Es una lástima que cuando uno considera estar cumpliendo –o al menos intentándolo– los principios hermenéuticos que cree más básicos e irrenunciables tenga que venir un Giovanni Reale a enmendarle la plana, tachándole de «ahistórico» e «irracional». Cito ahora, para que se me entienda, un texto del libro Eros, demonio mediador. El juego de las máscaras en el Banquete de Platón (Barcelona: Herder, 2004) de este autor, y ya luego trataré de contextualizar la crítica que se hace:
Es evidente, para el lector que no se obstine en negar de modo ahistórico e irracional la validez de la tradición indirecta y su irrenunciabilidad desde la perspectiva hermenéutica, que esta firme insistencia –por momentos incluso excesiva– en el «Dos» y el «Uno» no puede tener otra explicación filosófica sino con las remisiones alusivas (y en este caso emblemáticas) a los dos principios primeros y supremos.
[pág. 120, la negrita como subrayado en el libro]
Contextualizo: la cosa es que hay un cierto juego con el «dos» y el «uno» en un determinado momento del Banquete y eso quiere vincularlo Reale con las «doctrinas no escritas» de Platón, por medio de estas «razones» un tanto agresivas: si no aceptas lo mío, eres ahistórico e irracional. Peor que negar el principio de no contradicción, vamos.
Obviamente, la referencia a una especie de «doctrinas» que explicarían externamente (esta es la clave) los diálogos platónicos afecta a las reglas hermenéuticas de G. A. Press, que resumí en otro post, principalmente, al que a mi juicio es el supuesto más importante de esta línea de lectura: el de la autonomía dialógica. Según Reale, el «auténtico» acceso a los diálogos lo tendrían los «iniciados» platónicos, aquellos que hubieran accedido a los «misterios» de la Academia. Adopto un tono «sectario» no sólo porque la propia interpretación de Reale pretende tener un carácter de «escuela» (la de Tubinga-Milan, concretamente), autoproclamada además como «nuevo paradigma de lectura», sino también por ciertos razonamientos de Wieland al respecto de la diferencia entre «conocimiento» y «secta» referentes a asumir como «doctrinas» los enunciados de los textos científicos (cfr. su Platón und die Formen des Wissens) así como para tratar de apuntar a la raigambre helenística de las asunciones de Reale. Curiosamente, apela al sentido histórico del lector y a su «madurez hermenéutica» para justificar su lectura de los diálogos como meros «recordatorios» (con lo que, dicho sea de paso, se está haciendo una lectura del Fedro que no es un mero recordatorio), indicando que en la época que vivió Platón la textualidad no era el fenómeno primario. Nada que objetar, por supuesto, salvo que el razonamiento anterior, el del carácter «sectario» de los textos platónicos, parece corresponderse más con lo que ocurre de manera generalizada durante el helenismo, época textual donde las haya. De modo que no parece tan sencillo prescindir de la «textualidad» e ingresar en la mentalidad «oral».
Pero es que, además, tampoco podría uno encontrar apoyo para este «hermetismo» en un testimonio «interno», dialógico. Sé que no tienen por qué servir de ejemplo las situaciones producidas por la «pluma» platónica, pero a alguien podría ocurrírsele que sí. Bien, allí nos encontramos que el «tráfico» de lógoi sokratikoí es continuo: en el Fedón, el personaje homónimo cuenta en Fliunte, ante un grupo de ciudadanos de allí, lo que dijo Sócrates el día de su muerte, añadiendo además que el hacerlo le consuela de la pérdida (con lo que se nos da a entender que lo haría otras veces); en el Parménides, un grupo de clazomenios llega a Atenas para que alguien ya completamente desinteresado en ello les cuente (es a ellos, pero podría ser a cualquiera) las conversaciones entre Sócrates, Parménides y Zenón, todo ello, además, narrado por uno de ellos a un público indeterminado; en el Teeteto, tras una breve conversación sobre la situación del personaje homónimo, Terpsión le pide a Euclides que le cuente las conversaciones de aquel con Sócrates (los motivos son casi de mera curiosidad); en el Banquete, en fin, lo hemos visto (1, 2, 3), la cadena narrativa es amplia, repetitiva y nada selectiva (el auditorio de Apolodoro, por ejemplo, son unos «ricos» que éste desprecia). Ninguna de las «audiencias» aquí presentadas presupone una cierta «iniciación» previa, antes bien, casi todos es la primera vez que escuchan ese relato (es verdad que se presupone que conocen a Sócrates, pero no por ello hay que admitir ciertos «conocimientos previos»); no se trata de una «audencia» selecta, antes bien, parece que aquellos que lo demandan son satisfechos con el relato de las conversaciones. Pero, en fin, no creo que haya que tomar como modelo de la recepción del texto platónico a los personajes que aparecen en sus propios diálogos. Tampoco Reale lo hace, por lo demás. Su argumentación se dirige hacia el modo de «entender» los diálogos (que en cuanto texto literal son «leíbles» por cualquiera).
Entremos, pues, un poco más en la chicha. Porque el caso es que el texto citado de Reale habla de un cierto «juego» (así lo he llamado arriba) que se inserta dentro de su comentario del Banquete, en la parte relativa al discurso de Aristófanes. Su tesis es que en ese discurso Platón aprovecha para «adelantar» ciertas nociones esenciales de las «doctrinas no escritas», que luego se desarrollarán más en detalle (aunque también «alusivamente»¿?) en el tramo del discurso de Sócrates/Diotima. Creo que esta parte del libro de Reale adolece de «paranoía hermenéutica grave».
Aristófanes, en su discurso, retoma las distinciones anteriores que van desdoblando dualidades y las anula, expresándolas en términos míticos o «cósicos»: la dualidad de Pausanias, la de los dos «éros», es reconducida a la dualidad sexual (por composición: hombre-hombre, mujer-mujer, hombre-mujer), quitando la carga «normativa» que aparejaba el privilegio del «éros uranio» (en todos los casos, es «bello» corresponder al «amante»); la dualidad erastés-erómeno, desarrollada desde el comienzo, es «aplanada», diciendo que tanto el uno como el otro son paiderastés y phylerastés, en tanto que «partes» de lo «mismo». Huelga decir que las «alusiones» al «dos» son frecuentes, y pensadas como «ansia de unidad». Pero es que, desde el inicio del diálogo (y casi diría «desde el sentido común»), se nos dice que en el «éros» hay «dos» implicados. La «unidad» presupuesta por Aristófanes es fruto de la voluntad de «aplanamiento» que rige su discurso, obligando a «igualar» (e igualar es siempre igualar en un «uno») los dos términos. Las razones de esta «voluntad de aplanamiento» hay que buscarlas en el discurso anterior, el de Erixímaco, que termina pidiendo a Aristófanes que «complete» lo dicho en él. Con su relato, marcadamente «mitológico», Aristófanes sólo está poniendo de relieve la «ridiculez» implícita en los discursos como el de Erixímaco, que parecen (Sofista 242c) «contarnos mitos como a los niños». Pero volveremos sobre esto en otro post. Lo que me interesa resaltar es el acto «paranoico» (a mi juicio) de ver en la diferencia sexual –que por lo demás ha sido tematizada desde el comienzo de los discursos, ¡pues el tema no es otro que el «éros»!– alguna «alusiva» (pero, no obstante, «innegable», p. 120, un poco más abajo del texto citado) referencia a la «Diada» de las «doctrinas no escritas». Me parece que hay aquí un terrible exceso hermenéutico. Máxime si tenemos en cuenta que unas páginas más adelante (pp. 121-124) se nos va a decir que el «mensaje» de Aristófanes no es «suficiente» y que la «diada» platónica no puede pensarse a este «nivel físico-antropológico», como mera «suma de partes». O sea, que las «alusiones» eran tan alusivas (¡aunque innegables!) que en verdad no decían nada de los principios de las «doctrinas no escritas», más que, prácticamente, el nombrarlos. ¡Pero nombrar esos «principios» no es más, en este texto, que decir «uno» y «dos»! Con ello y exagerando un poco, Reale parece asumir que el numeral «uno» y el numeral «dos» son términos técnicos en Platón, cosa que sería completamente descabellada (sólo hay que imaginar los diferentes contextos en que esos términos pueden aparecer).
Con este panorama, cualquiera que haya leido en las «observaciones introductorias» (capítulo 1) las palabras dedicadas al discurso aristofánico, no podrá menos que decepcionarse ante el carácter minimalista (tentado estoy de decir, «nominal») de las «alusiones» que allí se esgrimen. Éste es el texto de la introducción:
Por lo tanto, para aludir a tales doctrinas [e.e., las no escritas] y comunicarlas exclusivamente a las escasas personas capaces de recibirlas, se necesitaba una «máscara» que supiera transmitir mensajes disfrazados en grado sumo.
La máscara elegida por Platón es, en todos los sentidos, realmente soberbia. [sub. mío]
En efecto, para comunicar su doctrina del Eros como nostalgia del Uno [sub. Reale] (a la que más adelante atenderemos), el filósofo introdujo la máscara del gran comediógrafo, que le permitía aludir con bellísimas imágenes de comedia [sub. mío] a aquellas cosas supremas que reservaba para las «doctrinas no escritas», y que en esta obra presenta, por primera vez, ampliamente, pero de forma velada y transversal.
[pp. 36-37]
Y hablo con conocimiento de causa. La decepción que provoca este texto después de leer el minimalismo alusivo al que se reduce al final el discurso de Aristófanes, es una experiencia que un servidor ha padecido hoy. Páthei máthos.
En fin, espero que el «libraco» donde más en detalle y con visión de conjunto se defiende este «nuevo paradigma» de lectura (me refiero al Por una nueva interpretación de Platón, ¡de 931 páginas!) tenga más fundamentos que estas alusiones mínimas. Ya le he echado una ojeada –índices y algun capítulito por encima– y promete, aunque también prometía el texto antes citado. Veremos.
Anteriores post relacionados:
–Autonomías dialógicas (y decires socráticos, 6), 23-02-2011.
–Platón y Sócrates. El punto de vista del lector, 9-03-2011.
–Esquema de El Banquete, 14-03-2011.
–El discurso de Fedro (περὶ τῶν ἐρωτικῶν λόγοι 1), 23-03-2011.