«Los mitos de fundación del sacrificio son muy precisos en este aspecto. Exponen a plena luz las significaciones teológicas del ritual. El Titán Prometeo, hijo de Japeto, instituyó el primer sacrificio, fijando así para siempre el modelo al cual se ciñeron los hombres para honrar a los dioses. El episodio sucedió en un tiempo en el que dioses y hombres aún no estaban separados: vivían juntos, festejando en las mismas mesas, compartiendo la misma felicidad, lejos de todos los males, ignorando los humanos, en ese entonces, la necesidad de trabajar, las enfermedades, la vejez, las fatigas, la muerte y la especie femenina. Habiendo sido Zeus promovido a la dignidad de rey del cielo, y habiendo procedido a un justo reparto de honores y funciones entre los dioses, llega el momento en que es preciso hacer lo mismo entre dioses y hombres, y delimitar exactamente el género de vida propio de cada una de ambas razas. Prometeo es encargado de la operación. Delante de dioses y hombres reunidos, presenta, sacrifica y descuartiza un gran buey. Divide en dos partes los pedazos obtenidos. La frontera que debe separar a dioses y hombres sigue la línea divisoria entre lo que unos y otros se apropiarán del animal inmolado. El sacrificio aparece así como el acto que ha consagrado, al efectuarse por primera vez, la segregación de las condiciones divina y humana. Pero Prometeo, en rebelión contra el rey de los dioses, quiere engañarlo en beneficio de los hombres. Cada una de las dos partes preparadas por el Titań es un ardid, una trampa. La primera, disfrazada bajo un poco de apetecible grasa, no contiene más que los huesos mondos; la segunda, bajo la piel y el estómago, de aspecto repugnante, esconde todo lo que hay de comestible en el animal. A tal señor, tal honor: Zeus, en nombre de los dioses, es el primero en elegir. Ha comprendido la trampa, y si finge caer en ella es para afinar mejor su venganza. Opta, pues, por la porción exteriormente apetitosa, la que disimula bajo una fina capa de grasa los huesos incomibles. Ésta es la razón por la cual, sobre los perfumados altares de sacrificio, los hombres queman para los dioses los huesos blancos de la víctima cuyas carnes van a repartirse. Guardan para ellos la porción que Zeus no retuvo: la de la carne. Prometeo se figuraba que, destinándola a los humanos, les reservaba la mejor parte. Pero, pese a su astucia, no sospechó que les hacía un regalo envenenado. Al comer la carne, los humanos firmarán su sentencia de muerte. Dominados por la ley del vientre, se comportarán en adelante como todos los animales que pueblan la tierra, las olas o el aire. Si sienten placer en devorar la carne de un animal al que la vida ha abandonado, si tienen una imperiosa necesidad de alimentos, es porque su hambre, jamás aplacada es siempre renovada, es la marca de una criatura cuyas fuerzas se gastan y se agotan poco a poco, que está condenada a la fatiga, al envejecimiento y a la muerte. Contentándose con el humo de los huesos, viviendo de olores y de perfumes, los dioses testimonian su pertenencia a una raza cuya naturaleza es totalmente distinta de la humana. Son los Inmortales, siempre vivos, eternamente jóvenes, cuyo ser no tiene nada perecedero y que no mantienen contacto alguno con el ámbito de lo corruptible.
»Pero en su cólera, Zeus no pone límites a su venganza. Antes de hacer de tierra y de agua a la primera mujer, Pandora, que introducirá entre los hombres todas las miserias que ellos no conocían anteriormente –el nacimiento por gestación, las fatigas, el duro trabajo, las enfermedades, la vejez y la muerte– decide, para hacer pagar al Titán su parcialidad a favor de los humanos, no concederles la alegría del fuego celeste del que disponían hasta ese momento. Privados del fuego, ¿deberán los hombres devorar la carne cruda, como las bestias? Prometeo roba entonces, en el hueco de una férula, una chispa, una simiente de fuego que lleva a la tierra. A falta del estallido del rayo, los hombres dispondrán de un fuego técnico, más frágil y mortal, que será necesario conservar, preservar y nutrir, alimentándolo sin cesar para que no se extinga. Este segundo fuego, derivado, artificial en comparación con el fuego celeste, distingue a los hombres de las bestias porque cuecen el alimento, y los instala en la vida civilizada. De todos los animales, sólo los humanos comparten con los dioses la posesión del fuego. Éste es también lo que los une a lo divino al elevarse hasta el cielo desde los altares donde se enciende. Pero este fuego, celeste por su origen y su destino, es también, por su ardor devorante, perecedero como las otras criaturas vivientes sometidas a la necesidad de alimentarse. La frontera entre dioses y hombres es a la vez atravesada por el fuego sacrificial que une los unos a los otros, y subrayada por el contraste entre el fuego celeste, en manos de Zeus, y aquel que el robo de Prometeo ha puesto a disposición de los hombres. La función del fuego sacrificial consiste, por otra parte, en distinguir en la víctima la parte de los dioses, totalmente consumida, y la de los hombres, cocida lo justo como para no ser devorada cruda. Esta relación ambigua entre los hombres y los dioses en el sacrificio alimentario, se repite en una relación igualmente equívoca de los hombres con los animales. Unos y otros tienen necesidad de comer para vivir, ya sean sus alimentos vegetales o carnes, y también comparten su condición de seres perecederos. Pero los hombres son los únicos que ingieren sus alimentos cocidos, según las reglas, y después de haber ofrecido a los dioses, para honrarlos, la vida del animal que les está dedicada, con los huesos. Si los granos de cebada, esparcidos sobre la cabeza de la víctima y sobre el altar, están asociados al sacrificio sangriento, se debe a que los cereales, alimento específicamente humano, implican el trabajo agrícola. Representan por ello, a los ojos de los griegos, el modelo de las plantas cultivadas, que a su vez simbolizan la vida civilizada, en contraste con la existencia salvaje. Triplemente cocidas (por una cocción interna que favorece la labranza, por la acción del sol y por la mano del hombre que las convierte en pan), esas plantas se asimilan a las víctimas sacrificiales, animales domésticos cuya carne debe ser ritualmente asada o hervida antes de su ingestión.
»En el mito prometeico, el sacrificio aparece como el resultado de la rebelión del Titán contra Zeus en el momento en que hombres y dioses deben separar y fijar su suerte respectiva. La moraleja del relato es que no se debe esperar embaucar el espíritu soberano de los dioses. Prometeo lo ha intentado, y los hombres deben pagar las consecuencias de su fracaso. Sacrificar es, pues, al conmemorar la aventura del Titán fundador del rito, aceptar la lección que de aquélla se desprende; es reconocer que a través del cumplimiento del sacrificio y de todo lo que éste ha entrañado para el hombre –el fuego prometeico, la necesidad del trabajo, la mujer y el matrimonio para tener hijos, los sufrimientos, la vejez y la muerte–, Zeus ha situado a los hombres en el lugar en que deben mantenerse: entre las bestias y los dioses. Sacrificando, el hombre se somete a la voluntad de Zeus, que ha hecho de los mortales y de los inmortales dos razas distintas y separadas. La comunicación con lo divino se instituye en el curso de una ceremonia de fiesta, de una comida que recuerda que la antigua simbiosis ha terminado: dioses y hombres ya no viven juntos, ya no comen en las mismas mesas. No se podría sacrificar siguiendo el modelo que Prometeo ha establecido y pretender, a la vez, de cualquier manera que sea, igualarse a los dioses. en el mismo rito que tiende a unir a los dioses y a los hombres, el sacrificio consagra la distancia infranqueable que en adelante los separará».
J. P. Vernant, Mito y religión en la Grecia antigua, pp. 56-60
Anteriores post relacionados:
–Importancia del sacrificio (el sacrificio en Grecia, 1), 30-11-2012.