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Los cuatro diálogos allodiegéticos (tipología dialógica, 3)

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Hay por lo menos cuatro diálogos enmarcados allodiegéticos: el Fedón, el Banquete, el Parménides y el Teeteto[1]. Los tres primeros, en efecto, reproducen un diálogo en donde con más o menos mediaciones se llega a presentar la narración de algún diálogo socrático memorable: el encuentro con Parménides y Zenón, la asistencia al banquete organizado a causa del éxito de una tragedia de Agatón o la conversación con sus amigos en el día de su muerte. Los rasgos de “lejanía” del nivel dialógico primario, a su vez, se repiten[2]. En el Fedón, la acción se sitúa en Fliunte en una fecha indeterminada posterior a la muerte de Sócrates (Fedón estuvo “allí”, “el día aquel”)[3]. En el Banquete, la complejidad narrativa es enorme, pero el nivel dialógico primario presenta un diálogo en Atenas entre Apolodoro y un amigo anónimo (y otros más, pues les habla en plural) donde se narrará lo que sucedió “hace muchos años”, cuando Apolodoro era aún joven[4]. A su vez, el Parménides pone en escena, en el nivel dialógico primario, un “diálogo” en un tiempo indeterminado y una localización indeterminada entre Céfalo y un interlocutor anónimo mudo, donde aquel narra su presencia en Atenas para escuchar el relato de las conversaciones entre un “muy joven” Sócrates y un “muy anciano” Parménides contado por alguien que la escuchó “hace ya tiempo”, cuando era joven[5]. El cuarto diálogo, el Teeteto, presenta una peculiaridad formal: en él no se produce propiamente una narración global, sino la lectura de un diálogo escrito por uno de los personajes del diálogo-marco. Por tanto, en él hay un diálogo incrustado en otro diálogo, sin que medie el recurso a la narración[6]. Los rasgos de “lejanía”, sin embargo, son similares: el diálogo-prólogo, que actúa como marco espacio-temporal de recepción del diálogo leído, se sitúa en Megara, ante la inminencia del fallecimiento de un maduro Teeteto, del cual se transmite una conversación que tuvo durante su adolescencia con Sócrates en Atenas un poco antes de la muerte de éste[7]. Baste de momento esta similaridad para aproximarlo a los otros tres.

Notas:

[1] Véase K. A. Morgan, “Plato”, en Narrators, Narratees, and Narratives in Ancient Greek Literature. Studies in Ancient Greek Narrative, Volume One, I. J. F. de Jong, R. Nünlist & A. Bowie (eds.), Leiden-Boston, 2004, p. 364;. También W. A. Johnson, “Dramatic frame and philosophic idea in Plato”, AJPh 119:4, 1998, p. 577.

[2] D. Clay (“Plato’s first words”, en Beginnings in classical literature, F. M. Dunn & Th. Cole (eds.), Cambridge, 1992, p. 115) señala cómo en este grupo de diálogos (Fedón, Banquete, Teeteto y Parménides) los comienzos no parecen “ajustarse” al diálogo que introducen.

[3] Fedón 57a.

[4] Banquete 173a.

[5] Parménides 126c.

[6] El Teeteto, evidentemente, plantea otra serie de problemas formales en los que no puedo entrar aquí. El que más tocaría a los párrafos precedentes sería el de si su diálogo-prólogo se extiende o no al Sofista y al Político, problema importante para la clasificación propuesta pues situaría a esos dos diálogos dentro de la categoría de los enmarcados allodiegéticos (de ahí el “por lo menos cuatro” de más arriba) o, por el contrario, en la de los no enmarcados. No obstante su importancia clasificatoria, esta cuestión no exime de la tarea de interpretar cada diálogo autónomamente; esto me permite obviar aquí este problema, dada la extensión del mismo. Sólo señalaré que los diferentes grados de “actividad” del personaje llamado “Joven Sócrates” en los tres diálogos apunta a la continuidad entre ellos, pues, dado su carácter “mudo” en el Teeteto, no sería necesaria la mención de su presencia (147c-d), si este diálogo fuera completamente independiente. Además, las remisiones interdialógicas explícitas que se producen entre esos diálogos, parecen apuntar a su continuidad. Véase M. Migliori, , Dialettica e Veritá. Commentario filosofico al “Parmenide” di Platone, Milano, 2000, pp. 206-211.

[7] Teeteto 143c.

picabia los enamorados

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Eleatismo y sofística

«Lo verdadero es lo que es, y lo falso lo que no es. Por tanto, nada es falso o, mejor dicho, lo falso es (la) nada. Esto es cierto en el sentido de que Meleto ha basado su causa en nada (la supuesta e inexistente «impiedad» de Sócrates), pero por eso mismo pone a Sócrates en serias dificultades, porque esa «nada» en la que Meleto basa su causa, en lugar de ser una simple nada, es una nada que ha adquirido cuerpo y consistencia en boca de los sofistas, en la pluma de los poetas y en la mente de los atenienses. ¿Cómo luchar contra la nada? ¿Cómo defenderse de nada? En los términos recién expuestos, parece que lo más lógico sería tomar el partido del ser, es decir, de lo verdadero, para protegerse de la insidiosa falsedad, y aferrarse a las sentencias de Parménides para así distanciarse de estos heraclíteos enmascarados que son los sofistas, como si la partida entre el filósofo y el sofista fuese un combate entre el ser y la nada. (…) La razón por la cual no es posible tomar simplemente «el camino de Parménides» para vencer al sofista es que hay una secreta alianza entre los postulados de Parménides («si lo uno es…» / «si lo uno no es…») y los de la sofística. (…)
»(…) La alternativa entre el ser y el no-ser parece, como las preguntas de los sofistas, una alternativa sin escapatoria. Y ya en la segunda parte descubrimos qué significa eso de «sin escapatoria», condensándolo en una fórmula: allí donde sólo hay un sentido posible, el recto, el único, allí no hay sentido alguno, ni, por tanto, escapatoria, el pensamiento se ve conducido al más humillante de los fracasos. Sólo hay sentido, y por tanto escapatoria, allí donde hay más de un sentido posible, allí donde es posible desviarse de la línea recta para, como diría Aristóteles, descifrar el enigma, allí donde es posible desviarse hacia el otro (cualquiera) para llegar a sí mismo, allí donde es posible el diálogo. (…)
»La «secreta alianza» entre el eleatismo y la sofística consiste, justamente, en esto: el sofista ­sabe que el filósofo, amante de la sabiduría, está obligado a respetar (como una regla sagrada, es decir, implícita) la posición de Parménides, padre de la filosofía y creador de la dialéctica, y que por tanto no puede negarse a seguir «el camino de la verdad», el camino del ser, ese camino en cuyo cartel indicador se lee «el ser es», o sea, «ser» significa presencia plena (porque negarse a tomar ese camino sería, ni más ni menos, tomar el camino del «no-ser», un camino que, según indica Parménides en su Poema, no conduce a parte alguna y es completamente intransitable). Y el sofista sabe también que cuando, enfrentado a esa aparente alternativa, el filósofo escoja el camino de la verdad (o sea, el del ser como presencia plena), estará perdido, pues desembocará necesariamente en la imposibilidad del discurso predicativo (ya que añadir un predicado al sujeto es reconocer que el ser no es presencia plena, que las cosas son otra cosa además de su presencia plena; decir «S es P», allí donde «es» no puede ser sustituido por el signo “=”, es reconocer que S no es sólo ni plenamente S), o sea en la contradicción, y se verá por tanto obligado a dar la palabra y la razón (el lógos) a su adversario, quedando maniatado por el lazo que le tiende la pregunta sofística.
(…)
»Luego, entonces, no es cierto que ese lugar tan difícil en donde el sofista se encuentra agazapado y en donde se siente a salvo de toda posible «captura» sea el «no-ser» en absoluto, la pura y simple nada; al contrario, en donde el sofista se encuentra agazapado es entre el ser (en forma absoluta) y el no ser (en forma absoluta); y si está seguro de que hasta allí no puede seguirle el filósofo es porque confía en que el filósofo no atentará contra Parménides afirmando que hay algún término entre el ser y el no-ser. Así pues, para cazar al sofista es preciso colonizar ese territorio intermedio, aunque para ello haya que «desobedecer a Parménides». Por eso es tan importante para Platón (en el Teeteto y en el Sofista, es decir, cuando ya conoce la acusación que contra él ha lanzado Meleto) probar que a un sujeto no se le pueden aplicar cualesquiera predicados (sin exigirse para que sean verdaderos más requisito que el que sean «votados por la mayoría»), que no puede valer igual el predicado que afirma que Sócrates es impío (S es no P) que el predicado que afirma que es piadoso (S es P), precisamente porque Sócrates es algo y no más bien nada. Y también por eso es importante saber qué significa ser cuando se toma en serio el «es» de «S es P», y discernir esos usos de las «bromas» de los sofistas y malos poetas. Así que la única manera de evitar que el sofista «pesque» al filósofo y de dar la vuelta a la caza (que sea el filósofo quien «pesque» al sofista) consistirá en probar que «ser» no significa únicamente «presencia plena» (aunque ese sea su significado «primero»). (…)
»Para ello será preciso alejarse de la alternativa planteada por Parménides (porque los sofistas se las han arreglado para manejar el enigma parmenídeo de un modo que resulta absolutamente conveniente para su estrategia de formular preguntas «sin escapatoria»), y ese alejamiento sólo puede consistir en reconocer que, como tantas veces dirá Aristóteles, «el ser se dice de muchas maneras», o sea que el «es» del «S es P» no tiene un solo sentido; pues reconocer eso es el único modo de conseguir que haya, para Sócrates, alguna escapatoria, por mucho que esa escapatoria le llegue –como la filosofía misma- demasiado tarde, cuando ya ha muerto condenado por el tribunal y Platón escribe un libro sobre él».

J. L. Pardo, La regla del juego, pp. 490-496.

Anteriores post relacionados:
La “teoría de las ideas” y la mímesis de la esencia, 15-07-2012.

 

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Parménides y los males de Occidente

Hace ya algún tiempo adquirí la edición de Akal del Poema de Parménides, a cargo de Joaquín Llansó. Una edición bilingüe y muy extensamente comentada (sus Notas a la traducción van desde la página 47 a la 207) que hacía merecer la pena la inversión (tengo ya la también bilingüe de Agustín García Calvo, que se encuentra en sus Lecturas presocráticas, I). En fin, comienzo hojeando la introducción de Llansó, tratando de seguirle en sus derroteros, por medio de referencias a Dilthey, Gadamer, Heidegger y, sobre todo, Severino, y, en fin, pienso que el editor-traductor quiere realizar una presentación de la importancia y profundidad del poema, etc. Sin embargo, cuando me dirijo a las notas y leo lo siguiente, no puedo evitar un cierto sonrojo por el «idealismo interpretativo» que se desprende de estas palabras, por no hablar del reduccionismo con apariencia de grandilocuencia que se esconde tras ellas:

«La errónea interpretación del pensar parmenídeo ha tenido y tiene todavía para la humanidad consecuencias que bien pueden considerarse, aún, imprevisibles». (p. 50)

Creo que era Nietzsche el que hablaba del «defecto profesional» inherente a los filósofos, que creen que lo suyo es lo más importante y, por tanto, tienden a explicar todo lo que ocurre reduciéndolo a una especie de historia de ideas. En este caso, se ve claramente que el traductor-editor considera que la entera historia de Occidente reposa en algo así como en un mal acto hermenéutico. Acabáramos. Además, el hecho de que las consecuencias de este misunderstanding sean «imprevisibles» asegura que cualquier cosa que suceda pueda ser reducida a «consecuencia» de ese funesto acto fundacional y «confirme» así la teoría desarrollada. Era también Nietzsche el que hablaba de la «historia de un error», pero desde luego ese «error» no lo hacía depender de una mala interpretación de un poema de la Grecia arcaica.
Para más inri, el mismo traductor-editor, luego de remitirse a la Essenza del nichilismo de E. Severino como «uno de los ensayos, a mi juicio, más importantes publicados en las últimas decadas», nos aclara, además, que en esta traducción-edición se desvela el sentido original y originario, el Sentido, digamos, del Poema.

«No obstante, esto no significa que la traducción que aquí se propone fuerce el texto original, sino que, obviando todos los prejuicios ya irremediablemente interiorizados en nosotros por nuestra cultura cristiana [obsérvese que la irremediabilidad es, sin embargo, «obviada»] –lo que no es, desde luego, tarea fácil [no lo es, pero él lo ha hecho]–, se atiene justa y estrictamente a él, pensando los términos empleados y su sentido en el modo en que, de acuerdo con la época en la que vive Parménides, que no es otra que la época arcaica de Grecia, fueron en efecto pensados». (p. 51)

«Obviando» lo comentado entre corchetes, esta declaración de intenciones tiene su aquel, aun cuando me resulte muy dudoso el que alguien pretenda «atenerse» estrictamente a un texto, como si los demás pasaran por alto la mismísima «letra» en aras de imponer su prejuicios suponiendo un «espíritu» extraño a la propia materialidad del texto. Yo mismo he usado a veces ese modo de hablar, pero me temo que esa pareja conceptual (letra/espíritu) acaba convirtiendo la «letra» en el buen «espíritu» y el «espíritu» en una falsa «letra». Asimismo, me parece también una expresión poco feliz eso de pensar los términos tal y como los pensó la Grecia arcaica. Pero, en fin, en cualquier caso, una empresa así, de «restitución» de sentido, parece cosa digna de intentarse, aunque debería pensarse siempre como algo provisional: pues, en efecto, no hay –ni hubo– ese sentido «original», lo que tenemos entre manos es un entrecruce de lecturas, una pluralidad de anclajes, cuya mayor o menor efectividad se demuestra en su capacidad de exprimir el texto, de insertarlo en una red hermenéutica más amplia, de hacerle «decir» algo distinto; siempre y cuando tengamos claro el principio de que, aunque las interpretaciones sean infinitas, ello no quiere decir que cualquier cosa sea una interpretación. Y es que, además, intentar restituir el sentido del texto, si se quiere, su contexto receptivo propio, es una tarea que, ciertamente, requiere en particular el Poema del que aquí se trata, del cual es hermenéuticamente dudable hasta la corrección de la aplicación de la palabra «poema». Por tanto, es una cauta metodología, que busca evitar el anacronismo, esta de la restitución, aun cuando deba entenderse como tentativa. Pero resulta que, a renglón seguido, el traductor-editor y hasta ahora hermeneuta pega un volantazo a su discurso: de citar a Gadamer, como comenté, en la Introducción (recordemos su «una interpretación definitiva parece ser una contradicción en sí misma») pasa a declarar que la cosa consiste en aceptar lo que él dice o tener «prejuicios cristianos» (cosa que a nadie le gusta, indudablemente). Leámosle:

«Si esto no resulta para muchos, no ya obvio [«como es», parece decir], sino ni tan siquiera mínimamente correcto, hasta el punto de que se piense que la traducción propuesta, ante todo de determinados y decisivos versos, es errónea –lo que puede ocurrir sin duda–, ello no se debe en realidad más que a aquellos prejuicios, los cuales, como se ha indicado, constituyen ya hoy para nosotros algo más que eso: constituyen, en efecto, el modo mismo de nuestra subjetividad». (p. 51)

O sea, que si piensas que la traducción es incorrecta (ojo, no la interpretación, sino la traducción) entonces es que estás imbuido del mismo «mal» que aqueja Occidente desde el albor de los tiempos, cuando se hizo la funesta interpretación errada del poema. De este modo, la teorización acerca del misunderstanding fundacional adquiere una función de legitimación del trabajo teórico de traducción e, incluso, de descalificación todo aquel que ose poner en duda los resultados de ese esfuerzo; la interpretación general que preside la edición, por lo tanto, actúa como un gigantesco marco retórico que envuelve y protege de toda crítica la traducción propuesta. Nadie puede dudar de ella sin ser tildado de prejuicioso, cristiano, metafísico y nihilista. No sé si nos encontramos aquí con un extraño argumento ad hominem o si más bien habría que usar una nueva categorización, como argumento ad adversarium, dado que se asegura que cualquier rival de su traducción quede inmediatamente descalificado como posible crítico de la misma. En todo caso, un texto así no podría leerse, dado que leer es anticipar, averiguar, corregir, cribar, preguntar, acciones a todas luces prohibidas por el envestimiento casi sacro que se ha dado al texto. Cualquier variación con respecto a su Sentido Originario nos catapultaría al continuo Occidente-Nihilismo-Cristianismo. A no ser, claro está, que se entienda por leer algo así como un acceso «intuitivo» al Sentido, la Revelación de la Verdad o alguna otra actividad mística que linda con lo perceptivo y que deja de lado lo conceptual; o como estudio y «custodia» del texto, su memorización y repetición continuas. Pero si fuera así, ¿por qué hablar de interpretación, aunque sea «la» interpretación? Un texto revelado o revelador no necesita de intérpretes, sino de sacerdotes. La crisis del cristianismo va a una con el surgimiento de su tradición hermenéutica que, si bien mantiene todavía un único sentido al que referirse (el «espíritu»), éste no es ya más que un polo orientativo y el intérprete produce una variedad de «espíritus» que hacen dudoso ese sentido recto que habría en la «letra». Y es que, en efecto, una interpretación definitiva es una contradicción en sí misma.
Dicho sea de paso, menciono todo esto sin haberme asomado aún a la traducción, cuyo valor hay que pensar como independiente de los artificios retórico-argumentativos que se usen en la introducción y las notas, claro. No se diga de mí que soy cristiano, nihilista y metafísico. Es lo que me faltaba.

 

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Dialettica e Verità

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Un nuevo juguete que me ha traído la biblioteca de la UCM a modo de regalo de reyes.

 

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El Teeteto y el Parménides (pecios de artículo)

En el Teeteto, bajo el juego de incrustación dialógica que allí se produce, se ofrece también una perspectiva global sobre el joven Teeteto que luego será examinado por Sócrates. En el diálogo introductorio, entre Euclides y Terpsión, se cuenta la situación terminal de un Teeteto ya adulto y que, cumpliendo con lo que Sócrates dijo de él, ha llegado a ser un kalós kaí agathós. Esta profecía socrática, realizada tras el examen mayéutico y que puede darse por cumplida, dado el inminente fallecimiento de Teeteto, confiere también al diálogo que Euclides y Terpsión escuchan una perspectiva de paideía, por cuanto nos ofrece la posibilidad de presenciar un “potencial” en el que se adivina su cumplimiento. En el Parménides sucede lo mismo, con la gran salvedad de que la figura potencial que se nos ofrece es la del mismísimo Sócrates, el cual queda así desplazado de su rol habitual de interrogador mayéutico para ocupar el de joven encinto.

Anteriores post relacionados:
Diferimiento temporal en el Parménides (restos de artículo), 07-11-2011.
Acercamientos historiográficos a la estructura narrativa del Parménides (retales de artículo), 07-01-2012.

 

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