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Ponencia «Poesía para los mortales. La poesía en la Antigua Grecia y las fronteras de lo humano y lo divino»

Aquí os dejo la ponencia «Poesía para los mortales. La poesía en la Antigua Grecia y las fronteras de lo humano y lo divino», leída el 14 de septiembre de 2017 en la Universidad de Zaragoza en el II Congreso Internacional de la Red española de Filosofía titulado «Las fronteras de la humanidad». Podéis consultar la versión publicada en pdf en las actas aquí: pdf.

Introducción

Hola a todos. La ponencia que voy a leer se titula «Poesía para los mortales. La poesía en la Antigua Grecia y las fronteras de lo humano y lo divino». Lo que voy a referir tiene un carácter proyectivo, buscando delimitar el marco de pensamiento en el que se desarrolla la reflexión platónica y aristótelica. En este sentido, explicaré que uno de los núcleos básicos de la religiosidad griega pasa por afirmar una clara distinción entre los dioses y los hombres, de suerte que gran parte de su producción poética consiste en mostrar los límites que separan a unos y otros, y los peligros que acompañan a aquel que, sobrepasando su condición, no los respeta como tales. El principal objetivo de esta ponencia es mostrar cómo esa distinción subyace a la autorrepresentación del poeta homérico y cómo la paradoja que de ella se desprende condiciona el debate intelectual griego.

Poesía y piedad

Para ilustrar el carácter explícito de la exigencia de demarcación entre mortales e inmortales pueden destacarse las palabras que Apolo, protegiendo a Eneas, le dirige a Diomedes en el canto V de la Ilíada. Allí le dice:

¡Reflexiona, Tidida, y repliégate! No pretendas tener
designios iguales a los dioses, nunca se parecerán la raza de los
dioses inmortales y la de los hombres que andan a ras de suelo.(Iliada V, 440-442)

Ante la pretensión de Diomedes, Apolo señala aquí los límites de su condición, estableciendo tajantemente la diferencia entre dioses y hombres. Y no es baladí que sea Apolo el que profiera estas palabras. Esta exhortación apolinea a la moderación y al ajuste a los límites establecidos es paralela a la célebre sentencia que se hallaba inscrita en su templo oracular en Delfos: “Conócete a ti mismo”, es decir, conoce tus límites, conócete en tanto que hombre (y no dios).
En esta sentencia se expresa uno de los núcleos principales de la piedad griega: el reconocimiento de lo divino en cuanto dimensión inaccesible para el hombre y, por tanto, como límite de su condición. Es de notar que, en ambos ejemplos, la demarcación de unos y otros es algo que se ejecuta, que se exige; no algo que se da por sentado. Es decir, es preciso sostener la diferencia entre dioses y hombres, es preciso reconocer los propios límites. Precisamente, tal ejecución constituye el sentido de los actos piadosos griegos.
Ahora bien, si este motivo característico de la religiosidad griega, es decir, el reconocimiento de la distinción entre dioses y hombres, tiene como hemos visto un carácter normativo, es decir, si es algo que debe ejercerse, entonces, tal y como la dibuja la poesía, la distinción entre hombres y dioses se asemeja más a una frontera, es decir, a algo que puede ser traspasado aunque quizá de ello se sigan consecuencias perniciosas.
La lírica arcaica y la tragedia ática abundarán en esta cuestión mediante la descripción de una dinámica constitutiva del mundo que asume este horizonte piadoso como un punto de partida. El proceso descrito suele ser, incluso terminológicamente, el siguiente: a una situación de éxito o de supremacía, nombrada como ólbos o ploútos, le corresponde una situación de «insaciabilidad», el kóros o la pleonexía, que tiene como contrapartida un «orgullo», hýbris, en el que se realiza la transgresión, la adikía, y se cae así en la átē, la perdición, a la que sobrevendrá, tarde o temprano, el castigo, la tísis, con la que se restituye el estado primario y se corrige así lo excepcional. De esta forma, el castigo por la transgresión del límite lo hace relevante como tal. Este esquema lírico y trágico, por lo tanto, transmite el mensaje piadoso que antes señalaba: muestra la irrebasabilidad de la condición mortal por medio del hundimiento de quienes no se atienen a ella.

La ambigüedad homérica

En la obra homérica, el modo poético de realizar este reconocimiento de la diferencia entre mortales y dioses conlleva un momento problemático que, a mi juicio, permite comprender la deriva específica de algunas producciones literarias de la Grecia antigua. Se trata del papel que juega el poeta en toda esta cuestión, en cómo es capaz él, que al fin y al cabo no es más que un mortal, de romper el “velo” que oculta la presencia de los dioses en el mundo y hacerlos comparecer ante su audiencia. Esta aporía se torna paradoja si atendemos, además, que el contenido de las afirmaciones piadosas del poeta es el de exhortar a la limitación y, por tanto, a no hacer lo que el propio poeta parecería estar haciendo.
Para abordar cómo aparece esta cuestión dentro de la propia obra homérica, quiero destacar un par de momentos que pueden ayudar a esclarecer la autorrepresentación que tenía de sí y de su actividad el poeta homérico y, por tanto, el estatuto de esta paradoja.

El primero de ellos es un pasaje en el que el poeta destaca su propia limitación al identificarse como un mortal más como lo es su audiencia. Son unos versos del libro II, que anteceden al larguísimo catálogo de las naves, y dicen lo siguiente:

Decidme ahora, Musas, dueñas de olímpicas moradas,
pues vosotras sois diosas, estáis presentes y sabéis todo
mientras que nosotros sólo oímos la fama y no sabemos nada,
quiénes eran los príncipes y los caudillos de los dánaos. (Iliada II, 484-487)

Lo que me interesa destacar es que este pasaje afirma de un modo explícito que el enunciador del poema, el yo que habla (implícito en el “nosotros”), es un mortal. Y sin embargo, esta confirmación a la vez se realiza en un marco de ambigüedad enunciativa, ya que se está pidiendo que sean las musas las que “digan” lo que efectivamente el poeta va a decir. La cuestión no es baladí desde el momento en que percibimos que las dos epopeyas homéricas arrancan con una similar apelación a la diosa (Ilíada) o a la musa (Odisea) para que se ella la que a partir de entonces se haga cargo de la narración.

En la actividad del poeta, pues, hallamos una dualidad, un cruce, de lo divino y lo mortal, de la musa y del poeta. En este punto es preciso tratar de evitar la tentación hermenéutica de reducir uno de los polos al otro. En efecto, tanto si pensáramos que el poeta apela a la musa como un recurso estilístico, es decir, que finge (por las razones que sean) una descarga de responsabilidad enunciativa (reducción de lo divino a lo mortal), como si pensáramos que el poeta entra en una suerte de trance y habla “endiosado”, es decir, que se produce una auténtica descarga enunciativa (reducción de lo mortal a lo divino), en ambos casos disolvemos la ambigüedad y simplificamos el problema. Ahora bien, quizá esa ambigüedad sea precisamente la clave, por lo que la simplificación sería a costa del núcleo de la cuestión.
Para entender mejor esa situación de ambigüedad quiero ahora destacar otro pasaje de la obra homérica. El texto se encuentra en la Odisea y tiene la notable diferencia de que ya no es un texto de narrador, sino que son las palabras de un personaje. Ahora bien, este personaje es un aedo, es decir, un poeta, tal y como lo es el propio narrador; de esta forma, se puede comprender a esta figura (asi como la del feacio Demódoco) como una “figura espejo” en la que el propio narrador se refleja a sí mismo. En la matanza de los pretendientes con el regreso de Odiseo a Ítaca, el aedo Femio suplica por su vida y dice entonces lo siguiente:
Me interesan los versos 347-348:

Aprendí de mí mismo (autodidaktós) y un dios mis múltiples tonos
en la mente me inspira.

La ambigüedad es aquí sostenida explícitamente: Femio sabe por él mismo y, al mismo tiempo, es un dios el que le inspira. Es decir, Femio es el responsable directo de sus poemas pero, a la vez, es el dios el que le permite hacer lo que hace. No es el único pasaje homérico que desdobla la explicación de alguna actividad en un aspecto humano y otro divino. En efecto, hay abundantes momentos en los que, al igual que en la declaración de Femio, se sostiene la responsabilidad mortal a la vez que se afirma la asistencia divina.
Este tipo de pasajes duales han sido pensados por Albin Lesky bajo la noción de “doble motivación”. Se busca entender con ella cómo actúan los dioses en los poemas homéricos y, en líneas generales, en el corpus griego, sin reducir su complejidad a nuestros esquemas mentales.
La recurrencia de estos pasajes en Homero exige que interpretemos esa situación desde lo que ella misma afirma y que sostengamos que, en el horizonte simbólico griego, la motivación humana y la divina no son excluyentes. Siendo esto así, la actuación del dios, pues, no mermaría la responsabilidad del aedo, del mismo modo que esa misma responsabilidad no excluiría la intervención de un dios.
De esta forma, el recurso de la doble motivación posibilita y justifica la ambigüedad enunciativa del poeta homérico. Las musas hablan en su poesía sin que el poeta pierda la responsabilidad del poema. Por lo tanto, no se trata de que el poeta entre en éxtasis y sea poseído por una entidad divina que hablaría por su boca. Pero, a su vez, tampoco parece que el poeta pudiera ser capaz, por sí solo, de hacer lo que hace. La relación del poeta con las musas es ilustrada de un modo negativo en la anécdota que se nos cuenta de pasada en la Ilíada sobre el poeta Tamiris, quien, al jactarse de rivalizar con las musas en el canto y por tanto de ser independiente de ellas, fue privado por estas de la voz. Debe entenderse esta anécdota en el sentido fuerte de que no hay canto posible sin la intervención de las musas, es decir, como un reverso de la exigencia poética de apelación a las musas.
Con ese gesto, el narrador enfatiza su propia narración pero, sobre todo, demuestra que la presencia divina no es una cuestión de «estilo literario» ni un recurso embellecedor: el poeta requiere de su asistencia para poder hacer lo que efectivamente hace, y es consciente de ello. Solo así es capaz el poeta de presentar una dimensión inaccesible al resto de los mortales sin rebasar él mismo la condición de mortal.
En el gesto de apelar a la musa del poeta homérico se cumplen así esos mismos códigos que eran sostenidos en el acto piadoso del sacrificio. Se reconoce a los dioses; se tiene en cuenta el aspecto divino del mundo y no se renuncia a él; antes bien, se reconoce que es ese aspecto el que hace posible el que se esté haciendo lo que se está haciendo. Las musas actúan aquí en calidad de diosas asistentes, al igual que el dios al que se está sacrificando constituye un “aliado” de aquello que se quiere conseguir o simplemente celebrar.

Debemos preguntarnos: ¿sortea de esta manera el poeta homérico la paradoja que he subrayado antes? Mi tesis es que sí y no, es decir, que en cierto modo sí, pero en cierto modo no. En efecto, es verdad que el poeta reconoce su sujeción a las musas, y en ese sentido se desmarca de ellas, pero también es verdad que mediante ese recurso consigue instalarse en el punto de vista de las musas mismas y ejecutar un discurso capaz de acceder a una dimensión del mundo que, según él mismo dice, le estaría velada. El poeta homérico se mueve en este filo de navaja, en un equilibrio difícilmente sostenible. Mientras la ambigüedad no se torne relevante, mientras permanezca implícita, las dos voces permanecerán confundidas, aunque explícitamente se diferencien y se reconozcan distintas, y el poeta homérico conseguirá hacer visible lo que es constitutivamente invisible.
Dicho de otra forma: mientras lo que haya sea “Homero”, es decir, una tradición oral en la que no tenga sentido aplicar la categoría “autor”, no hay problema, puesto que en tal supuesto el poeta o, si se quiere, la musa dice lo que dice en cada momento (por así decir, no hay otro ejecutor que “Homero”, con lo que no tiene sentido plantear si hay una verdadera inspiración o no); el problema empieza a surgir cuando, aparte de “Homero”, esté también Hesíodo o cualquier otro: entonces, cobra sentido contraponer diferentes enunciaciones de cada uno de los poetas y plantearse en cuál de ellos habla la musa y en cuál no. Es decir, entonces se dan las condiciones para que se pueda afirmar, a modo de proverbio, que “los poetas mienten mucho” (proverbio que da por sentado, dicho sea de paso, que se suele pensar que dicen siempre verdad). En este momento, la paradoja se hace visible: ¿cómo es posible que Homero pueda decir lo que dice si, en función de lo que dice, no debería poder decirlo?

Una sabiduría siempre buscada

Esta paradoja, a mi juicio, constituye uno de los acicates de la deriva intelectual de la Grecia antigua. En este sentido, la crítica griega al estatuto epistémico de la poesía homérica no es patrimonio exclusivo de Platón, ni mucho menos. La relevancia de la ambigüedad del poeta homérico constituye el trasfondo de la temprana discusión en torno al papel del poeta como “sabio” que se va a dar a lo largo del devenir histórico de la Grecia antigua. Algunas de las diferentes propuestas literarias pueden entenderse en su especificidad al hilo de este debate. Por ejemplo, un modo de intentar sortear la ambigüedad del poeta será el recurso del Poema de Parménides, introduciendo a la “diosa” como personaje enunciador explícito, contrapuesto al “joven” que la escucha. Un intento distinto será la vía de Heráclito, en la que podríamos introducir también a Hecateo o Heródoto: se trata de una “hiperpiedad”, por así decir, que se niega a la transgresión poética y busca reconocer la diferencia entre dioses y hombres ateniéndose estricta y enfáticamente al lado mortal.

No puedo detenerme en este punto, pero sí quisiera destacar que, si esto es así, el debate que comienza a surgir en la civilización griega en torno a la sophía (en el que se inscribirían los textos que englobamos desde el siglo XIX bajo la categoría de “presocráticos”, aunque no se reduzca a ellos) puede vincularse a la borrosa posición del poeta griego dentro de los códigos que él mismo maneja. De esta forma, adoptamos un modo de entender la historia de la Grecia antigua sustancialmente distinto del relato decimonónico del “paso del mito al lógos”. Ya no se trata de la emergencia de una característica inherente a todo ser humano, la racionalidad, que además se encontraría completamente desplegada en nuestra civilización moderna, sino que la deriva histórica griega constituye por así decir un debate “interno” a sus propios planteamientos, que no requiere de la apelación a ningún principio transhistórico que, en última instancia, no supone sino una celebración narcisista de nuestros propios códigos epistémicos.
A modo de confirmación de lo que vengo diciendo, puede resaltarse que el propio Aristóteles, en el primer libro de la Metafísica, discutiendo acerca del estatuto de la sophía, inscribe su propia actividad teórica en el mismo horizonte ambiguo en el que se envolvía el poeta. Así, dice:

Por ello incluso podría pensarse con justicia que su posesión [la de la sophía] no es humana; pues en muchos aspectos la naturaleza de los hombres es esclava, de modo que, según Simónides, “solo el dios tendría ese privilegio”. Pero no sería digno del hombre no buscar aquel conocimiento que le corresponde por sí mismo. Ahora bien, si lo que dicen los poetas tiene sentido y lo divino es constitutivamente envidioso, sería muy verosímil que se diera aquí y que fueran desgraciados todos los que sean excesivos en eso. Pero ni lo divino puede ser envidioso, sino que, como se dice, “los poetas dicen muchas mentiras”, ni se puede considerar a ningún otro [conocimiento] más estimable que este. Es, en efecto, el más divino y el más estimable. Y es el único que lo es, y doblemente: pues es divino aquel de los conocimientos que más le corresponde tener al dios, pero también aquel que fuera [un conocimiento] sobre los dioses. Y solo en este [conocimiento] coinciden ambos aspectos: pues a todos les parece que el dios es causa y un cierto principio, y este [conocimiento] o solo o sobre todo le corresponde tenerlo al dios. Todos los demás [conocimientos] serán mas necesarios que este, pero ninguno es mejor. (Metafísica I 2, 982b27-983a10)

Vemos que aquí Aristóteles vincula su proyecto de “epistéme buscada” a los motivos poéticos antes señalados, manteniendo el alcance de la ambigüedad. Las referencias que hace a la divinidad, aun cuando buscan confrontarse con la retórica tradicional de la “envidia divina”, sin embargo, son enteramente coherentes con el horizonte que dibuja Homero al atribuir a las musas la capacidad de “saber todas las cosas”. El conocimiento de lo divino es algo propio de lo divino mismo. Pero este horizonte es a su vez movilizado para ser transgredido. La sophía constituye una epistéme que, por un lado, el hombre debe buscar; en esta búsqueda, precisamente, condensa Aristóteles lo más estimable del hombre; pero, por otro, su hallazgo parece específico del dios. De esta forma, Aristóteles define al hombre por una privación, lo que por lo demás constituye el presupuesto de la búsqueda. En este sentido, notemos que Aristóteles dice de la sophía que “o solo o sobre todo le corresponde tenerla al dios”. Esta salvedad es esencial para no desdibujar el horizonte heurístico y el sentido mismo del proyecto aristotélico.
Si fuese que “solo le corresponde tenerla al dios” se estaría diciendo que al hombre le es imposible hallar la sophía y, por tanto, la búsqueda estaría condenada de antemano. Aristóteles, al dejar abierta la posibilidad con el málista (“sobre todo”) del texto, no hace otra cosa que posibilitar una búsqueda que no por estar condenada al fracaso, digamos, por ser búsqueda perpetua, es menos estimable. El Sócrates platónico, interpretando las palabras del oráculo en función del examen al que sometió a aquellos que “parecían ser sabios”, ya apuntaba en esta misma dirección cuando decía en la Apología:

Y quizá ocurre, atenienses, que el dios es el que es sabio, y que en este oráculo diga que la sabiduría humana es digna de poco o de nada. Y aparece diciendo estas cosas de Sócrates, sirviéndose de mi nombre, y hace de mí un ejemplo, como si dijera: ‘de vosotros, hombres, es el más sabio quien, como Sócrates, conoce que no es en verdad digno de nada respecto a la sabiduría’. (Apología de Sócrates 23a-b)

Los límites de los hombres aquí vuelven a afirmarse y, desde este punto de vista, es el más sabio de los hombres aquel que reconoce en sí sus límites y es capaz de afirmar, como Sócrates, que sabe que no sabe. La ambigüedad poética reaparece aquí, pues, como atopía socrática. Al cabo de la época clásica, pues, se seguirá repitiendo, de forma distinta y sin embargo semejante, la admonición del poeta homérico: los dioses saben todo, nosotros no sabemos nada.

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Aristotle and his predecessors (minipost)

Modern critics have recognized that Aristotle did not intend to write a ‘history of philosophy’. He was doing just what he professed to undertake. He was seeking in his predecessors the four causes of the Physics, and any other causes that might possibly be there. (…) The stagirite claims that the earlier philosophers actually meant the four causes of the Physics, but could not express themselves clearly.

J. Owens, The doctrine of being…, p. 202

 

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La teología aristotélica, según Zubiri

En definitiva, pues, la filosofía es un saber que es «Nous y epistéme»; esto es, una sophía, una sabiduría.
A esta sabiduría llama Aristóteles a veces «teología», no en el sentido que tiene para nosotros en el vocablo, pero sí en el sentido de lo que sería un saber que de alguna manera se refiera al Theós. Esta duplicidad de Aristóteles al asignar el objeto de la filosofía, constituye, como es bien sabido, un problema histórico. No vamos a entrar en él. Los medievales pensaron que, siendo la ciencia del ente en cuanto tal una ciencia que busca las causas supremas, la filosofía había de culminar en la causa primera: en Dios. No estoy muy seguro de que ésta sea la razón para Aristóteles. De momento, me inclino más bien a pensar que, para Aristóteles, el Theós es la más noble y suficiente de las substancias, la substancia más perfecta, y que por esta razón a la ciencia del ente en cuanto tal que es la substancia, puede llamarse también teología, saber de la substancia más perfecta. Tanto más cuanto que, para Aristóteles, Dios no crea ni produce las cosas. La Naturaleza incluye en sí al Theós, pero como la más noble de las sustancias. En la naturaleza las substancias están en constante movimiento de generación y destrucción; y en ese movimiento tienden a constituirse como substancias, es decir, a realizar su naturaleza propia. Esa tendencia emerge de la naturaleza de cada una de ellas; pero se pone en acto como tal tendencia o aspiración, por la acción del Theós, como la más noble de las substancias; es por esto el soberano bien. Ahora bien: este Theós no ha producido las cosas, ni el movimiento que suscita es una aspiración de las cosas hacia Dios –esto no le pasó por la cabeza a Aristóteles–. Es una aspiración de cada cosa a ser justamente en acto lo que por naturaleza puede y tiene que ser. Y ésta es la aspiración que el Theós suscita, sin acción ninguna por su parte, como el objeto del amor y del deseo mueve sin ser movido. Esta es la forma como la Naturaleza incluye al Theós.

X. Zubiri, Cinco lecciones de filosofía, Alianza, pp. 32-33.

Kahlo El pequeño ciervo

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Los dioses y la épica, 11-05-2011.
Política y Metafísica en Grecia y el Helenismo, 19-07-2011.

 
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Publicado por en febrero 18, 2013 en Aristotelica, Cosas de Grecia, Materiales

 

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Crítica al método genético en el estudio de la Metafísica de Aristóteles (T. Oñate)

«Retengamos nada más lo siguiente, en relación con nuestro actual estudio: que la supuesta contradicción que desgarra la Metafísica, y desde ella la filosofía toda del Estagirita, lejos de haber sido solventada merced a la aplicación del «principio de desarrollo orgánico», se ha consolidado como tal: explicarla encontrando para las doctrinas «teológicas» y para las «ontológicas», distintas genealogías y posiciones filosóficas, equivale a negar radicalmente la posibilidad de que ambas dimensiones pudieran armonizarse en un pensamiento coherente: que pudieran ser simultáneas y hasta requerirse mutuamente; equivale a legitimar la contradicción y recíproca exclusión de las que ahora deben verse, así consagradas, como las dos filosofías de Aristóteles que se sucedieron en el tiempo». (p.38)

«Ahora bien –reanudando nuestra discusión con Jaeger–, ¿resulta en algo diferente de la práctica tradicional referida, la posición de arranque que sustenta el revolucionario y novedoso método genético-evolutivo? ¿No reproduce y continúa, en lo esencial, la incapacidad de la ceguera tradicional, respecto del conciliador proceder aristotélico con las diferencias-determinaciones originarias? ¿No resulta tan refractaria a la pluralidad, la polisemia ontológica, la pluridimensionalidad o perspectividad del lógos aristotélico y su múltiple consideración causal, como la tradición dogmática a la que pretende contraponerse? ¿No lleva a su extremo culminante la costumbre de ignorar la Forma, el alma (eîdos, enérgeia) del sistema, que, desprovisto de ella, se desmantela y desarticula quedando reducido a un montón de materiales o piezas pendientes de reordenación? Lo original aquí no reside sino en que, ahora, no se ponen esas piezas al servicio de ninguna otra metafísica; por lo que, inevitable y simplemente, no queda sistema alguno. La solución de Jaeger a las supuestas contradicciones de la metafísica aristotélica, consiste, en realidad, en conservarlas, para explicarlas o resolverlas en dos filosofía diacrónico-sucesivas. Pero tomarse este considerable trabajo resulta enteramente ocioso, desde la raíz, porque sencillamente no existe tal contradicción. El método genético se aplica a un falso problema, a un pseudo problema, a la solución de que sólo es un largo y triste malentendido. (…)
»Sí es necesario, antes de abandonar este punto, añadir unas palabras sobre la cronología concreta que Jaeger propone en orden a fijar la génesis e interpretación de las doctrinas contenidas en los Metafísicos. Tampoco aquí nuestro análisis del asunto pretende ser detallado; nos parece suficiente referir la situación siguiente: los seguidores del método genético han ofrecido, aplicándolo, todas las cronologías y combinaciones posibles que permitía, las cuales se excluyen, eso sí, unas a otras. (…)
»Resulta difícil no mirar con escepticismo unos resultados tan dispares, cuando se obtienen a partir de aplicar la misma metodología exegética. Lo «artificial» del método genético se revela así, no sólo en el análisis de la legitimidad de su planteamiento y sus presupuestos, sino también en la inconsistencia de sus conclusiones contrastadas». (pp. 61-63)

Teresa Oñate, Para leer la Metafísica de Aristóteles en el siglo XXI, Dykinson, p. 38 y pp. 61-63.

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La naturaleza de los tratados del Corpus Aristotelicum, 18-09-2012.

 

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La prâxis y la eternidad contingente de la enérgeia

«Lo cierto es que desde la perspectiva ontológico-modal que el libro «Theta» desarrolla se puede captar, quizá con mayor facilidad que desde el punto de vista usiológico-esencial del libro «Dseta», la comprensión aristotélica del ser. Sin embargo, lo que acabamos de aprender no ha sido recibido, por lo general, dentro de nuestras tradiciones metafísicas, por mucho que, a su favor, testimonie la experiencia. Pues lo que Aristóteles acaba de localizar en el acto energético es que hay, que sí hay, eternidad plena (activa, enérgica) en el ámbito mismo de lo contingente, que el tiempo de la realidad, incluso en la tierra, no es sólo el del desgarramiento, la muerte, la miseria, el dolor y la carencia-búsqueda; sino también, y principalmente el de la eternidad, el placer, la felicidad, el encuentro, la riqueza y dicha de estar siendo activamente lo que se es, en la abundancia que se sobra y expresa, que se da, y en la felicidad de contemplar también todo lo que esté siendo ello mismo plenamente, y se dé en absoluto, sin resto, y sin límite exterior. Hay eternidad activa e intensa, en todo lo ente, cada vez que se da simultaneidad gozosa entre realidad y deseo, entre interior y exterior, significante y sentido, posibilidad potente y acontecimiento… potencia perfecta en acto. Lo absoluto y eterno no es algo desconocido, ni un sueño en el que mentirosamente se consuele la miseria de los mortales, de los impotentes. Está aquí-ahora cada vez que hay activa plenitud: prâxis teleía que se da, sin gastarse, sin acabarse… porque la plenitud se alimenta de su propia expresión, se piensa más y mejor cuanto más se piensa, se ve, se contempla más y mejor cuanto más se mira, cada vez es mayor el gozo, cada vez es más potente la potencia, se vive más y mejor cuanto más se vive, se ama más y mejor cuanto más se alimenta el amor perfecto de su propia expresión, se obra mejor cuanto mejor se actúa, porque en todo ello se encuentra placer y felicidad… (cfr. Etic. Nicom. X 3-9). Aquí no cabe el hastío, el cese, el agotamiento porque no hay límite extrínseco, estructura lineal, pérdida o sustitución, sino espontánea intensificación perfectiva, sin solución de continuidad, en el acontecer activo re-flexivo, de lo absoluto que se da, y retorna tras la entrega, a uno mismo, intensificando la riqueza potencial. Estas acciones no tienen límite porque son fín de sí mismas y de las otras, de los movimientos. Para pensar y enseñar (acto energético) hace falta –necesidad hipotética o causalidad teleológica– aprender primero –trabajo, alteración, dolor (movimiento)– y ejercitarse después pensando y enseñando. Así pues, aunque se interrumpan temporalmente, no acaban en el sentido de agotarse, al contrario, se intensifican, se re-crean y «crecen» de vez en vez, a través de su propia realización, como se ha dicho ya. Son eternas, pero en cuanto potenciales, contingentes, según el modo propio de la contingencia extática que les corresponde: aparecen y desaparecen sin cambiar ni moverse, ni morir, cada vez más intensamente capaces de la expresión en cuyo cumplimiento se acrecientan».

Teresa Oñate, Para leer la Metafísica de Aristóteles en el siglo XXI, Dykinson, pp. 441-442.

 
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Publicado por en octubre 2, 2012 en Aristotelica, Cosas de Grecia, Materiales

 

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La naturaleza de los tratados del Corpus Aristotelicum

«W. Jaeger en discusión con E. Zeller y continuando su investigación, obtuvo en un trabajo de 1912, centrado en los tratados Metafísicos: Studien zur Entstehingsgeschichte der Metaphysik des Aristoteles, una explicación diferente, que hoy viene a ser considerada definitiva por la mayoría de los estudiosos. Aquí mostraba Jaeger de manera bastante convincente que los escritos del Corpus no forman una unidad literaria, sino que son composiciones a partir de un conjunto de cursos (méthodoi-lógoi), agrupados pedagógicamente por tratar las mismas materias o asuntos (pragmateíai). Estas lecciones es escribían con miras a una forma de «publicación» o comunicación muy especial: la de ser leídas (y escuchadas) a un grupo de estudiantes o amigos en la escuela, en las clases. Leídas, por lo tanto, a una audiencia restringida: a un público cualificado de especialistas. Ello significa que estos tratados, siendo diferentes de los Diálogos publicados (ekdedoménoi), destinados al público general, desconocido en principio o indeterminado, no eran, sin embargo, escritos del todo inéditos (anékdota) –como pensaba Zeller– ni eran tampoco simples anotaciones pro-memoria, o meros cuadernos de apuntes para las clases (Kolleghefte), sino verdaderas exposiciones o discursos-escritos para ser participados oralmente a un público limitado, en las «sesiones de trabajo». Tales formas de publicación que eran frecuentes en la antigüedad, recibían el nombre de «lógoi ekroaménoi –literalmente: discursos escuchados–, o también: akroáseis –audiciones–. Un ejemplo de este tipo especial de escrito es el lógos que Zenón lee a Sócrates y a otros filósofos en el Parménides de Platón.
»Se debe retener, entonces:
1º) Que se trata de escritos orales.
2º) Que sus receptores eran personas determinadas y preparadas de antemano para su comprensión.
3º) Que permanecían en manos de su autor, estando en todo momento abiertos a posibles correcciones, revisiones, reformulaciones, adiciones o inserciones, y, en resumen: a toda suerte de reelaboración que fuera juzgada pertinente por el maestro
»La forma que exhiben de hecho los tratados aristotélicos conservados, responde hasta tal punto a las obligadas características de una semi-publicación semejante, que, como decíamos antes, esta fértil explicación es ahora casi unánimemente admitida.
»Las consecuencias de lo referido son de envergadura a la hora de comprender rectamente el significado de un pensamiento que se vierte en una forma de expresión hoy para nosotros especialmente críptica: los lógoi aristotélicos no han sido escritos para nosotros, ni para un público abstracto o atemporal: no han sido escritos para ningún público cualquiera, sino para una cómplice y avisada audiencia de asiduos investigadores, de filósofos concretos. No podemos acercarnos a ellos como lo haríamos a un libro moderno. Tendríamos que esforzarnos casi en oirlos; como si formáramos parte de uno de esos grupos de viva investigación, reunido por amor a la sabiduría, en los frescos paseos porticados del Lýkeion. Tendríamos que tomarnos esos discursos como lecciones bastante independientes entre sí, que, constituyendo diversos tratamientos o discusiones de las mismas temáticas, y relacionados, así, por su referencia común a los mismos motivos de preocupación, permitirían ser organizados en cursos. Y tendríamos, ante todo, que intentar en lo posible, transformar nuestros oídos en algunos semejantes a los de un ciudadano ateniense del siglo IV a. C.»

Teresa Oñate, Para leer la Metafísica de Aristóteles en el siglo XXI, Madrid: Dykinson, 2001, pp. 21-22.

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La prosa aristotélica, según Goldhill, 16-9-2011.

 
 

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Parménides y los males de Occidente

Hace ya algún tiempo adquirí la edición de Akal del Poema de Parménides, a cargo de Joaquín Llansó. Una edición bilingüe y muy extensamente comentada (sus Notas a la traducción van desde la página 47 a la 207) que hacía merecer la pena la inversión (tengo ya la también bilingüe de Agustín García Calvo, que se encuentra en sus Lecturas presocráticas, I). En fin, comienzo hojeando la introducción de Llansó, tratando de seguirle en sus derroteros, por medio de referencias a Dilthey, Gadamer, Heidegger y, sobre todo, Severino, y, en fin, pienso que el editor-traductor quiere realizar una presentación de la importancia y profundidad del poema, etc. Sin embargo, cuando me dirijo a las notas y leo lo siguiente, no puedo evitar un cierto sonrojo por el «idealismo interpretativo» que se desprende de estas palabras, por no hablar del reduccionismo con apariencia de grandilocuencia que se esconde tras ellas:

«La errónea interpretación del pensar parmenídeo ha tenido y tiene todavía para la humanidad consecuencias que bien pueden considerarse, aún, imprevisibles». (p. 50)

Creo que era Nietzsche el que hablaba del «defecto profesional» inherente a los filósofos, que creen que lo suyo es lo más importante y, por tanto, tienden a explicar todo lo que ocurre reduciéndolo a una especie de historia de ideas. En este caso, se ve claramente que el traductor-editor considera que la entera historia de Occidente reposa en algo así como en un mal acto hermenéutico. Acabáramos. Además, el hecho de que las consecuencias de este misunderstanding sean «imprevisibles» asegura que cualquier cosa que suceda pueda ser reducida a «consecuencia» de ese funesto acto fundacional y «confirme» así la teoría desarrollada. Era también Nietzsche el que hablaba de la «historia de un error», pero desde luego ese «error» no lo hacía depender de una mala interpretación de un poema de la Grecia arcaica.
Para más inri, el mismo traductor-editor, luego de remitirse a la Essenza del nichilismo de E. Severino como «uno de los ensayos, a mi juicio, más importantes publicados en las últimas decadas», nos aclara, además, que en esta traducción-edición se desvela el sentido original y originario, el Sentido, digamos, del Poema.

«No obstante, esto no significa que la traducción que aquí se propone fuerce el texto original, sino que, obviando todos los prejuicios ya irremediablemente interiorizados en nosotros por nuestra cultura cristiana [obsérvese que la irremediabilidad es, sin embargo, «obviada»] –lo que no es, desde luego, tarea fácil [no lo es, pero él lo ha hecho]–, se atiene justa y estrictamente a él, pensando los términos empleados y su sentido en el modo en que, de acuerdo con la época en la que vive Parménides, que no es otra que la época arcaica de Grecia, fueron en efecto pensados». (p. 51)

«Obviando» lo comentado entre corchetes, esta declaración de intenciones tiene su aquel, aun cuando me resulte muy dudoso el que alguien pretenda «atenerse» estrictamente a un texto, como si los demás pasaran por alto la mismísima «letra» en aras de imponer su prejuicios suponiendo un «espíritu» extraño a la propia materialidad del texto. Yo mismo he usado a veces ese modo de hablar, pero me temo que esa pareja conceptual (letra/espíritu) acaba convirtiendo la «letra» en el buen «espíritu» y el «espíritu» en una falsa «letra». Asimismo, me parece también una expresión poco feliz eso de pensar los términos tal y como los pensó la Grecia arcaica. Pero, en fin, en cualquier caso, una empresa así, de «restitución» de sentido, parece cosa digna de intentarse, aunque debería pensarse siempre como algo provisional: pues, en efecto, no hay –ni hubo– ese sentido «original», lo que tenemos entre manos es un entrecruce de lecturas, una pluralidad de anclajes, cuya mayor o menor efectividad se demuestra en su capacidad de exprimir el texto, de insertarlo en una red hermenéutica más amplia, de hacerle «decir» algo distinto; siempre y cuando tengamos claro el principio de que, aunque las interpretaciones sean infinitas, ello no quiere decir que cualquier cosa sea una interpretación. Y es que, además, intentar restituir el sentido del texto, si se quiere, su contexto receptivo propio, es una tarea que, ciertamente, requiere en particular el Poema del que aquí se trata, del cual es hermenéuticamente dudable hasta la corrección de la aplicación de la palabra «poema». Por tanto, es una cauta metodología, que busca evitar el anacronismo, esta de la restitución, aun cuando deba entenderse como tentativa. Pero resulta que, a renglón seguido, el traductor-editor y hasta ahora hermeneuta pega un volantazo a su discurso: de citar a Gadamer, como comenté, en la Introducción (recordemos su «una interpretación definitiva parece ser una contradicción en sí misma») pasa a declarar que la cosa consiste en aceptar lo que él dice o tener «prejuicios cristianos» (cosa que a nadie le gusta, indudablemente). Leámosle:

«Si esto no resulta para muchos, no ya obvio [«como es», parece decir], sino ni tan siquiera mínimamente correcto, hasta el punto de que se piense que la traducción propuesta, ante todo de determinados y decisivos versos, es errónea –lo que puede ocurrir sin duda–, ello no se debe en realidad más que a aquellos prejuicios, los cuales, como se ha indicado, constituyen ya hoy para nosotros algo más que eso: constituyen, en efecto, el modo mismo de nuestra subjetividad». (p. 51)

O sea, que si piensas que la traducción es incorrecta (ojo, no la interpretación, sino la traducción) entonces es que estás imbuido del mismo «mal» que aqueja Occidente desde el albor de los tiempos, cuando se hizo la funesta interpretación errada del poema. De este modo, la teorización acerca del misunderstanding fundacional adquiere una función de legitimación del trabajo teórico de traducción e, incluso, de descalificación todo aquel que ose poner en duda los resultados de ese esfuerzo; la interpretación general que preside la edición, por lo tanto, actúa como un gigantesco marco retórico que envuelve y protege de toda crítica la traducción propuesta. Nadie puede dudar de ella sin ser tildado de prejuicioso, cristiano, metafísico y nihilista. No sé si nos encontramos aquí con un extraño argumento ad hominem o si más bien habría que usar una nueva categorización, como argumento ad adversarium, dado que se asegura que cualquier rival de su traducción quede inmediatamente descalificado como posible crítico de la misma. En todo caso, un texto así no podría leerse, dado que leer es anticipar, averiguar, corregir, cribar, preguntar, acciones a todas luces prohibidas por el envestimiento casi sacro que se ha dado al texto. Cualquier variación con respecto a su Sentido Originario nos catapultaría al continuo Occidente-Nihilismo-Cristianismo. A no ser, claro está, que se entienda por leer algo así como un acceso «intuitivo» al Sentido, la Revelación de la Verdad o alguna otra actividad mística que linda con lo perceptivo y que deja de lado lo conceptual; o como estudio y «custodia» del texto, su memorización y repetición continuas. Pero si fuera así, ¿por qué hablar de interpretación, aunque sea «la» interpretación? Un texto revelado o revelador no necesita de intérpretes, sino de sacerdotes. La crisis del cristianismo va a una con el surgimiento de su tradición hermenéutica que, si bien mantiene todavía un único sentido al que referirse (el «espíritu»), éste no es ya más que un polo orientativo y el intérprete produce una variedad de «espíritus» que hacen dudoso ese sentido recto que habría en la «letra». Y es que, en efecto, una interpretación definitiva es una contradicción en sí misma.
Dicho sea de paso, menciono todo esto sin haberme asomado aún a la traducción, cuyo valor hay que pensar como independiente de los artificios retórico-argumentativos que se usen en la introducción y las notas, claro. No se diga de mí que soy cristiano, nihilista y metafísico. Es lo que me faltaba.

 

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El «entre» metafísico, el fracaso y su necesidad.

«Hay metafísica, en su vertiente crítica, porque el ser está a una distancia inmensa de sí mismo. Haría falta ser Dios, esencia sin accidentes, Idea sin cuerpo, para poder recorrer esa distancia. Hay metafísica, en su vertiente metódica, porque el lenguaje y el pensamiento habitan esa distancia y aspiran a reducirla. Haría falta ser un diablo, accidente sin esencia, cuerpo sin Idea, para no emprender el camino. La metafísica distingue al filósofo del resto de los mortales en esto: él comprende y vive su fracaso, está seguro y –hasta cierto punto– feliz de fracasar, pues aunque la pregunta metafísica sobre el ser carezca de respuesta, no puede dejar de ser planteada, y aunque el problema metafísico de la escisión no pueda ser resuelto, el discurso filosófico, el diálogo acerca de la verdad del ser, es ahora el rito que actualiza, en cada una de sus escenificaciones, el mito del ser indiviso».

J. L. Pardo, La Metafísica. Preguntas sin respuesta y problemas sin solución, p. 75-76.

PD: perdón por la retahila de entradas con citas, pero, aparte del merecimiento de los textos citados y mi interés por guardarlos y registrarlos en algún sitio, ando últimamente un poco liado y tengo poco tiempo para, digamos, producciones originales.

Anteriores post relacionados:

Trascendentalidad, epagogé, hermenéutica, 18-05-2011.

 
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Publicado por en junio 29, 2011 en Hermenéutica, Materiales

 

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Bibliografía para la noción de «dialéctica» en Aristóteles.

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Iré actualizándola. De momento, la mayoría de las referencias han sido extraidas de Aguirre 2010.

 
 

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