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La «desaparición» del «autor»

O de cómo la introducción de niveles de análisis deshace ilusiones.

«(…) En ciertas corrientes novelísticas de la primera mitad de siglo, esta tendencia estaba ligada a la célebre “desaparición del autor” (a la cual habría que llamar más bien “reducción de elementos discursivos extradiegéticos”) preconizada por novelistas y críticos tan dispares como Hemingway, Joyce o Lubbock. (…)»

José Ángel García Landa, Acción, relato, discurso, p. 162.

Así pues, nada de «desaparición del autor» (¿cómo sería esto posible? ¿quién escribiría? ¿quién recibiría los royalties? ¿quién acudiría a reuniones laudatorias? ¿quién recibiría el Premio Planeta? –eso por no hablar de otras funciones menos «literarias»), sino reducción (que es mucho más modesto que «desaparición») de elementos discursivos extradiegéticos, es decir, de la intervención de las instancias externas al relato, como se plasma en la crítica al comentario, a las valoraciones explícitas, etc. (para esto cfr. W. Booth, La retórica de la ficción).
Supongo que esto se puede también explicar de dos maneras: por un lado, esas «intervenciones» pueden dejarse «vacías», «implícitas», listas para que el lector contemporáneo, que incorpora en sí los códigos sustitutivos, descargue al autor de esas andaderas textuales propias de anteriores periodos del género. El lector ya no requiere de la conducción expresa del autor; a medida que se complica el género, aumenta el papel y las exigencias del receptor. No me atrevería a decir si es el lector el que se hace a la novela o si no es más bien la novela la que genera sus propios lectores; supongo que aquí, como en muchos otros sitios, el feedback es la mejor respuesta. Por otro, pudiera ser que el autor no tuviese nada que decir sobre el relato, que no se «atreviese» a comentar, y que dejase entonces al lector desamparado, envuelto en la necesidad de rellenar las ausencias sin ninguna seguridad en lo que está haciendo. El autor no sabe, ha perdido su «autoridad», y en esa ausencia de lazos –digamos– «comunitarios» el lector debe andar «orientándose» a la kantiana.
Cuestión de hermenéutica en ambas, aunque una más nihílica que la otra.

 
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Publicado por en abril 12, 2018 en Hermenéutica, Narratología

 

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La «intención» del escritor

«Todo pensamiento, toda filosofía, tiene en algo ajeno a ella misma su arranque y su origen. El pensamiento no se produce desde sí mismo y con su misma materia, sino que brota de estímulos ajenos a él. Detrás de cada obra está la intención del autor. Es cierto que este término oculta una compleja semántica, no fácilmente descifrable. En primer lugar, porque la palabra «intención» no pertenece sólo al vocabulario de las abstracciones, sino que tiene un fundamento antropológico. «Intención» es término que define un objetivo del individuo. Pero no existe la intención adecuada al producto final «intendido». Nadie puede tener la «intención» de escribir, tal como resultó escrita, la Crítica de la razón pura, o las Investigaciones lógicas. La intención no totaliza el resultado final, porque, precisamente, la intencionalidad no es sólo el desgranarse de una serie de momentos que componen el tiempo sucesivo del escritor, sino esa estructura que, en la sustancia misma de cada individuo, le sostiene y le condiciona. Hay pues una intención, una pretensión subyacente a todos nuestros actos y nuestras decisiones. Intención universaliza lo que, en cada proyecto intencional, es respuesta concreta a inmediatas urgencias e instancias de lo real. Cuando hablamos, pues, de la intención de un filósofo o de un escritor, nos referimos, probablemente, a un fondo que sostiene su personalidad y del que brota el que una determinada obra se sitúe en un espacio intelectual preciso. El lenguaje natural en el que se escribe una obra filósofica deja entrever ese fondo que le otorga lo que podríamos llamar sustancia ideológica, que es, en definitiva, la sustancia histórica, presente en nosotros mismos, y que forma parte de una tradición.
(…)
»Entender un texto mejor que su autor significa hacerle decir aquello que, en la intención del autor, no fue pensado por él. Pero, evidentemente, un autor no puede tener presente el futuro de todos sus posibles lectores, ni, por supuesto, prever las condiciones históricas bajo las que esos lectores van a realizar su lectura. Además, aunque esto suene a paradoja, el autor no tiene por qué entender su propia obra. La inteligencia del autor opera en un plano distinto a la del lector. El autor ha ido gestando su obnra y realizándola en un determinado periodo de su vida influido por una serie de experiencias intelectuales y lecturas. Esa obra ha experimentado diversas peripecias, estructuraciones, reelaboraciones. El resultado final de una escritura no agota, sin duda, el largo proceso de elaboración en que tal escritura llegó a consolidarse, ni la historia de las diversas posibilidades que ofrecieron, más o menos conscientemente, al escritor que, luego, de lo múltiple tuvo que elegir, en el acto de escritura, una sola palabra.
(…)
»El intérprete no comprende mejor al autor, porque este término es para él tan difícilmente objetivable como para el autor su propia e inasible mismidad en la que, por cierto, debido al curso mismo del tiempo, todo es absoluta alteridad. El proceso de interpretación del «comprender mejor» (besser verstehen) no puede consistir, por consiguiente, en «traer claramente a la consciencia» (zum klarem Bewusstsein bringen) el impreciso fluir de todo un mundo que sólo en el momento del acto de escritura emerge parcialmente para la consciencia de su autor.
Es evidente que el intérprete, valiéndose de otros textos, utilizando su propia experiencia, sus informaciones y su historia, es capaz de crear una retícula informativa en la que pueda situar, con más precisión, no tanto a un autor cuanto a una obra escrita, un texto».

E. Lledó, El silencio de la escritura, pp. 73-74; 83, 131-132..

Anteriores post relacionados:
Anclaje narrativo, anclaje discursivo, 11-04-2011.
La novela y la hermenéutica, 18-10-2011.
La regla del texto (apuntes de Análisis del pensamiento post-metafísico, de José Luis Pardo, 19-10-2011), 24-10-2011.
Explicitando al autor implícito, 24-12-2011.
La mediación de la escritura, 27-03-2012.

 
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Publicado por en abril 30, 2012 en Hermenéutica, Materiales

 

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Explicitando al autor implícito

Tomo el texto de una entrada de Vanity Fea

El autor implícito de una obra literaria es el autor textualizado, es decir, la imagen del autor que proyecta una obra determinada, o la que se trasluce a través de la lectura de la obra, a partir de sus juicios intelectuales, éticos, posicionamientos frente a los personajes y acciones, construcción de la trama, presuposiciones que deducimos del texto, etc. El concepto lo difundió Wayne Booth, en The Rhetoric of Fiction (1961) pero como veremos algo apunta al respecto Hegel, un siglo y medio antes, amén de otros autores. En mi libro sobre narración le dediqué un capitulillo, a él y a su correlato el lector implícito: «Autor textual, obra, lector textual.»
En estos párrafos introduce Booth a este «segundo yo» o versión textual del autor, en el capítulo 3 de The Rhetoric of Fiction:

«El autor cuando escribe debería ser como el lector ideal descrito por Hume en ’The Standard of Taste’, que, para reducir las distorsiones producidas por el prejuicio, se considera como un ’hombre en general’ y olvida, si es posible, su ’ser individual’ y sus ’circunstancias peculiares’.
Ponerlo de este modo, sin embargo, es subestimar la importancia de la individualidad del autor. Al escribir, no crea simplemente un ’hombre en general’ ideal, impersonal, sino una versión implícita de ’sí mismo’ que es diferente de los autores implícitos que encontramos en las obras de otros hombres. A algunos novelistas les ha parecido, de hecho, que estaban descubriéndose o creándose a sí mismos mientras escribían. Como dice Jessamyn West, a veces es ’sólo escribiendo la historia como el novelista puede descubrir—no su historia, sino su escritor, el escriba oficial, por así decirlo, para esa narración’. Ya sea que llamemos a este autor implícito un ’escriba oficial’ o adoptemos el término recientemente revivido por Kathleen Tillotson—el ’segundo yo’ del autor—está claro que la imagen que el lector obtiene de esta presencia es uno de los efectos más importantes del autor. Por impersonal que intente ser, su lector inevitablemente construirá una imagen del escriba oficial que escribe de esta manera—y naturalmente ese escriba oficial nunca será neutral hacia todos los valores. Nuestras reacciones a sus diversos compromisos, secretos o explícitos, ayudarán a determinar nuestra respuesta a la obra. El papel del lector en esta relación debo reservarlo para el capítulo v. Nuestro problema actual es la intrincada relación entre el llamado autor real con sus varias versiones oficiales de sí mismo.» (70-71)

En una nota remite Booth al concepto de Kathleen Tillotson, en El relato y el narrador (The Tale and the Teller, Londres, 1959), que a su vez tomó el concepto de Edward Dowden:

«Escribiendo sobre George Eliot en 1877, Dowden dijo que la forma que más persiste en la mente después de leer sus novelas no es ninguno de los personajes, sino ’alguien que, si no es la auténtica George Eliot, es ese segundo yo que escribe sus libros, y vive y habla a través de ellos’. El ’segundo yo’, continúa, es ’más sustancial que ninguna mera personalidad humana’, y tiene ’menos reservas’; mientras que ’tras él, acecha muy satisfecho el verdadero yo histórico, a salvo de observaciones y críticas impertinentes’» (Tillotson, pág. 22).

De hecho, en este caso la oposición entre autor real (Marian Evans) y autor implícito (George Eliot) está particularmente clara—aunque como sugería Booth habrá diferentes George Eliots en cada novela de Marian Evans, y sin duda también distintas Marian Evans. También remite Booth en otro punto (p. 151) al artículo de Patrick Cruttwell «Makers and Persons» (Hudson Review 12, 1959-60, 487-507) que analiza complejas relaciones entre los autores reales y las personalidades que proyectan al escribir. Continúa así Booth:

«Debemos decir sus varias versiones, porque independientemente de lo sincero que pueda intentar ser un autor, sus diferentes obras implicarán diferentes versiones, diferentes combinaciones ideales de normas. Igual que las cartas personales de uno implican diferentes versiones de uno mismo, según las diferentes relaciones con cada corresponsal y el propósito de cada carta, de la misma manera el escritor se presenta con un aire distinto dependiendo de las necesidades de obras específicas.
Estas diferencias son muy evidentes cuando al segundo yo se le da un papel explícito, un papel de hablante en la historia. Cuando Fielding comenta, nos proporciona evidencia explícita de un proceso de modificación de una obra a otra; no hay emerge una única versión de Fielding de la lectura de la satírica Jonathan Wild, de las dos grandes «épicas cómicas en prosa», Joseph Andrews y Tom Jones, y de ese problemático híbrido, Amelia. Hay muchas similaridades entre ellos, naturalmente; todos los autores implícitos valoran la benevolencia y la generosidad; todos ellos deploran la brutalidad egoísta. En estos y otros muchos particulares son indistinguibles de la mayoría de los autores implícitos de la mayor parte de las obras significativas hasta nuestro propio siglo. Pero cuando descendemos de este nivel de generalidad para examinar la ordenación particular de valores en cada novela, encontramos gran variedad. El autor de Jonathen Wild está por implicación muy preocupado por los asuntos públicos y con los efectos de la ambición descontrolada en los ’grandes hombres’ que llegan al poder en el mundo. Si tuviésemos sólo ésta novela de Fielding, inferiríamos de ella que en su vida real estaba mucho más obsesivamente centrado en su papel de magistrado y de reformador de la moral pública, más de lo que hace pensar el autor de Joseph Andrews o de Tom Jones—por no decir nada de Shamela (¡qué inferiríamos sobre Fielding si nunca hubiese escrito otra cosa que Shamela!). Por ota parte, el autor que nos saluda en la página uno de Amelia no tiene nada de ese aire bromista combinado con una magnífica despreocupación que encontramos desde el principio en Joseph Andrews y Tom Jones. Supongamos que Fielding no hubiese escrito nunca otra cosa que Amelia, llena como está del tipo de comentario que encontramos al principio:
«Los diversos accidentes que acontecen a una muy excelente pareja, después de su unión en el estado matrimonial, serán el asunto de la historia que sigue. Las penalidades que hubieron de vadear fueron algunas de ellas tan exquisitas, y los incidentes a que dieron lugar tan extraordinarios, que parecieron requerir no sólo la más extremada malicia, sino la más extremada invención, que jamás la superstición haya atribuído a la Fortuna: aunque, si acaso algún ser de esa naturaleza se interfirió en el asunto, o incluso si de hecho existe algún ser tal en el universo, es una cuestión que en absoluto pretendo resolver de modo afirmativo».
¿Podríamos acaso inferir de esto al Fielding de las obras anteriores? Aunque el autor de Amelia todavía puede permitirse chistes e ironías ocasionalmente, su aire general de solemnidad sentenciosa está estrictamente a tono con los efectos muy especiales que son propios de la obra en su conjunto. Nuestra imagen de él se construye, claro, sólo en parte por el comentario explícito del narrador; se deriva todavía más a partir del tipo de relato que elige contar. Pero el comentario hace explícita para nosotros una relación que se halla presente en toda narrativa de ficción, aunque pueda pasarse por alto en la narrativa de ficción sin comentario.
Es un hecho curioso que no tenemos términos para designar ni este ’segundo yo’ creado ni la relación que establecemos con él. Ninguno de nuestros términos para varios aspectos del narrador es adecuado del todo. ’Persona’, ’máscara’, y ’narrador’ se usan a veces, pero más comúnmente se refieren al hablante de la obra que es después de todo sólo uno de los elementos creados por el autor implícito y que puede estar separado de él por amplias ironías. ’Narrador’ normalmente se interpreta como el ’yo’ de una obra, pero el ’yo’ rara vez o nunca coincide con la imagen implícita del artista.» (71-73).

A continuación Booth explica que con el término «autor implícito» pretende incluir cuestiones tan amplias como el «estilo» o «técnica» (en el sentido más comprensivo) de una obra. «Convención» quizá también le sirviese: pues la discusión del autor implícito, a veces artificialmente aislada de estas cuestiones de roles discursivos, convenciones comunicativas, y convenciones genéricas, a veces se ha convertido en objeto de abstrusas disputas narratológicas—cuando el término de Booth es más amplio e intuitivo y por supuesto trasciende a la narratología: se refiere al discurso literario en general como un discurso que permite la expresión personal, pero dentro de ciertas convenciones. Sería útil, por tanto, entroncar la discusión sobre el autor implícito con parámetros de articulación de la subjetividad más amplios, como son los roles sociales estudiados por la sociología interaccional de Erving Goffman y otros. (Ver por ejemplo su concepción dramatúrgica de las relaciones sociales en La presentación del yo en la vida cotidiana). Por otra parte, en la discusión de la poesía lírica la cuestión de la autoría se plantea de otra manera que en la ficción narrativa, y es útil relacionarlas y ver su terreno común. El poeta que habla en los poemas no hace propiamente ficción—y sin embargo asume una voz especial, a la vez convencional y construida, pero personal dentro de esa convención, lo que llamamos propiamente «el poeta», frente al autor que se presenta en otros contextos, hablando en la radio o conversando mientras firma libros. De esta distancia entre el hombre de los contextos cotidianos y el hombre que habla en verso se es muy consciente de modo intuitivo—hasta tal punto que de ahí deriva en parte la noción popular de que la poesía «es artificial» o que los poetas «mienten» o que dicen cosas «poéticas». En suma, la distinción entre el autor que gestiona los aledaños su oficio literario, o va a al supermercado, o es tío de alguien, etc., y el autor que habla en la obra, es muy intuitiva y bien conocida para la gente con un mínimo de reflexión. Es extraño quizá como dice Booth que no haya un término separado, pero precisamente esa continuidad que hay en común entre el rol de autor y otros roles discursivos o interaccionales evita que fragmentemos a una persona demasiado estrictamente entre «autor implícito» y «autor físico»—también es autor implícito, sólo que en otros géneros discursivos, de sus instancias a las autoridades, o de albaranes, telegramas y listas de la compra.
En ese sentido, la discusión sobre el autor implícito se difumina y se remonta a los orígenes de la crítica literaria—por ejemplo al diálogo platónico Ion, en el que el rapsoda Ion habla evidentemente de manera distinta cuando recita y cuando dialoga con Sócrates, y adopta de hecho otra personalidad: es poseído por las musas, cuando recita sus poemas, y está fuera de sí (es decir, fuera de su yo cotidiano). Es decir, gran parte de la conversación crítica sobre convenciones, estilo, el ser propio de la poesía, el lenguaje del poeta, etc… es a un determinado nivel, ya, una conversación sobre el autor implícito, avant la lettre. Lo que hace Booth, siguiendo a Dowden, Tillotson y otros es explicitar esa dimensión del discurso literario, delimitar el concepto de modo útil y clarificador.
Pero quería terminar con una teorización temprana del autor implícito en tanto que sujeto textual, tal como la formula de modo magistral Hegel en La Fenomenología del Espíritu. Ciento cincuenta años antes de Booth—aunque no está el concepto tan claramente delimitado, pues no se refiere específicamente a la literatura, y de hecho adolece de cierta vaguedad (cierta vaguedad podría ser una manera político-filosóficamente correcta de referirnos al nebuloso estilo de especulación abstracta de Hegel en la Fenomenología en su conjunto). En un punto está hablando de la intervención en la arena pública, —lo que podríamos llamar la actuación discursiva del sujeto en la esfera política, y de cómo en una determinada fase de la cultura, que podríamos identificar con el desarrollo de la subjetividad individualista en el seno de un estado político autoritario. (Es una caracterización muy vaga, a su vez; en la Fenomenología parece identificarse con la era de la modernidad temprana de los siglos XVII-XVIII, aunque fechas no hay en esta obra—y sin embargo esta misma relación del sujeto al poder y al discurso público parece que podría darse en otros ámbitos, como por ejemplo en algunos momentos del Imperio romano). Empezamos con una caracterización del poder político en la que la figura de la consciencia que ocupa a Hegel es la del vasallo altivo que da voz a los intereses del estado en forma de consejo, y hace hablar así por su boca a un bien común que no tiene consciencia propia al margen de la ley, o a una dimensión del sujeto que se ha alienado en el Estado. Traduzco de la versión de A.V. Miller / J. N. Findlay:

§505. Mediante esta alienación, sin embargo, el poder estatal no es una consciencia de sí que se conozca a sí misma en tanto que poder estatal. Es sólo su ley, o su en sí mismo, lo que tiene autoridad; no tiene todavía una voluntad particular. Puesto que la consciencia subjetiva que sirve al poder estatal todavía no ha renunciado a su propio puro ser personal, para convertirlo en el principio activo del poder estatal; sólo le ha dado a ese poder su mera existencia, sólo le ha sacrificado su propia existencia externa a ese poder, no su ser intrínseco. Esta autoconsciencia se considera que está en conformidad con la esencia y se reconoce en tanto que es lo que es intrínsecamente. En ella los otros encuentran la propia esencia de ellos ejemplificada, pero no su propio ser-para-sí (de ellos)—encuentran el pensamiento de ellos, o la pura conciencia, realizado, pero no su individualidad. Por tanto posee autoridad en sus pensamientos y recibe honores. Es el vasallo altivo el que asume un papel activo en pro del poder estatal en la medida en que este último no es una voluntad personal, sino una voluntad esencial; el vasallo que se sabe a sí mismo estimado sólo en tanto que goza de ese honor, en la imagen esencial que él tiene en la opinión general, no en la gratitud que le manifieste algún sujeto individual, puesto que él no ha ayudado a ese individuo a gratificar su ser para sí mismo. Su discurso, si se pusiese en relación al poder estatal que todavía no se ha hecho real, tomaría la forma del consejo, impartido para el bien general.
§506. Al poder estatal, por tanto, todavía le falta una voluntad con la cual oponerse al consejo, y el poder de decidir cuál de las diferentes opiniones es la mejor para el bien general. No es todavía un gobierno, y por tanto no es todavía verdaderamente un poder estatal efectivo. El ser-para-sí, la voluntad, que puesto que la voluntad no ha sido sacrificada, es el espíritu interno, separado, de las diferentes clases y «estados» (esto a pesar de su parloteo acerca del ’bien común’), se reserva para sí lo que le conviene a sus propios intereses, y tiene tendencia a convertir este parloteo acerca del bien común en un sustituto de la acción. El sacrificio de la existencia que se da al servicio del estado es de hecho completo cuando llega hasta el extremo de la muerte; pero el riesgo de muerte al cual sobrevive el individuo le deja con una existencia definida y por tanto con un interés propio particular, y esto hace que su consejo acerca de lo que es mejor para el bien general sea ambiguo y se preste a sospechas. Quiere decir que de hecho ha reservado su propia opinión y su propia voluntad particular frente al poder del estado. Su conducta, por tanto, entra en conflicto con los intereses del estado y es característica de la consciencia innoble que siempre está al borde de la rebeldía.
§507. Esta contradicción que debe resolver el ser-para-sí, la de la disparidad entre el ser-para-sí y el poder estatal, se hace a la vez presente de la manera que sigue. Esa renuncia a la existencia, cuando es completa, como en la muerte, es simplemente una renuncia, no retorna a la consciencia; la consciencia no sobrevive a la renuncia, no está en y para sí misma, sino que meramente pasa a su opuesto sin reconciliación. Por consiguiente, el auténtico sacrificio del ser-para-sí es únicamente aquél en el cual se entrega tan completamente como en la muerte, pero sin embargo en esta renuncia se conserva a sí mismo. Así se vuelve efectivamente lo que es en sí mismo, se vuelve la unidad idéntica de sí mismo y de su yo opuesto. El Espíritu interno separado, el sujeto personal como tal, habiéndose expuesto y habiendo renunciado a sí mismo, eleva a la vez al poder estatal a la posición de tener una identidad personal propia. Sin esta renuncia a la personalidad, los actos de honor, las acciones de la consciencia noble, y los consejos basados en su penetración intelectual mantendrían la ambigüedad que posee esa reserva privada de intenciones particulares y de voluntad personal.

(En lo que precede Hegel ha especificado el «desdoblamiento» del sujeto que se produce en tanto que éste renuncia a expresar sus propios intereses y se convierte en portavoz de los intereses políticos colectivos, del «bien general». Como vemos, se prepara el terreno para que ese discurso sobre el bien general se presente de una manera un tanto desvinculada de la personalidad cotidiana o «interesada» de su autor—y por tanto ese discurso puede aparecer ya sea anónimamente, como un discurso autónomo, pseudónimamente, o bajo el nombre del propio autor, con el riesgo que supone el hacer al sujeto individual garante de la respetabilidad del discurso. Puede presentarse el autor como probo ciudadano, o como académico y miembro de una institución prestigiosa, o amparado bajo la dedicatoria a un personaje de respetabilidad pública indiscutible. En el siguiente parágrafo, Hegel recalca en todo caso la importancia de que el discurso político del sujeto se presenta en tanto que lenguaje, separado del cuerpo y presencia física del propio sujeto—o, podríamos decir, separando al autor implícito o autor textual del autor de carne y hueso que ha juntado efectivamente las letras. Es, evidentemente, un discurso escrito—la mejor manera de «renunciar a estar presente» y a la vez «estar presente»).

§508. Pero la alienación tiene lugar únicamente en el lenguaje o discurso, que aparece aquí con su significación característica. En el mundo del orden ético, en la ley y en el mando, y en el mundo efectivo, en el mero consejo, el lenguaje tiene la esencia de su contenido y es la forma de ese contenido; pero aquí tiene por contenido la forma misma, la forma que el lenguaje mismo es, y tiene autoridad en tanto que lenguaje o discurso. Es el poder del habla, en tanto que es lo que lleva a cabo lo que hay que llevar a cabo. Porque es la existencia real del puro sujeto como sujeto; en el lenguaje, la consciencia de sí, en tanto que individualidad independiente separada, llega como tal a la existencia, de forma que existe para otros. De otro modo el «yo», este puro «yo», es inexistente, no está allí; en cualquier otra expresión está inmerso en la realidad, y está en un forma de la que puede retirarse a sí mismo; se refleja a sí mismo a partir de su acción, además de su expresión fisiognómica, y se disocia a sí mismo de una existencia tan imperfecta, en la que siempre hay a la vez demasiado y demasiado poco, haciendo que quede atrás sin vida. El lenguaje o discurso, sin embargo, lo contiene en su pureza, sólo él expresa al «yo», al «yo» mismo. Esta existencia real del «yo» es, en tanto que existencia real, una objetividad que tiene la naturaleza auténtica del «yo». El «yo» es este «yo» particular—pero igualmente el «yo» universal; su manifestación es asimismo a la vez la externalización y la desaparición de este «yo» particular, y como resultado de esto, el «yo» permanece en su universalidad. El «yo» que se enuncia a sí mismo es oído o percibido; es una infección en la cual ha pasado inmediatamente a formar una unidad con aquéllos para quienes es una existencia real, y es una autoconsciencia universal. Que es percibido u oído significa que su existencia real se extingue; esta su otredad ha sido reasumida en sí mismo, y su existencia real es sólo ésta: que en tanto que es un Ahora auto-consciente, en tanto que existencia real, no es una existencia real, y por medio de esta desaparición es una existencia real. Este desaparecer es por tanto en sí mismo, a la vez, su permanencia; es su propio conocerse a sí mismo, y su conocerse a sí mismo en tanto que un sujeto que ha pasado a otro sujeto que ha sido percibido y es universal.

Bien, espero que a través de las nieblas teutónicas puedan reconocerse algunas de las condicionantes que identifica Booth en el tipo de subjetividad textual que es el autor implícito. Hay que señalar que Hegel en ningún momento habla de obras de ficción específicamente, pero que tampoco Booth restringe el autor implícito a obras de ficción—aunque emerge de modo más nítido como un sujeto textual diferenciado—en la ficción, especialmente cuando va disociado de una voz narrativa claramente ficticia y no fiable. Hay que señalar esta ambigüedad en la expresión «autor implícito»: el autor implícito puede estar en Booth ampliamente visible, presente y explícito— lo llamamos el autor sin más, y paradójicamente sólo se hace necesario conceptualizarlo y darle un nombre cuando aparece como un sujeto textual entre muchos, más en concreto cuando aparece implícitamente —entre líneas, como contrapartida al discurso de un narrador no fiable. Este es el segundo sentido de la implicitud o implicaciíon del autor (de hecho muchos en español lo llaman autor implicado, y Booth no emplea la palabra implicit author sino implied author, que puede sugerir ambos tipos de relación, implicitud e implicación).
La disociación entre el sujeto individual y el sujeto textual a que alude Hegel puede tener muchas dimensiones diferentes: una es como decimos la disociación entre el discurso escrito como objeto, frente al emisor—separando el cuerpo del lenguaje y de esos molestos aditamentos fisiognómicos que a la vez dicen (dice Hegel) «demasiado y demasiado poco». Por otra parte, mediante la escritura, se asegura que tras la muerte del autor (el «sacrificio supremo») el autor siga vivo, en tanto que autor implícito. Hay que extrañarse un poco, por tanto, de que Hegel no explicite más la importancia de la escritura, en concreto, en esta autoobjetivación del yo, y que hable simplemente de un discurso externalizado. En fin, para externalización, la escritura. Toda convención discursiva, decíamos, supone también una externalización, objetivación y universalización relativa del yo: el atenerse a las convenciones del diálogo platónico, de la Utopía, de la carta pública, del ensayo incluso, aunque aquí las convenciones se relajan. Otra dimensión de la autoobjetivación no mencionada por Hegel, pero muy importante para el análisis y el concepto de Booth, es la ficcionalidad. La convención de la ficcionalidad, desde la tenue del roman à clef hasta otras más densas—la ficción realista, la filosófica, la ciencia-ficción o la fantasía….—sirve para disociar efectivamente al sujeto personal y al sujeto escribiente, y para hacer hablar al sujeto textual de modo acorde a las reglas del juego, o del género. Seguirá expresando sus valores, sus prioridades y actitudes, pero siempre que se introduce una convención se introduce un determinado filtro, o una modulacion, en la que el sujeto es uno mismo y a la vez se transforma en eso que Booth llamó (por fin nombrándolo de modo explícito) un autor implícito:

El autor implícito (el ’segundo yo’ del autor).— Incluso la novela en la que no hay narrador dramatizado crea una imagen implícita de un autor que está tras las bambalinas, ya sea como director de la función, como marionetista, o como un Dios indiferente, arreglándose las uñas en silencio. Este autor implícito es siempre diferente del «hombre real»—sea quien sea que creamos que es—que crea una versión superior de sí mismo, un «segundo yo», a la vez que crea su obra. (151).

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Autor (textual) y narrador, 08-03-2011.

 
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Publicado por en diciembre 24, 2011 en Hermenéutica, Materiales, Narratología

 

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Estructura ontológico-semiótica de la narración ficticia literaria.


(pulsar en la imagen para verla más grande)

Así, podemos establecer la estructura ontológico-semiótica de la narración ficticia literaria. Esquematizamos esta estructura en la figura nº 6. En los apartados siguientes volveremos detenidamente sobre aquellos niveles y figuras que todavía no hemos tratado. Señalemos, de momento, la interpretación que queremos dar a la posición de cada elemento en esta figura. Para ello, deberemos justificar nuestro esquema frente a otros al uso.
J.-K. Adams (12) presenta un esquema más reducido de la estructura pragmática del discurso ficticio:
W (S ( text) H) R
W= writer, S= speaker, text = text, H= hearer, R= reader
The underline [sic] marks the communication context, which is fictional.
Este esquema de Adams es comparable a otro propuesto por Lanser (118). Sobre la necesidad de incluir al autor y lector textuales y reales en el esquema, véase 3.3 infra. Ya hemos señalado que Bal los suprime precipitadamente en su formulación. En Adams encontramos una versión más moderada, pero también insuficiente. Las denominaciones speaker y hearer se refieren a las instancias que nosotros llamamos narrador y narratario. En contra de lo que parece suponer Adams, el narrador puede ser además el autor (ficticio) de la versión escrita del texto (cf. 3.2.1.10 infra). Se observará que a pesar de marcar la diferencia ontológica entre la acepción real y la acepción ficticia del texto (con los dobles paréntesis).
Adams no tiene nombre para el objeto transmitido por el autor al lector; ello va unido al hecho de que no reconoce que exista una comunicación entre ellos; el único contexto comunicativo que reconoce es el ficticio. Pero esto es absurdo: hay una comunicación entre el autor y el lector que es la participación de ambos en la actividad literaria; el contexto comunicativo real está desdoblado en escritura, publicación y lectura, y el objeto transmitido es el libro. No hay, por tanto, un “desplazamiento” del autor y lector fuera del contexto comunicativo, para dejar sitio al narrador y narratario, como pretende Adams (14); lo que hay es una superposición lógica de los dos contextos comunicativos. La enunciación ficticia, de haberla, es solamente el paso obligado para llegar a la enunciación real. Observemos de paso que a pesar de tratarse de un elemento ficticio, no por ello deja de ser necesario para la caracterización óntica del texto (en contra de lo que afirma Martínez Bonati, 41-42): en los objetos semiológicos no tiene sentido separar a priori lo real de lo ficticio sin tener en cuenta su papel estructural.
Los niveles que hemos señalado en el esquema anterior no deben ser confundidos con los niveles de inserción narrativa ni con los niveles puramente ontológicos de ficcionalidad (una vez hecha abstracción de la codificación semiótica). Una diferencia ontológica existente entre algunos niveles es una simple diferencia de rango semiótico: un nivel es significado por otro; o, siendo codificado por medio de signos, constituye el nivel siguiente. Es lo que sucede con las relaciones entre acción, relato y texto ficticio. Pero esta diferencia está implícita en la noción misma de significación: en un signo, el significante está presente ante nosotros, existe para nosotros, de distinta manera que el significado. Ello no significa que estos distintos niveles no puedan pertenecer a un mismo mundo posible. Se trata aquí de una diferencia ontológica distinta. La diferencia entre el texto ficticio o el real, o entre el narrador ficticio y el autor textual, no es una simple diferencia de codificación: se trata de instancias pertenecientes a diversos mundos posibles: el mundo real y el mundo de ficción.

José Ángel García Landa, Acción, relato, discurso. Estructura de la ficción narrativa, Univ. de Salamanca, pp. 246-248.

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Autor (textual) y narrador, 8-03-2011.

 
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Publicado por en abril 19, 2011 en Materiales, Narratología

 

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Ironía platónica (Clay).

«Al leer a Platón, el desconcertante fenómeno de la ironía socrática crea problemas interpretativos. No podemos nunca estar seguros de que Platón hable en serio al aceptar la desestimación socrática de su propia sabiduría. Sócrates dice a Agatón, el brillante y victorioso trágico: «Mi sabiduría podría ser algo sin importancia y abierta a preguntas, como si fuera un sueño». El reto de alcanzar a Platón es más difícil que el de alcanzar al Sócrates de Platón. Si hay una ironía socrática en los diálogos platónicos, hay también una ironía platónica que está más allá de ella y que, cuando es examinada, empieza a parecer una máscara detrás de la máscara.
»La ironía platónica es doble. Si la ironía socrática brota de la apreciación de Sócrates de los límites del conocimiento humano y los límites de la filosofía misma, y si aparece como un fingido autodesprecio para aquellos que no comparten esta apreciación, la ironía platónica puede ser vista desde el punto de vista literario y desde el filosófico. Es literaria porque es la ironía dramática del poeta trágico, quien puede confiar en el conocimiento de su auditorio acerca de las rígidas e inmutables esquemas de su trama. Como hemos visto al contemplar la sombra de muerte que se proyecta sobre los diálogos platónicos [ver lo dicho en otra entrada sobre las prolepsis de la muerte de Sócrates en los diálogos], hay momentos en los que Sócrates y sus interlocutores no son plenamente conscientes de las implicaciones de sus palabras (ver I §4, «La sombra de muerte»). Los lectores de Platón son conscientes de la trama de la vida y muerte de Sócrates, no así el propio Sócrates. La pregunta de Sócrates a Glaucón en la República acerca del destino del prisionero que volviera a la caverna –«¿No lo condenarían a muerte?»– es el equivalente platónico a la promesa de Edipo, en el Edipo Rey de Sófocles, de que el descubrirá al asesino del rey Layo: «Lucharé por el hombre muerto como si fuera mi padre». Cuando dice estas palabras confiadas, Edipo no sabe que el hombre muerto era su padre o que él lo ha matado, y Sócrates no podía saber el perfil preciso de su propio destino en la caverna de Atenas. La diferencia entre la situación de Edipo y la de Sócrates es simplemente que la ignorancia de Edipo abarca al pasado, mientras que Sócrates es ignorante de su destino en la Atenas democrática.
»Siendo un resultado de la elección platónica de la forma de un diálogo dramático en el que él nunca aparece como un personaje y nunca habla él mismo, ya sea como actor o como autor, los problemas de interpretar una diálogo de Platón son en el fondo los problema de interpretar una tragedia de Sófocles o de Shakespeare. Platón habla a través de su diálogo como un todo, no a través de algún personaje individual. La elección de Platón de la forma de expresión filosófica que más se asemeja a la tragedia significa que no podemos ver a Sócrates como un «portavoz» de Platón –no más de lo que podemos tomar a al coro de una tragedia de Sófocles como portavoz de Sófocles. Tampoco (como argumentaré en III §8 «Magnesia») podemos ver en el Ateniense de las Leyes una máscara que tiene las características, apenas disimuladas, del propio Platón. Es sólo con Aristóteles y, después, con Cicerón que el autor de un diálogo se introduce a sí mismo como hablante en ese diálogo y que se arroga para sí una autoridad de la que Platón abjura».

Diskin Clay, Platonic questions. Dialogues with the Silent Philosopher, Pensilvania: The Pensilvania State UP, 2000, pp. 101-102 (II §3)

Anteriores post relacionados:
Autor (textual) y narrador, 8-03-2011.
Platón y Sócrates. El punto de vista del lector, 9-03-2011.
Prolepsis de la muerte de Sócrates, 21-03-2011.
Sócrates cómico, 24-03-2011.
Ironía retrospectiva (Halperin), 5-04-2011.

 

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Ironía retrospectiva (Halperin).

La forma composicional, elaborada y bizarramente compleja, del Banquete puede ser considerada en al menos dos maneras que no refieren directamente a las doctrinas filosóficas enunciadas en el diálogo. Primero, la elección platónica del marco histórico y su colocación de las distintas conversaciones separadas temporalmente unas de otras crea una ironía retrospectiva: al conceder al lector más conocimiento de lo que la vida les tiene reservado a los interlocutores que el que cualquiera de ellos posee en cualquier momento, Platón imparte a sus palabras un significado del que ellos mismos no son conscientes.

David M. Halperin, «Plato and the erotics of narrativity» (en: N. D. Smith (ed.), Plato. Critical assessments, vol. III, New York-London: Routledge, 1998), p. 246. Sub. mío.

PD:

Y además hay una ironía platónica que, en la visión reveladora retrospectiva del poeta trágico, nos hace darnos cuenta de que, incluso en su versión más lúcida, el Sócrates platónico no podría apreciar completamente el sentido de sus propias palabras y de que la pretensión socrática de ignorancia está en algún sentido justificada. Sócrates no acababa de entender a Sócrates.

Diskin Clay, Platonic questions. Dialogues with the Silent Philosopher, Pensilvania: The Pensilvania State UP, 2000, p. 76. Sub. mío.

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