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Archivo de la etiqueta: Aristófanes

La belleza de Agatón.

Puede parecer sorprendente, pero la índole de «bello» de Agatón obliga a explicitar ciertas decisiones hermenéuticas que ya hemos comentado al respecto de otros temas. En este caso, la decisión va de la mano del texto, de modo que los que no se atienen a esa índole sufren, a mi entender, una suerte de hipertrofia interpretativa. Me explico.
Resulta que de Agatón tenemos más testimonios que el que el propio Platón nos presenta aquí en el Banquete, y estos testimonios son de tal índole que pueden llegar a crear dudas sobre las continuas alusiones a la condición de kalós que se dan en el texto platónico. El otro testimonio extra-platónico es el de las Tesmoforias, comedia de Aristófanes, que presenta a Agatón como un poeta ridiculamente afeminado. Ridiculamente, para los «usos» de la época, claro (también quizá para los de la nuestra, pero eso no es el caso aquí). Estos «usos», según nos los describen tanto Dover (en su Greek Homosexuality) como Foucault (en el volumen II de su Historia de la sexualidad), van casi en paralelo de la pareja actividad-pasividad, de suerte que el reparto de roles da como resultado una pasividad «natural» (mujer), otra pasividad digamos «social» (el esclavo) y una actividad «natural» (el varón adulto). De este modo, los «efebos» quedan en un lugar dudoso: no son de por sí pasivos, pero tampoco son «aún» activos. Esta «zona borrosa» es la que da pie, según Foucault, a la producción discursiva sobre las costumbres del «éros». Se trata de «estilizar» una conducta que no es buena ni mala de por sí (cfr. el discurso de Pausanias). Con ello se establece un cierto código prático, conducente a no prolongar la condición pasiva del muchacho más allá de su abandono de la efebía y su consecuente ingreso en la «actividad política».
Pues bien, Aristófanes es uno de los más «encarnizados» defensores de este código, o al menos, eso parecen sugerir las continuas chanzas y burlas de los «homosexuales pasivos» en sus comedias. La figura de Agatón en las Tesmoforias es una de las más explícitas de este tono. En esa comedia, Eurípides quiere «infiltrar» a alguien (un varón) en la reunión de las Tesmoforias, donde las mújeres van a reunirse para decidir un castigo para el trágico a causa de su «maledicencia» hacia ellas. El primero en el que piensa es en Agatón, que es representado en la obra como un varón afeminado que viste como una mujer. Las referencias son explícitas y continuas, y Agatón parece aceptarlas. No voy a entrar a valorar si lo que Aristófanes hace en esta obra –y quizá en el resto de «comedias»– es burlarse de unos ciertos códigos, o si más bien la figura de Agatón y esos mismos códigos no apuntan a algo más profundo. Baste simplemente con señalar cómo al transportar la figura de una obra a otra, sin siquiera hacer una exégesis del sentido de esa figura en la una y en la otra, lo que ocurre es una desvirtuación y un desentendimiento del texto concreto.
Más allá de su función en la obra, es evidente que ciertos rasgos del Agatón cómico son transportables al platónico. El mismo Aristófanes en el Banquete (193b) alude a su condición de hombre-hombre, junto con Pausanias. Además, las «advertencias» que le dirige Alcibíades le sitúan como posible erómeno, es decir, «homosexual pasivo». Todo ello, unido a las contínuas alusiones a su «belleza», confirma las afirmaciones socráticas de que «éros persigue siempre lo bello». Agatón es un erómeno, por lo tanto, es kalós.
Esto, sin embargo, no debe empujarnos a adoptar de un modo literal la figura «cómica» de Agatón (como tampoco hacemos, por lo demás, con la de Sócrates). En efecto, aceptar este «testimonio» como «clave interpretativa», supondría suspender la «autonomía» del diálogo, donde se insiste, repetidamente, en la índole de kalós del trágico. En ningún momento se nos presenta al tragediógrafo con un aspecto ridículo; lo que sí que ocurre es que ya desde el principio se habla de su «belleza». Que esta condición no es baladí en la estructura dialógica puede verse en dos motivos. Primero, en que se está celebrando la victoria de Agatón, con lo que su «fama» y, por tanto, su «presencia» se encuentra acentuada. Pero además, segundo, sucede que su «discurso» se presenta como aquel discurso en donde la figura de «éros» asume una «positividad» incuestionable, es decir, aquel discurso en donde lo no-presente (lo «anterior») se presenta positivamente asumido. De esta suerte, su discurso es un discurso «sofístico» (el «decir débil» como tal), pero no –ni mucho menos– trivial. La futilidad del discurso de Agatón, en efecto, va de suyo para los que consideran la «belleza» de Agatón como un «mero adorno», o incluso «algo ridículo», es decir, para aquellos que asumen el punto de vista aristofánico de la figura de Agatón. Por el contrario, aquí asumiremos la autonomía del diálogo (repito: no entro a valorar la presencia de Agatón en las Tesmoforias, simplemente me limito a eludir la interpretación habitual), dando a Agatón el peso dialógico que tiene, tanto por su condición de «bello» como por su puesto en el devenir dialógico.

Anteriores post relacionados:
Autonomías dialógicas, 23-02-2011.

 

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El discurso de Aristófanes (περὶ τῶν ἐρωτικῶν λόγοι 4)

Después de «correr» su turno a causa del hipo (alteración por la que algunos explican la ausencia de discurso de Aristodemo), el «discurso» de Aristófanes se encuentra a su vez «prologado» por una burla del de Erixímaco, haciendo referencia al tratamiento del hipo por medio de la «categorización universal» empleada por el médico en su discurso. Frente a lo «ridículo» de ese modo de hablar, Aristófanes escogerá otro modo que exhiba explícitamente la ridiculez que ahí se trata: Aristófanes no teme decir cosas irrisorias (geloîa; de hecho, eso hace su «musa»,), pero sí cosas ridículas (katagélasta). Su manera de hablar será por medio del mûthos, es decir, por medio de aquel modo de decir que no puede ser asumido literalmente, que no puede ser tomado en serio. Con ello, sortea la aporía que desarrollaban los discursos anteriores, pero, a su vez, plantea nuevas consecuencias.
El mûthos aristofánico habla de la dýnamis de «Éros», al igual que el discurso de Erixímaco. Pero ahora el «éros», en vez de ser «lo más antiguo», expresará su «potencia» como un «querer volver a lo de antes». «Éros», en este nuevo modo de decir, sigue siendo «lo más antiguo», pero es «lo más antiguo» respecto de la «nueva naturaleza», y se caracteriza por una esencial tendencia a restaurar la anterior; es decir, el lenguaje «mítico» permite explicar la «anterioridad», precisamente porque puede sostenerla al no poder ser asumido de manera literal.
De este modo, el mûthos explica cómo era esa «antigua naturaleza del hombre»: cada hombre poseía dos sexos (con todas las combinaciones posibles: hombre-hombre, mujer-mujer, hombre-mujer) y tenía forma circular, 4 manos, 4 pies, 2 rostros, etc. Estos seres circulares se rebelaron contra los dioses, de modo que Zeus decidió castigarles partiéndoles por la mitad (no podían destruirles porque si lo hacían perderían los honores y sacrificios que les realizaban). El deseo de restituir su unidad perdida les hacía morir abrazados a su otra mitad, de modo que Zeus pergeñó otro «mecano» para que el abrazo les otorgase satisfacción y pudiesen volver a lo suyo: el «éros», que es así el (imposible) restaurador de la «antigua naturaleza», al intentar hacer uno de dos.
De este modo, de cada combinación sexual, el otro busca su contrapartida: los que eran un círculo andrógino, si eran la parte-hombre buscan una mujer, y viceversa si eran la otra parte; los que eran un círculo enteramente femenino, son mujeres que buscan mujeres; y los que eran un círculo hombre-hombre, son hombres que buscan hombres. Desde esta óptica, por lo tanto, no hay ya criba: ni por el lado de los distintos «éros», ni por el lado de las «costumbres». Por el lado de los «éros»: porque es obvio que si cada cual persigue la completitud de su «antigua naturaleza», no habrá un «éros» privilegiado frente a otro que sería «vulgar». Por el lado de las «costumbres»: porque no tiene ya razón de ser que se llame «desvergonzados» a los jóvenes que se entreguen con placer al «éros», dado que simplemente cumplen con su «antigua naturaleza». Ni siquiera tiene sentido, viniendo de la misma unidad, hablar en términos de «amante» y «amado»: todo aquel que fuera un círculo enteramente masculino será un paiderastés y un philerastés.
El mûthos de Aristófanes es así un discurso que exhibe el carácter nivelador del proceso iniciado con Fedro. Desde el momento en que se reconoce la universalidad de «éros», es imposible reconocerle determinaciones que particularicen su referencia. Pero esto se exhibe de un modo inadecuado, «mítico», hablando de un «tiempo anterior». Esta manera de hablar es inasumible literalmente: por ejemplo, los de antes fueron cortados, pero ¿y los de ahora? Ninguno de los participantes, de hecho, se hace cargo de este discurso (salvo de una pequeña parte que luego veremos, y, además, quien se hace cargo de ella no ha presenciado el discurso). La «aporía formal» del discurso aristofánico, pues, le permite desentenderse de la «aporía de contenido» que los anteriores llevaban consigo. El discurso de Aristófanes devora a los anteriores, de suerte que, como Erixímaco señala a continuación, «si no fueran Sócrates y Agatón expertos en las cosas de éros, me temería que estarían faltos de lógoi». Como veremos, el «discurso» de Agatón, en efecto, comienza por así decir «de cero», incluso contraviniendo el presupuesto básico de las anteriores intervenciones: la «antigüedad» de éros. Además, veremos que en ese discurso hay un «desplazamiento» de la noción de éros que quizá sólo sea sostenible tras la «nivelación» aristofánica.

Anteriores post relacionados:
Notas preliminares sobre el «elogio de Sócrates», 9-3-2011.
¿Qué es un «elogio»?, 10-3-2011.
Esquema de El Banquete, 14-3-2011.
El discurso de Fedro (περὶ τῶν ἐρωτικῶν λόγοι 1), 23-03-2011.
Eros mediador, poco mordedor, 30-03-2011.
El discurso de Pausanias (περὶ τῶν ἐρωτικῶν λόγοι 2), 1-04-2011.
El discurso de Erixímaco (περὶ τῶν ἐρωτικῶν λόγοι 3), 4-04-2011.
El discurso de Aristófanes, según Foucault, 5-04-2011.

 

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El discurso de Aristófanes, según Foucault.

Puede creerse que el discurso de Aristófanes en el Banquete es la excepción: al explicar la partición de los seres primitivos por la cólera de los dioses y su separación en dos mitades (machos y hembras, o ambas del mismo sexo, según que el individuo originario fuera andrógino o por entero masculino o femenino), parece ir más allá de los problemas del arte de cortejar. Plantea la cuestión de lo que es el amor en su principio y puede pasar por ser un abordaje ridículo –irónicamente colocado en boca de Aristófanes, viejo adversario de Sócrates– de las propias tesis de Platón. ¿No vemos ahí a los enamorados buscar su mitad perdida, al igual que las almas de Platón conservan el recuerdo y la nostalgia de lo que fue su patria? No obstante, para limitarnos a los elementos del discurso que conciernen al amor masculino, está claro que también Aristófanes tiende a contestar a la pregunta del consentimiento. Y lo que da la singularidad un poco escandalosa a su discurso y su ironía es que su respuesta es totalmente positiva. Más aún, con su relato mítico atropella al principio tan generalmente admitido de una disimetría de edades, de sentimientos, de comportamiento entre el amante y el amado. Establece entre ellos simetría e igualdad, ya que les hace nacer de la partición de un ser único; el mismo placer, el mismo deseo, llevan uno hacia el otro al erasto y al erómeno; por naturaleza, si es una mitad del macho, el muchacho amará a los hombres: encontrará «placer» en «dormir con los varones» y en «estar en sus brazos» (sympeplegmenoi). Y por ello, lejos de mostrar una naturaleza femenina, enseña que no es más que la «tésera» de un ser enteramente viril. Y Platón se divierte al hacer que Aristófanes regrese al reproche que, en sus comedias, había hecho con tanta frecuencia a los hombres políticos de Atenas: «terminada su formación, los individuos de esta clase son los únicos en revelarse hombres por sus aspiraciones políticas». En su juventud, se entregaron a los hombres porque buscaban su mitad hombre; por la misma razón, vueltos adultos, buscarán a los jóvenes. «Amar a los muchachos», «querer a los amantes» (ser paiderastês y philerastês), ahí están las dos vertientes del mismo ser. Aristófanes, a la cuestión tradicional del consentimiento, le da pues una respuesta directa, simple, enteramente positiva y que deroga al mismo tiempo el juego de las disimetrías que organizaba las complejas relaciones entre el hombre y el muchacho: toda la cuestión del amor y de la conducta a seguir se reduce entonces a encontrar la mitad perdida.

M. Foucault, Historia de la Sexualidad, Vol. 2: El uso de los placeres, Siglo XXI, pp.212-213.

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Eros mediador, poco mordedor, 30-03-2011.

 

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Eros mediador, poco mordedor.

Es una lástima que cuando uno considera estar cumpliendo –o al menos intentándolo– los principios hermenéuticos que cree más básicos e irrenunciables tenga que venir un Giovanni Reale a enmendarle la plana, tachándole de «ahistórico» e «irracional». Cito ahora, para que se me entienda, un texto del libro Eros, demonio mediador. El juego de las máscaras en el Banquete de Platón (Barcelona: Herder, 2004) de este autor, y ya luego trataré de contextualizar la crítica que se hace:

Es evidente, para el lector que no se obstine en negar de modo ahistórico e irracional la validez de la tradición indirecta y su irrenunciabilidad desde la perspectiva hermenéutica, que esta firme insistencia –por momentos incluso excesiva– en el «Dos» y el «Uno» no puede tener otra explicación filosófica sino con las remisiones alusivas (y en este caso emblemáticas) a los dos principios primeros y supremos.
[pág. 120, la negrita como subrayado en el libro]

Contextualizo: la cosa es que hay un cierto juego con el «dos» y el «uno» en un determinado momento del Banquete y eso quiere vincularlo Reale con las «doctrinas no escritas» de Platón, por medio de estas «razones» un tanto agresivas: si no aceptas lo mío, eres ahistórico e irracional. Peor que negar el principio de no contradicción, vamos.
Obviamente, la referencia a una especie de «doctrinas» que explicarían externamente (esta es la clave) los diálogos platónicos afecta a las reglas hermenéuticas de G. A. Press, que resumí en otro post, principalmente, al que a mi juicio es el supuesto más importante de esta línea de lectura: el de la autonomía dialógica. Según Reale, el «auténtico» acceso a los diálogos lo tendrían los «iniciados» platónicos, aquellos que hubieran accedido a los «misterios» de la Academia. Adopto un tono «sectario» no sólo porque la propia interpretación de Reale pretende tener un carácter de «escuela» (la de Tubinga-Milan, concretamente), autoproclamada además como «nuevo paradigma de lectura», sino también por ciertos razonamientos de Wieland al respecto de la diferencia entre «conocimiento» y «secta» referentes a asumir como «doctrinas» los enunciados de los textos científicos (cfr. su Platón und die Formen des Wissens) así como para tratar de apuntar a la raigambre helenística de las asunciones de Reale. Curiosamente, apela al sentido histórico del lector y a su «madurez hermenéutica» para justificar su lectura de los diálogos como meros «recordatorios» (con lo que, dicho sea de paso, se está haciendo una lectura del Fedro que no es un mero recordatorio), indicando que en la época que vivió Platón la textualidad no era el fenómeno primario. Nada que objetar, por supuesto, salvo que el razonamiento anterior, el del carácter «sectario» de los textos platónicos, parece corresponderse más con lo que ocurre de manera generalizada durante el helenismo, época textual donde las haya. De modo que no parece tan sencillo prescindir de la «textualidad» e ingresar en la mentalidad «oral».
Pero es que, además, tampoco podría uno encontrar apoyo para este «hermetismo» en un testimonio «interno», dialógico. Sé que no tienen por qué servir de ejemplo las situaciones producidas por la «pluma» platónica, pero a alguien podría ocurrírsele que sí. Bien, allí nos encontramos que el «tráfico» de lógoi sokratikoí es continuo: en el Fedón, el personaje homónimo cuenta en Fliunte, ante un grupo de ciudadanos de allí, lo que dijo Sócrates el día de su muerte, añadiendo además que el hacerlo le consuela de la pérdida (con lo que se nos da a entender que lo haría otras veces); en el Parménides, un grupo de clazomenios llega a Atenas para que alguien ya completamente desinteresado en ello les cuente (es a ellos, pero podría ser a cualquiera) las conversaciones entre Sócrates, Parménides y Zenón, todo ello, además, narrado por uno de ellos a un público indeterminado; en el Teeteto, tras una breve conversación sobre la situación del personaje homónimo, Terpsión le pide a Euclides que le cuente las conversaciones de aquel con Sócrates (los motivos son casi de mera curiosidad); en el Banquete, en fin, lo hemos visto (1, 2, 3), la cadena narrativa es amplia, repetitiva y nada selectiva (el auditorio de Apolodoro, por ejemplo, son unos «ricos» que éste desprecia). Ninguna de las «audiencias» aquí presentadas presupone una cierta «iniciación» previa, antes bien, casi todos es la primera vez que escuchan ese relato (es verdad que se presupone que conocen a Sócrates, pero no por ello hay que admitir ciertos «conocimientos previos»); no se trata de una «audencia» selecta, antes bien, parece que aquellos que lo demandan son satisfechos con el relato de las conversaciones. Pero, en fin, no creo que haya que tomar como modelo de la recepción del texto platónico a los personajes que aparecen en sus propios diálogos. Tampoco Reale lo hace, por lo demás. Su argumentación se dirige hacia el modo de «entender» los diálogos (que en cuanto texto literal son «leíbles» por cualquiera).

Entremos, pues, un poco más en la chicha. Porque el caso es que el texto citado de Reale habla de un cierto «juego» (así lo he llamado arriba) que se inserta dentro de su comentario del Banquete, en la parte relativa al discurso de Aristófanes. Su tesis es que en ese discurso Platón aprovecha para «adelantar» ciertas nociones esenciales de las «doctrinas no escritas», que luego se desarrollarán más en detalle (aunque también «alusivamente»¿?) en el tramo del discurso de Sócrates/Diotima. Creo que esta parte del libro de Reale adolece de «paranoía hermenéutica grave».
Aristófanes, en su discurso, retoma las distinciones anteriores que van desdoblando dualidades y las anula, expresándolas en términos míticos o «cósicos»: la dualidad de Pausanias, la de los dos «éros», es reconducida a la dualidad sexual (por composición: hombre-hombre, mujer-mujer, hombre-mujer), quitando la carga «normativa» que aparejaba el privilegio del «éros uranio» (en todos los casos, es «bello» corresponder al «amante»); la dualidad erastés-erómeno, desarrollada desde el comienzo, es «aplanada», diciendo que tanto el uno como el otro son paiderastés y phylerastés, en tanto que «partes» de lo «mismo». Huelga decir que las «alusiones» al «dos» son frecuentes, y pensadas como «ansia de unidad». Pero es que, desde el inicio del diálogo (y casi diría «desde el sentido común»), se nos dice que en el «éros» hay «dos» implicados. La «unidad» presupuesta por Aristófanes es fruto de la voluntad de «aplanamiento» que rige su discurso, obligando a «igualar» (e igualar es siempre igualar en un «uno») los dos términos. Las razones de esta «voluntad de aplanamiento» hay que buscarlas en el discurso anterior, el de Erixímaco, que termina pidiendo a Aristófanes que «complete» lo dicho en él. Con su relato, marcadamente «mitológico», Aristófanes sólo está poniendo de relieve la «ridiculez» implícita en los discursos como el de Erixímaco, que parecen (Sofista 242c) «contarnos mitos como a los niños». Pero volveremos sobre esto en otro post. Lo que me interesa resaltar es el acto «paranoico» (a mi juicio) de ver en la diferencia sexual –que por lo demás ha sido tematizada desde el comienzo de los discursos, ¡pues el tema no es otro que el «éros»!– alguna «alusiva» (pero, no obstante, «innegable», p. 120, un poco más abajo del texto citado) referencia a la «Diada» de las «doctrinas no escritas». Me parece que hay aquí un terrible exceso hermenéutico. Máxime si tenemos en cuenta que unas páginas más adelante (pp. 121-124) se nos va a decir que el «mensaje» de Aristófanes no es «suficiente» y que la «diada» platónica no puede pensarse a este «nivel físico-antropológico», como mera «suma de partes». O sea, que las «alusiones» eran tan alusivas (¡aunque innegables!) que en verdad no decían nada de los principios de las «doctrinas no escritas», más que, prácticamente, el nombrarlos. ¡Pero nombrar esos «principios» no es más, en este texto, que decir «uno» y «dos»! Con ello y exagerando un poco, Reale parece asumir que el numeral «uno» y el numeral «dos» son términos técnicos en Platón, cosa que sería completamente descabellada (sólo hay que imaginar los diferentes contextos en que esos términos pueden aparecer).
Con este panorama, cualquiera que haya leido en las «observaciones introductorias» (capítulo 1) las palabras dedicadas al discurso aristofánico, no podrá menos que decepcionarse ante el carácter minimalista (tentado estoy de decir, «nominal») de las «alusiones» que allí se esgrimen. Éste es el texto de la introducción:

Por lo tanto, para aludir a tales doctrinas [e.e., las no escritas] y comunicarlas exclusivamente a las escasas personas capaces de recibirlas, se necesitaba una «máscara» que supiera transmitir mensajes disfrazados en grado sumo.
La máscara elegida por Platón es, en todos los sentidos, realmente soberbia. [sub. mío]
En efecto, para comunicar su doctrina del Eros como nostalgia del Uno [sub. Reale] (a la que más adelante atenderemos), el filósofo introdujo la máscara del gran comediógrafo, que le permitía aludir con bellísimas imágenes de comedia [sub. mío] a aquellas cosas supremas que reservaba para las «doctrinas no escritas», y que en esta obra presenta, por primera vez, ampliamente, pero de forma velada y transversal.
[pp. 36-37]

Y hablo con conocimiento de causa. La decepción que provoca este texto después de leer el minimalismo alusivo al que se reduce al final el discurso de Aristófanes, es una experiencia que un servidor ha padecido hoy. Páthei máthos.
En fin, espero que el «libraco» donde más en detalle y con visión de conjunto se defiende este «nuevo paradigma» de lectura (me refiero al Por una nueva interpretación de Platón, ¡de 931 páginas!) tenga más fundamentos que estas alusiones mínimas. Ya le he echado una ojeada –índices y algun capítulito por encima– y promete, aunque también prometía el texto antes citado. Veremos.

Anteriores post relacionados:
Autonomías dialógicas (y decires socráticos, 6), 23-02-2011.
Platón y Sócrates. El punto de vista del lector, 9-03-2011.
Esquema de El Banquete, 14-03-2011.
El discurso de Fedro (περὶ τῶν ἐρωτικῶν λόγοι 1), 23-03-2011.

 

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