcidos sobre la cabeza de la víctima y sobre el altar, están asociados al sacrificio sangriento, se debe a que los cereales, alimento específicamente humano, implican el trabajo agrícola. Representan por ello, a los ojos de los griegos, el modelo de las plantas cultivadas, que a su vez simbolizan la vida civilizada, en contraste con la existencia salvaje. Triplemente cocidas (por una cocción interna que favorece la labranza, por la acción del sol y por la mano del hombre que las convierte en pan), esas plantas se asimilan a las víctimas sacrificiales, animales domésticos cuya carne debe ser ritualmente asada o hervida antes de su ingestión.
»En el mito prometeico, el sacrificio aparece como el resultado de la rebelión del Titán contra Zeus en el momento en que hombres y dioses deben separar y fijar su suerte respectiva. La moraleja del relato es que no se debe esperar embaucar el espíritu soberano de los dioses. Prometeo lo ha intentado, y los hombres deben pagar las consecuencias de su fracaso. Sacrificar es, pues, al conmemorar la aventura del Titán fundador del rito, aceptar la lección que de aquélla se desprende; es reconocer que a través del cumplimiento del sacrificio y de todo lo que éste ha entrañado para el hombre –el fuego prometeico, la necesidad del trabajo, la mujer y el matrimonio para tener hijos, los sufrimientos, la vejez y la muerte–, Zeus ha situado a los hombres en el lugar en que deben mantenerse: entre las bestias y los dioses. Sacrificando, el hombre se somete a la voluntad de Zeus, que ha hecho de los mortales y de los inmortales dos razas distintas y separadas. La comunicación con lo divino se instituye en el curso de una ceremonia de fiesta, de una comida que recuerda que la antigua simbiosis ha terminado: dioses y hombres ya no viven juntos, ya no comen en las mismas mesas. No se podría sacrificar siguiendo el modelo que Prometeo ha establecido y pretender, a la vez, de cualquier manera que sea, igualarse a los dioses. en el mismo rito que tiende a unir a los dioses y a los hombres, el sacrificio consagra la distancia infranqueable que en adelante los separará».

J. P. Vernant, Mito y religión en la Grecia antigua, pp. 56-60

Klimt the Bride

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Importancia del sacrificio (el sacrificio en Grecia, 1), 30-11-2012.

 
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Publicado por en diciembre 10, 2012 en Cosas de Grecia, Materiales

 

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Importancia del sacrificio (el sacrificio en Grecia, 1)

«Pieza central del culto y elemento cuya presencia es indispensable en todos los niveles de la vida colectiva, en la familia y en el Estado, el sacrificio ilustra la estrecha vinculación de lo religioso y lo social en la Grecia de las ciudades. Su función no es alejar al sacrificante y a los participantes, durante el tiempo que dura el rito, de sus grupos familiares y cívicos, de sus actividades ordinarias, del mundo humano que les pertenece; al contrario, se propone instalarlos en el lugar y en las formas requeridas, integrarlos en la ciudad y en la existencia de esta tierra conforme al orden del mundo que los dioses presiden: religión «intramundana» en el sentido de Max Weber, religión «política» en la acepción griega del término. Lo sagrado y lo profano no forman dos categorías radicalmente opuestas y mutuamente excluyentes. Entre lo sagrado totalmente prohibido y lo sagrado plenamente utilizable, se cuenta una multiplicidad de formas y de grados. Además de las realidades consagradas a los dioses, reservadas para su uso, hay sacralidad en los objetos, los seres vivientes, los fenómenos de la naturaleza, como la hay en los actos corrientes de la vida privada –una comida, una partida de viaje, el recibimiento de un huésped– y en los más solemnes de la vida pública. Todo padre de familia asume en casa las funciones religiosas para las cuales está calificado sin preparación especial. Cada jefe de familia es puro si no ha cometido una falta que lo manche con la deshonra. En este sentido, la pureza no debe ser adquirida u obtenida: constituye el estado normal del ciudadano. En la ciudad nunca se encuentra el límite preciso entre sacerdocio y magistratura. Hay sacerdotes que son destinados y utilizados como magistrados, y todo magistrado, en sus funciones, reviste carácter sagrado. Todo poder político para ejercitarse, toda decisión común para ser válida, exige la práctica de un sacrificio. En la guerra como en la paz –antes de librar una batalla, o de la apertura de una asamblea, o de investir de su cargo a los magistrados–, la ejecución de un sacrificio es tan necesaria como en el curso de las grandes fiestas religiosas del calendario sagrado. Como lo recuerda justamente Marcel Detienne en La Cuisine du sacrifice en pays grec, «hasta una época tardía, una ciudad como Atenas mantiene en sus funciones a un arconte-rey, una de cuyas atribuciones principales consiste en la administración de todos los sacrificios instituidos por los antepasados, del conjunto de gestos rituales que garantizan el armonioso funcionamiento de la sociedad».
»Si la thusia se revela tan indispensable para asegurar validez a las prácticas sociales, es porque el fuego sacrificial, elevando hacia el cielo el humo de los perfumes, de la grasa y de los huesos, y cociendo la porción destinada a los hombres, abre entre los dioses y los participantes del rito una vía de comunicación. Inmolando una víctima, quemando sus huesos, comiendo la carne según las reglas rituales, el hombre griego instituye y mantiene con la divinidad un contacto sin el cual su existencia, abandonada a sí misma, su hundiría carente de sentido. Este contacto no es una comunión: no se come al dios, ni siquiera bajo su forma simbólica, para identificarse con él y participar de su fuerza. Se consume una víctima animal, una bestia doméstica, y se come de ella una parte diferente de la que se ofrece a los dioses. El lazo que el sacrificio griego establece subraya y confirma, en la comunicación misma, la extrema distancia que separa a mortales e inmortales».

J.-P. Vernant, Mito y religión en la Grecia antigua, Ariel, pp. 53-56

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Píndaro, el poeta, la transgresión
Templo y pólis

 
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Publicado por en noviembre 30, 2012 en Cosas de Grecia, Materiales

 

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Templo y pólis

«Sin pretender hacer un balance de las innovaciones religiosas que aporta la época arcaica, hace falta, al menos, señalar las más importantes. Y, ante todo, la aparición del templo como construcción independiente del hábitat humano, palacio real o casa particular. Con su recinto que delimita un área sagrada (temenos) y su altar exterior, el templo constituye desde entonces un edificio separado del espacio profano. Sus dioses van a residir permanentemente en el templo por intermedio de su gran estatua cultual antropomorfa allí entronizada. Esta «casa del dios», contrariamente a los altares domésticos, a los santuarios privados, es cosa pública, bien común a todos los ciudadanos. Consagrado a la divinidad, el templo no puede pertenecer a nadie que no sea la misma ciudad, que lo ha erigido en los lugares precisos para señalar y confirmar su dominio legítimo sobre su territorio: en el centro de la ciudad, acrópolis o ágora; en las puertas de los muros que delimitan la aglomeración urbana respecto de su perferia inmediata, esa zona del agros y de las eschatiai, de las tierras salvajes y de los confines, que separa cada ciudad griega de sus vecinas. La construcción de una red de santuarios urbanos, sub y extra urbanos, jalonando el espacio con lugares sagrados, fijando desde el centro a la periferia el recorrido de las procesiones rituales, que movilizan a fecha fija, de ida y de regreso, a toda o a parte de la población, tiende a modelar la superficie del suelo siguiendo un orden religioso. Por mediación de sus dioses políadas instalados en sus templos, la comunidad establece entre hombres y terruño una suerte de simbiosis, como si los ciudadanos fueran hijos de una tierra de la que en el origen surgieron ya como indígenas. En virtud de esta íntima ligazón con quienes la habitan esa área se eleva al rango de «tierra de la ciudad». Así se explica la aspereza de los conflictos que, entre los siglos VIII y VI, opusieron a ciudades vecinas para apoderarse de los lugares fronterizos de culto, a veces comunes a ambos Estados. La ocupación del santuario y su incorporación cultual al centro urbano, tiene valor de posesión legítima. Cuando funda sus templos para asegurar un cimiento inquebrantable a su base territorial la polis implanta sus raíces en el mundo divino».

J. P. Vernant, Mito y religión en la Grecia antigua, Ariel, pp. 40-41.

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Publicado por en noviembre 26, 2012 en Cosas de Grecia, Materiales

 

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Causa sui y texto revelado

Extractos de la conferencia «Causa sui» de Felipe Martínez Marzoa (vía Sárasuati).

«Falta otro elemento: cuando se establece una transcendencia, no puede haber transcendencia, no puede haber un allá y un acá sin alguna transgresión de esa transcendencia, evidentemente. Esto puede sonar contradictorio pero es evidente, o sea, es una evidente contradicción, pero ahí está. No hay transcendencia sin algún elemento de prevaricación, digamos, respecto del estatuto de transcendencia porque, si esa transcendencia no es de alguna manera traspasada —ilegalmente, claro, porque si fuese legalmente ya no sería transcendencia— entonces simplemente no la hay. Porque entonces el otro lado simplemente no comparece en absoluto y aquello que no comparece en absoluto, pues simplemente no lo hay. No cabe separar de manera absoluta la noción de ser de la noción de presencia. Tiene que tener algún tipo de presencia. Si no, ¿por qué tiene algún sentido hablar de un allá? Por lo tanto, no es posible una transcendencia sin una violación de ese mismo estatuto, sin una corrupción, sin una corruptela, sin una prevaricación sobre ese mismo estatuto de transcendencia. En otras palabras, tiene que haber ahí algo que, por así decir, hace trampa a la transcendencia, algo, por lo tanto, que es gratuito, sobrenatural».

«La noción de causa simpliciter procede de esa tradición teológica. ¿Por qué? Porque si ha de ser posible esa transgresión de la transcendencia, si ha de ser posible ese saltar por encima de la barrera de un campo al otro, entonces es que los dos campos, el allá y el acá, por así decir, no tienen los dos y cada uno de ellos una entera independencia el uno con respecto al otro, o sea, no se apoyan en elementos irreductiblemente distintos. Si se apoyasen en elementos irreductiblemente distintos, entonces no habría posible transgresión. En otras palabras, de alguna manera, uno de ellos depende unilateralmente del otro y por lo tanto el otro, concretamente el allá, es, por así decir, plenamente responsable de, es plenamente fundamentante del de acá (se me ha escapado la palabra ’responsable’ porque es lo que significa el adjetivo griego aition, o sea, responde absolutamente de, lo que pasa es que en griego faltaba el absolutamente). Uno de los dos, concretamente el allá, ha de ser entonces enteramente fundamentante del otro y por lo tanto, el otro, es decir, el acá, no surgirá de ningún elemento irreductiblemente independiente, no tiene una base propia distinta. O sea, como se dice en latín, tiene lugar ex nihilo. Ex nihilo fit, y ya sabemos que esa es la definición de ens creatum, cosa creada».

«De esto que he dicho, me interesa destacar tres cosas. Una ya está destacada: esta noción de causa que ahora tendremos que manejar procede del contexto teológico. Segundo, que procede del contexto teológico no quiere decir que venga de una revelación, de una fe o algo así; no quiere decir que sea un contenido de algo revelado o de algo de fe sino que lo que quiere decir es que es condición de la posibilidad de que se pueda admitir una fe, una gracia, una revelación, etc. Puesto que todo esto significa la posibilidad de transgredir la transcendencia y eso exige que uno de los dos niveles de la transcendencia sea, digamos, unilateralmente fundamentante en relación con el otro y de ahí venía toda la cuestión de causa. Por lo tanto, procede de lo teológico no porque esté en alguna revelación sino porque es imprescindible para que se pueda admitir en general una revelación, una fe, una gracia, una religión o algo así. Religión en el sentido, por supuesto, helenístico y post-helenístico del término. Por lo tanto, tercer punto, no es que esté en algún texto revelado sino que más bien la asunción o la adopción de un texto como revelado obliga a interpretar ese texto de manera que sea compaginable con esa noción que he expuesto, puesto que esa noción es inherente a que pueda haber una revelación».

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Cristianismo y ausencia, 03-03-2011.

 
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Publicado por en septiembre 14, 2011 en Helenismo y Edad Media, Materiales

 

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Política y Metafísica en Grecia y el Helenismo.

«Las escuelas filosóficas que sucedieron a la muerte de Aristóteles presentan un esquema lógico, cosmológico y ontológico que en muchos aspectos se diferencia del que acabamos de esbozar e incluso se opone a él. Señalemos tan solo algunos rasgos dispersos: en el pensamiento neoplatónico se asiste a un cambio en eso que hemos llamado el «límite superior» del lógos: en lugar de una esencia separada del mundo y más allá de él, se desarrolla una teología que identifica un territorio francamente situado más allá de la esencia, algo que ni siquiera es esencia y que se dibuja netamente por encima de todos los géneros y sobre el mundo inteligible; por otra parte, en el pensamiento helenístico, y específicamente en la tradición atomista que, retomando las doctrinas de Demócrito (siglo IV a.C.), llega hasta Lucrecio (siglo I), pasando por Epicuro, aparece la noción de unas diferencias más pequeñas que las delimitadas por el umbral de visibilidad inteligible aristotélico, diferencias individuales que distinguen a unos átomos de otros y que alcanzan cierta expresión matemática en la escuela de Arquímedes.
»¿Cómo explicar este cambio de perspectiva? No podemos aquí más que sugerir algunos elementos para responder a esa pregunta, dejando aparte los progresos internos de la especulación. Ya hemos señalado cómo la metafísica nace con un problema creado por la organización política de la ciudad griega clásica: cómo conciliar los diferentes linajes con la unidad del Estado. Podríamos decir que, hasta cierto punto,la metafísica que cristaliza en el sistema de Aristóteles refleja una solución de ese problema: el ser hiperlógico que no es un género (sino algo oscuramente común a todos los géneros, que se reparte entre ellos sin identificarse con ninguno) corresponde al poder del Estado, que no es el poder de una tribu o una familia sobre las demás, sino que está distribuido pari iure y puesto en común entre todas ellas.
»El espacio lógico –aquel en el que son visibles las diferencias específicas, el dominio de lo esencial, de lo que es, y, por tanto, de lo razonable e inteligible– en el que la distinción puede manifestarse porque se sujeta a una medida (la diferencia de los individuos se subordina a la identidad de la especie, la diferencia de las especies queda subsumida bajo la unidad del género, y las distinciones intergenéricas caen bajo la homogeneidad del ser), encuentra su equivalencia en el espacio político –el ágora–, en el que los individuos resuelven sus diferencias en un régimen de igualdad del derecho a la palabra y al ejercicio del poder, manteniéndose en los límites establecidos por la ciudad. Finalmente, las diferencias «invisibles» (entre individuos de la misma especie) designan en el ámbito de la metafísica a aquellos que, en el orden político, son «indiferentes»: esclavos, mujeres, extranjeros o niños no tienen acceso a la palabra ni a la plaza pública; aunque habitan en su interior, son realmente exteriores al Estado.
»A la muerte de Aristóteles (y ya desde mucho antes) ese modelo civil ha desaparecido por completo. Las ciudades griegas son ahora las provincias de un imperio. Así, nada tiene de extraño que, cuando la figura del Emperador se alza como un poder lejano (situado en la metrópoli) que se eleva por encima de las familias y las castas y las despoja de su poder al imponerles su sello, aparezca en la representación la noción de un Ser divino que se encuentra más allá de la esencia y del que ni siquiera puede hablarse (teología negativa), porque habla «otro idioma»: la lengua del imperio. Como tampoco es raro que, cuando en el orden práctico personajes como la mujer, el esclavo o el extranjero penetran en el ágora y adquieren derecho de ciudadanía y de uso de la palabra, la teoría se vea poblada por unas diferencias ínfimas que ahora aspiran a entrar en razón y determinan la ruina de la metafísica «clásica»».

J. L. Pardo, La Metafísica. Preguntas sin respuesta y problemas sin solución, p. 76-79

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El “entre” metafísico, el fracaso y su necesidad, 29-06-2011.

 

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