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Artículo: «Los hombres de la edad de hierro. Antropología de la Grecia arcaica»

Me publican la ponencia que presenté en el LV Congreso de Filosofía Joven retocada como artículo en la revista Pensamiento al margen.

Web: aquí

Descargar el artículo en pdf: Lucas Díaz López, «Los hombres de la edad de hierro. Antropología de la Grecia arcaica»

Resumen: El presente artículo es una interpretación de la concepción antropológica que se desprende de los textos de Hesiodo. El mito de las edades, así como los pasajes referentes a las astucias de Prometeo, ofrecen una serie de oposiciones en las que se delimita la figura específica de los mortales y se le imponen unos límites estrictos. La dimensión religiosa se revela esencial para la comprensión hesiódica de la humanidad «actual». Pero no solo: como vamos a ver, estos mismos límites antropológicos van a constituir una base común de pensamiento de la Grecia arcaica y, en ese sentido, van a dar la pauta para las construcciones conceptuales de la tragedia clásica e, incluso, de los principales representantes del pensamiento filosófico, como Platón o Aristóteles.

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Ponencia «Los hombres de la edad de hierro. Antropología de la Grecia arcaica»

Subo por aquí la ponencia leída el 17 de mayor de 2018 en el LV Congreso de Filosofía Joven («Sujetos, fracturas y nuevos sistemas de representación»), celebrado en la Universidad de Murcia (ver programa).

Dejo por aquí la versión en pdf: «Los hombres de la edad de hierro. Antropología de la Grecia arcaica»

***

Buenos días.

El título de esta ponencia es “los hombres de la edad de hierro” en referencia, como veremos y muchos de vosotros habréis deducido, al mito hesiódico de las razas. Los hombres de la edad de hierro somos “nosotros”, es decir, los griegos a los que va dirigido el discurso hesiódico. En este sentido, el subtítulo de la ponencia, “antropología de la Grecia arcaica”, indica la perspectiva con la que se va a asumir la lectura de ese pasaje y otros de Hesíodo. Se trata de determinar los rasgos principales del pensamiento antropológico de la Grecia arcaica, que servirá de base, como espero mostrar al final de la ponencia, para las especulaciones más célebres de la época clásica.

Una indicación previa que puede ayudar a esclarecer el pasaje hesiódico que voy a analizar, a la vez que servirá para apreciar la continuidad de las reflexiones allí expuestas. Ya en Homero hay una consideración antropológica de primer orden que, sin embargo, por la índole “épica” (en sentido actual) de su discurso suele pasarse por alto en la lectura. Se trata de la diferencia, explicitada en diferentes ocasiones, entre “los hombres de hoy” y “los hombres de entonces”[1]. Digamos, entre la audiencia del poeta (incluyendo al poeta mismo: “nosotros”) y los héroes que protagonizan su relato. Esta diferencia se juega en diferentes niveles, desde la exuberancia física (los héroes son capaces de levantar piedras de un modo impensable para los humanos de “hoy”, por ejemplo) hasta sus privilegiadas relaciones con la dimensión de lo divino[2]. Este último aspecto me parece esencial y, como vamos a ver, va a reaparecer en el texto hesiódico: la relación entre la variación antropológica y la diferente “religiosidad”. Si bien los héroes de la Ilíada o la Odisea se encuentran sometidos al régimen religioso del sacrificio (en este sentido se puede decir de ellos ya que “no comen en la mesa de los dioses”)[3], sin embargo, su relación con lo divino es más íntima de lo que soñaría cualquier oyente de los poemas homéricos. Su superioridad antropológica se expresa así en su proximidad a los dioses. Puede resumirse esta situación en los parentescos divinos de los héroes y demás afinidades que demuestran los dioses hacia ellos. Por así decir, Odiseo no necesita ejecutar constantemente sacrificios a Atenea para que esta le asista a lo largo de su aventura de regreso a su reino y a su oíkos.

Esta diferencia religiosa, que se encuentra, insisto, relacionada con una diferencia antropológica, va a ser retomada y explicada por Hesíodo en lo que se conoce como el “mito de las edades” o el “mito de las razas” de sus Trabajos y días (vv.106-201). Este relato presenta una sucesión de diferentes “razas de hombres”, entre las que se incluye la raza de oro, la de plata, la de bronce, la de los héroes y la raza de los “hombres de hoy”, es decir, la de hierro. Como ha señalado Jean-Pierre Vernant, la estructura del mito establece dos niveles de oposición y una escisión dentro de la última raza[4]. El primer par de razas se define, y se opone, en su relación con los dioses: si los hombres de oro “viven como los dioses” (v. 112), los de plata “no querían servir a los inmortales ni sacrificar en los sagrados altares de los bienaventurados” (vv. 135-136). Los de bronce y los héroes también se oponen, pero en el plano de la guerra: unos son guerreros “solo interesados por la hýbris”, los otros son también guerreros pero “más díkaios y mejores”. Este juego de oposiciones puede agruparse de la manera siguiente: los hombres de oro son a los de plata como los héroes son a los de bronce. La relación entre unos y otros, señala Vernant, puede expresarse por medio de la oposición entre díke y hýbris. De esta forma, dos y dos, el relato delata una estructura binaria, más que una sucesión cronológica. Pero, planteado esto así, se torna problemática la presencia de los hombres de hierro, que no entrarían en ninguna oposición, quedando descolgados de ellas. El estatus de esta raza puede aclarase, no obstante, si se tiene en cuenta la referencia deíctica: “ahora existe una raza de hierro” (v. 176). De esta forma, el mito se vuelca sobre su actualidad y pone de relieve su intención última.

El contexto (el “ahora”) en el que se desenvuelve este “mito” es clave para entender su sentido. La obra de Hesíodo se encuentra dirigida a su hermano Perses, en el contexto de una disputa judicial en torno a ciertas posesiones heredadas[5]. Esta dimensión concreta, relativa a la “actualidad” de Hesíodo, sin embargo, no individualiza el sentido del poema, puesto que la actitud de Perses puede comprenderse como una ejemplificación de la conducta del hybristés frente a las enseñanzas de díke que propone el poeta[6]. Así, en un momento de los Trabajos, Hesíodo señala de un modo general:

La hýbris es mala para el mortal infeliz y ni siquiera el noble

es capaz de soportarla fácilmente, sino que se agobia bajo ella y

se encuentra con el desastre [átēsin]; pero hay otro camino mejor

que lleva a las cosas justas [tà díkaia]: díkē sobre hýbris prevalece

cuando acontece el fin [télos]. Y el insensato [népios] aprende sufriendo[7].

Como vemos, la “enseñanza” hesiódica gira en torno a los conceptos de hýbris y díke, precisamente las mismas categorías que articulan la alternancia rítmica de las edades. Pero si esto es así, si tiene sentido que alguien como Hesíodo pueda enseñar a otro a ser díkaios y no hybristés, eso quiere decir que hay alternativa, que se puede ser una cosa o la otra. De esta forma, los “hombres de hierro” no son unívocos, como las anteriores razas, sino que se juega en ellos una disputa: se debe elegir si seguir el camino de la hýbris (como, al parecer  habría hecho, al menos hasta el momento de la composición hesiódica, su hermano Perses) o el de la díke (del que trata el poeta de convencer a Perses). Esta apertura de los hombres de hierro a esta dualidad permite, pues, comprender el sentido del mito (la ambigüedad peculiar de los “hombres de hoy”, en referencia a la univocidad de las anteriores) e insertarlo dentro del flujo del poema.

El mito busca así comprender la actualidad de Hesíodo y dar sentido a sus exigencias pragmáticas insertándolas en un contexto cósmico-antropológico más amplio. Tanto la conducta marcada por la hýbris de Perses, como la exhortacíón a la díke del poeta, cobran su sentido mediante el despliegue simbólico del mito. Siendo esto así, la oposición díke-hýbris se eleva a categoría antropológica fundamental. Solo los hombres de hierro se mueven en esa dicotomía, en la elección de un camino u otro. Pero también son categorías de una relevancia cósmica. La díke y la hýbris se encuentran en relación con el orden del mundo, con la ordenación cuya génesis es reconstruida por Hesíodo en la Teogonía. En este sentido, los versos de los Trabajos sobre la diosa Díke (vv. 256-260) constituyen una reflexión sobre la conducta de los hombres y la necesidad, interna al planteamiento griego de la cuestión como vamos a ver, de atenerse a ciertos límites a la hora de obrar. Respetar la díke es respetar la ordenación del mundo y las figuras que explicitan ese orden interno son los dioses. De esta forma, respetar la díke no es otra cosa que observar las pautas religiosas de conducta que implican el reconocimiento de la presencia divina en el mundo. No otra cosa hará Hesíodo más adelante en los Trabajos, en la parte de los consejos y prohibiciones, alternando referencias de índole técnica con otras de carácter religioso. Ambos aspectos aparecen como inseparables en Hesíodo: la ritualidad dibuja los contornos del mundo en los que se insertan y se explican las operaciones específicas.

De esta forma, el mito de las “razas” sitúa la “religiosidad”, esto es, la peculiar relación entre mortales e inmortales, como fundamento de sus consideraciones antropológicas. ¿A qué clase de religiosidad se refiere? No se trata ni de la identidad aúrea ni el rechazo argenteo, es decir, no es hay relación “inmediata” con lo divino (identidad o negación, oro o plata), sino un tipo de relación en la que, a pesar de la ausencia, todavía hay una referencia a lo ausente. Me refiero a las prácticas piadosas griegas tradicionales o, por resumir, al régimen sacrificial. El sacrificio da por sentado que los humanos no son dioses (a diferencia del “vivían como dioses” de la edad de oro) pero que necesitan de su asistencia (por contraposición a los hombres de plata). Aidos y Némesis, según el texto hesiódico, son todavía muestras de que lo divino se encuentra en relación con los hombres de hierro; cuando esas entidades (es decir, el respeto a la ordenación cósmica y la venganza que sufre el irrespetuoso) abandonen a los hombres, dice Hesíodo, “a los mortales solo les quedarán amargos sufrimientos y ya no habrá remedio para los males” (vv.200-201).

Pero mientras tanto, hay remedio, que pasa por observar las exigencias que la disposición del mundo plantea. Es decir, por cumplir, entre otras cosas, con el régimen sacrificial. Debemos preguntarnos, por lo tanto, ¿qué es un sacrificio en la práctica religiosa griega?  Hesíodo mismo ofrece la respuesta en un mito sobre el que ha vuelto unos versos más arriba de su mito de las edades y que ya había expuesto en la Teogonía. En ese pasaje (Teogonía vv.535-616), precisamente, Hesíodo va a proporcionar una génesis de la práctica sacrificial que, como han sabido ver muy bien Vernant y Detienne, distribuye mediante una oposición las características fundantes de la distinción entre mortales e inmortales. Un enigmático “cuando se diferenciaron [ekrínonto] los dioses y los hombres mortales/ en Mecona” preside el relato, anticipando de esa forma la separación y privilegiando al sacrificio como institución en la que comparece esa distinción. El relato es conocido: Prometeo divide un buey “en porciones desiguales” intentando engañar a Zeus al colocar lo más apetitoso (la carne y las entrañas) dentro del estómago y embadurnando de grasa lo menos apetecible (los huesos). A Zeus no se le pasa por alto el engaño, según Hesíodo, y sin embargo cae en él y se irrita con Prometeo y los mortales. Consecuencia de esta “astucia” prometeica será el régimen sacrificial: “Desde entonces sobre la tierra a los inmortales las razas de hombres / queman blancos huesos al sacrificar en los altares.” (Teogonía 556-557). Pero la cosa no queda ahí, y la oposición entre las partes del sacrificio definirá la especificidad de mortales e inmortales: los hombres, que se quedan con la porción que escondía la carne y las entrañas, son mortales, sujetos a la descomposición, a la corporalidad, al envejecimiento; los dioses, que inhalan el humo de los huesos quemados del buey viven de olores y perfumes, livianos, incorruptibles, inmortales. El mito continuará, señalando nuevos rasgos de la oposición: la necesidad humana de un control técnico del fuego y de la agricultura, la mortalidad y la procreación sexual, etc. Los principales rasgos antropológicos aparecen así desplegados a partir de la distribución sacrificial, que reproduce, en su estructura interna, la diferencia cósmica de los dioses y los hombres[8].

No en vano la práctica sacrificial va a constituir la sustancia de las prácticas piadosas griegas. Si por piedad entendemos ese reconocimiento de límites que se expresaba en la exigencia hesiódica de díke, el sacrificio funge de institución privilegiada en la que se manifiesta ese reconocimiento que es, al mismo tiempo, la señal de un límite para los hombres. El “conócete a ti mismo” délfico, cuyo sentido no es introspectivo sino de reconocimiento de la mortalidad, se encuentra así implícito en la práctica sacrificial. Cuando alguien realiza un sacrificio el supuesto fundamental que guía sus acciones es, como es obvio, que existen dos planos o dos dimensiones: la de los hombres, donde se realiza su acción, y la de los dioses, a los que se ruega para su asistencia. El sacrificio instituye así una relación entre dioses y hombres que consiste en sostener la diferencia entre unos y otros. Pero hay más, y esto explica el carácter politeísta de la religión griega: al sacrificar al dios X con respecto a la acción Y, se está reconociendo una afinidad entre el dios y esa acción o el ámbito de cosas al que se refiere. Lo divino se manifiesta así como la garantía del orden cósmico y de su pluralidad irreductible cada cosa, cada ámbito de acción, es lo que es y requiere hacer lo que requiere hacer porque tiene un dios asociado. Desde esta perspectiva, la sentencia atribuida a Tales de Mileto de que “todo está lleno de dioses”, gana un alcance ontológico específico: todo está lleno de dioses porque todo tiene una consistencia interna que limita las pretensiones humanas. Si se realizan sacrificios a Poseidón antes de salir a navegar es porque se reconoce la entidad del mar y, al cumplir con las prescripciones rituales, se la tiene en cuenta en la acción. Los Trabajos y días de Hesíodo, al presentar sus consejos agrícolas insertos dentro de una pragmática ritual, no hace más que reconocer los límites de las pretensiones humanas, achacando a los dioses la necesidad de “desenterrar el fruto de la tierra”. Las acciones humanas son incompletas si no se tiene en cuenta esa dimensión cósmica, inaccesible al hombre pero presente y activa, que es la esfera de lo divino.

Antropológicamente, esto implica la imposición de unos límites estrictos a la voluntad humana, con lo que la figura de lo divino emerge como una suerte de autocontención de lo humano como tal. Todo esto tendrá su expresión, en la lírica arcaica, con el tema del ciclo de la hýbris. Contrapuesta a díke, en cuanto observancia general del orden del mundo, la hýbris es la “desmesura” que acompaña a los actos humanos en cuanto estos no tienen en cuenta la dimensión divina que regula el kósmos. Esta hýbris se produce en los hombres de un modo “ciego”, sin que ellos lo adviertan más que, a lo sumo, demasiado tarde ya. Este reconocimiento tardío de los límites de la conducta tendrá su expresión en el tema recurrente del páthei máthos, es decir, del “aprendizaje por sufrimiento” con el que suele caracterizarse a los mortales. Como vemos, la figura que aquí se dibuja es la de una humanidad caracterizada por una privación, por una negatividad: toda acción humana se encuentra puesta en cuestión por la actividad soterrada de lo divino. Estos rasgos son comunes al pensamiento arcaico, desde el quejumbroso encuentro entre Príamo y Aquiles de la Ilíada (XXIV, 525-533), pasando por los Trabajos hesiódicos y los poemas de los líricos, hasta llegar a la fundamentación misma de la estructura isonómica de la pólis griega (como puede verse en Heródoto, Historia III, 80).

***

En este punto podemos dar un salto a la Atenas clásica y enlazar esta cuestión con lo que Sófocles plantea en su Edipo Rey, con vistas a medir la distancia entre una época y la otra. En esta tragedia, asistimos al hundimiento de quien es desde un principio caracterizado como “el primero de los hombres” (vv. 33), “el más capaz de todos” (v. 40), “el mejor de los mortales” (v. 46), etc. Es decir, en ella se señalará la fatuidad de la supuesta excelencia o sabiduría humana. Y todo ello, además, se hará desde la clarividencia de una figura cuyo saber depende de lo divino (Apolo, en concreto): el adivino Tiresias. Muy pronto en la obra (v. 330), el adivino enunciará la verdad de lo que está ocurriendo: Edipo es el asesino del rey Layo. Pero Edipo, firme y seguro en su saber mortal, desoirá sus palabras, atribuyéndolas a un complot para derrocarle. Es preciso tomarse en serio la contraposición que está en juego: no se trata de que Edipo sea un pretencioso o un orgulloso, en el sentido más trivial del término; la ceguera de Edipo ante lo que dice Tiresias es irrebasable: ¿cómo va a creer lo que el adivino dice si él sabe (o cree que sabe) que él no ha sido? El desarrollo de la trama consistirá en una convergencia progresiva entre lo que Edipo va descubriendo, que desmiente su saber, y lo que Tiresias ya ha anunciado. El horror final, con el suicidio de Yocasta y la automutilación de Edipo, condensa esta convergencia, con un Edipo anulado y reducido a nada y una afirmación del saber de lo divino (oráculos y adivinos). La tragedia concluye con las siguientes palabras del coro:

Oh habitantes de Tebas, mirad, este es Edipo,

quien supo el célebre enigma y fue hombre poderoso [krátistos],

a quien ningún ciudadano dejaba de envidiar su suerte,

ved en qué mar de miserias ha venido hoy a caer.

Nadie a un mortal considere feliz [olbídsein] antes de saber

qué ocurre el último día de su vida, mientras no

llegue al fin de su vida sin sufrir ningún dolor (vv. 1524-1531)

Lo humano se encuentra definido por una privación, por esa carencia de saber que afecta incluso al “más capaz de los hombres” y que aquí se expresa como el desconocimiento del télos, del fin. Mediante la anulación del saber humano, la tragedia consigue hacer brillar la diferencia entre mortales e inmortales, dando muestras así de su carácter piadoso y tradicional. Como es sabido, las tragedias formaban parte de unas fiestas piadosas en honor a Dionisos que realizaban los atenienses. Aunque su mensaje, como hemos visto, no difiere en exceso de los planteamientos arcaicos, la índole clásica de la tragedia comparece en su carácter “político”. La representación piadosa ya no se trata de la obra de poietés sino de un acto de la pólis en su conjunto. Es la pólis ateniense en su conjunto la que sufraga, asiste y juzga los festivales trágicos. Aquí se puede apreciar la asimilación política de la piedad, cuyos cimientos en el caso de la pólis ateniense fueron establecidos por Solón. Frente al santuario arcaico, lugar de religiosidad privada, se erige el templo clásico, en el que la pólis en su conjunto rinde homenaje a lo divino reservando un espacio de sí para él. De igual forma, esta religión “cívica” generará toda una ritualidad “política” que encontrará su máxima expresión en los festivales trágicos. De esta forma, el contenido piadoso que hemos encontrado en los textos de la época arcaica se perpetuará en la época clásica, en formas específicas de producción, pero no enteramente heterogéneas con lo anterior.

***

Para concluir me gustaría brevemente emparentar las consideraciones antropológicas señaladas hasta aquí con algunas de las reflexiones que marcan el pensamiento de la Grecia antigua. La privación constitutiva de los mortales resuena en la oposición, planteada ya por Parménides, entre dóxa y alétheia, en cuanto la esfera mortal de la dóxa se encuentra a su vez rebasada y delimitada por la esfera divina de la alétheia. Esto se escenifica en el Poema mediante el desdoblamiento de la instancia enunciativa: el yo del Poema, mortal, deja pronto paso al discurso de la diosa, que revelará a la audiencia, entre la que se incluye el propio autor del Poema, los diferentes “caminos” de la investigación. La misma distinción recorre el pensamiento de Heráclito, por ejemplo, en el fragmento que empieza señalando “Escuchándome no a mí, sino al lógos...” (DK 50) en el que se señala la disparidad esencial entre la perspectiva humana (mis palabras) y la divina (el lógos). En este sentido, las palabras del Sócrates de la Apología pueden servir para medir la continuidad en cuanto al trasfondo cósmico que aquí se plantea. Tras explicar el fracaso en su investigación sobre los que “parecen ser sabios”, hecha con vistas a refutar el oráculo que decía que él era el más sabio de entre los hombres, conjetura lo siguiente:

Y quizá ocurre, atenienses, que el dios es el que es sabio, y que en este oráculo diga que la sabiduría humana es digna de poco o de nada. Y aparece diciendo estas cosas de Sócrates, sirviéndose de mi nombre, y hace de mí un ejemplo, como si dijera: ‘de vosotros, hombres, es el más sabio quien, como Sócrates, conoce que no es en verdad digno de nada respecto a la sabiduría’[9].

Como se ve, aquí el hombre sigue estando marcado por esa misma negatividad y privación que solo desde una perspectiva divina, esto es, extrahumana, puede señalarse. Como tal, y esta será la caracterización platónica de esta cuestión antropológica fundamental, el hombre no es, ni puede ser, un sophós, un sabio, sino, a lo sumo, puede esgrimir explícitamente esa negatividad que le constituye y asumir la distancia que se abre entre él y la sophía. Dejar de creerse sabio sin serlo, que es lo que caracteriza a los ignorantes, y situarse en ese espacio intermedio que presupone el reconocimiento de la propia ignorancia e impulsa la avidez de conocimiento. Por decirlo con las palabras del Sócrates del Fedro:

Llamarle sabio me parece que le viene grande, y sólo es propio de dioses. El [nombre] de filósofo u otro por el estilo armoniza más con él y le sería más apropiado[10].

Muchas gracias.

 

[1]    Véase Homero, Ilíada V, 302-304; XII, 378-385; 445-449; XX, 285-287.

[2]    Sobre esta condición de los héroes, véase Jean-Pierre Vernant, Mito y religión en la Grecia antigua, Barcelona: Ariel, 1991, pp. 44-48

[3]  En este sentido, véase el “proemio” del “catálogo de las mujeres” de Hesíodo: vv. 1-12.

[4]  Véase Jean-Pierre Vernant, “El mito hesiódico de las razas. Ensayo de análisis estructural”, en: Mito y pensamiento en la Grecia antigua, Barcelona: Ariel, 1983, pp. 21-51.

[5]  Véase Hesíodo, Trabajos y días 35-41.

[6] Véase Jenny Strauss Clay, «The Education of Perses. From ‘Mega Nepios’ to ‘Dios Genos’ and Back», Materialli e discussioni per l’analisi dei testi classici 31, 1993, pp. 23-33; Ruth Scodel, «Works and Days as Performance», en: E. Minchin (ed.), Orality, Literacy and Performance in the Ancient World, Leiden: Brill, 2012, pp. 111-126.

[7]    Trabajos y días 214-218.

[8]  Véase, además de las referencias hechas anteriormente a Jean-Pierre Vernant, los análisis de Marcel Detienne en Los jardines de Adonis. La mitología griega de los aromas, Madrid: Akal, 2010,

[9]    Platón, Apología de Socrates 23a-b.

[10]  Plató, Fedro 278d

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Las astucias de Prometeo (el sacrificio en Grecia, 2)

«Los mitos de fundación del sacrificio son muy precisos en este aspecto. Exponen a plena luz las significaciones teológicas del ritual. El Titán Prometeo, hijo de Japeto, instituyó el primer sacrificio, fijando así para siempre el modelo al cual se ciñeron los hombres para honrar a los dioses. El episodio sucedió en un tiempo en el que dioses y hombres aún no estaban separados: vivían juntos, festejando en las mismas mesas, compartiendo la misma felicidad, lejos de todos los males, ignorando los humanos, en ese entonces, la necesidad de trabajar, las enfermedades, la vejez, las fatigas, la muerte y la especie femenina. Habiendo sido Zeus promovido a la dignidad de rey del cielo, y habiendo procedido a un justo reparto de honores y funciones entre los dioses, llega el momento en que es preciso hacer lo mismo entre dioses y hombres, y delimitar exactamente el género de vida propio de cada una de ambas razas. Prometeo es encargado de la operación. Delante de dioses y hombres reunidos, presenta, sacrifica y descuartiza un gran buey. Divide en dos partes los pedazos obtenidos. La frontera que debe separar a dioses y hombres sigue la línea divisoria entre lo que unos y otros se apropiarán del animal inmolado. El sacrificio aparece así como el acto que ha consagrado, al efectuarse por primera vez, la segregación de las condiciones divina y humana. Pero Prometeo, en rebelión contra el rey de los dioses, quiere engañarlo en beneficio de los hombres. Cada una de las dos partes preparadas por el Titań es un ardid, una trampa. La primera, disfrazada bajo un poco de apetecible grasa, no contiene más que los huesos mondos; la segunda, bajo la piel y el estómago, de aspecto repugnante, esconde todo lo que hay de comestible en el animal. A tal señor, tal honor: Zeus, en nombre de los dioses, es el primero en elegir. Ha comprendido la trampa, y si finge caer en ella es para afinar mejor su venganza. Opta, pues, por la porción exteriormente apetitosa, la que disimula bajo una fina capa de grasa los huesos incomibles. Ésta es la razón por la cual, sobre los perfumados altares de sacrificio, los hombres queman para los dioses los huesos blancos de la víctima cuyas carnes van a repartirse. Guardan para ellos la porción que Zeus no retuvo: la de la carne. Prometeo se figuraba que, destinándola a los humanos, les reservaba la mejor parte. Pero, pese a su astucia, no sospechó que les hacía un regalo envenenado. Al comer la carne, los humanos firmarán su sentencia de muerte. Dominados por la ley del vientre, se comportarán en adelante como todos los animales que pueblan la tierra, las olas o el aire. Si sienten placer en devorar la carne de un animal al que la vida ha abandonado, si tienen una imperiosa necesidad de alimentos, es porque su hambre, jamás aplacada es siempre renovada, es la marca de una criatura cuyas fuerzas se gastan y se agotan poco a poco, que está condenada a la fatiga, al envejecimiento y a la muerte. Contentándose con el humo de los huesos, viviendo de olores y de perfumes, los dioses testimonian su pertenencia a una raza cuya naturaleza es totalmente distinta de la humana. Son los Inmortales, siempre vivos, eternamente jóvenes, cuyo ser no tiene nada perecedero y que no mantienen contacto alguno con el ámbito de lo corruptible.
»Pero en su cólera, Zeus no pone límites a su venganza. Antes de hacer de tierra y de agua a la primera mujer, Pandora, que introducirá entre los hombres todas las miserias que ellos no conocían anteriormente –el nacimiento por gestación, las fatigas, el duro trabajo, las enfermedades, la vejez y la muerte– decide, para hacer pagar al Titán su parcialidad a favor de los humanos, no concederles la alegría del fuego celeste del que disponían hasta ese momento. Privados del fuego, ¿deberán los hombres devorar la carne cruda, como las bestias? Prometeo roba entonces, en el hueco de una férula, una chispa, una simiente de fuego que lleva a la tierra. A falta del estallido del rayo, los hombres dispondrán de un fuego técnico, más frágil y mortal, que será necesario conservar, preservar y nutrir, alimentándolo sin cesar para que no se extinga. Este segundo fuego, derivado, artificial en comparación con el fuego celeste, distingue a los hombres de las bestias porque cuecen el alimento, y los instala en la vida civilizada. De todos los animales, sólo los humanos comparten con los dioses la posesión del fuego. Éste es también lo que los une a lo divino al elevarse hasta el cielo desde los altares donde se enciende. Pero este fuego, celeste por su origen y su destino, es también, por su ardor devorante, perecedero como las otras criaturas vivientes sometidas a la necesidad de alimentarse. La frontera entre dioses y hombres es a la vez atravesada por el fuego sacrificial que une los unos a los otros, y subrayada por el contraste entre el fuego celeste, en manos de Zeus, y aquel que el robo de Prometeo ha puesto a disposición de los hombres. La función del fuego sacrificial consiste, por otra parte, en distinguir en la víctima la parte de los dioses, totalmente consumida, y la de los hombres, cocida lo justo como para no ser devorada cruda. Esta relación ambigua entre los hombres y los dioses en el sacrificio alimentario, se repite en una relación igualmente equívoca de los hombres con los animales. Unos y otros tienen necesidad de comer para vivir, ya sean sus alimentos vegetales o carnes, y también comparten su condición de seres perecederos. Pero los hombres son los únicos que ingieren sus alimentos cocidos, según las reglas, y después de haber ofrecido a los dioses, para honrarlos, la vida del animal que les está dedicada, con los huesos. Si los granos de cebada, esparcidos sobre la cabeza de la víctima y sobre el altar, están asociados al sacrificio sangriento, se debe a que los cereales, alimento específicamente humano, implican el trabajo agrícola. Representan por ello, a los ojos de los griegos, el modelo de las plantas cultivadas, que a su vez simbolizan la vida civilizada, en contraste con la existencia salvaje. Triplemente cocidas (por una cocción interna que favorece la labranza, por la acción del sol y por la mano del hombre que las convierte en pan), esas plantas se asimilan a las víctimas sacrificiales, animales domésticos cuya carne debe ser ritualmente asada o hervida antes de su ingestión.
»En el mito prometeico, el sacrificio aparece como el resultado de la rebelión del Titán contra Zeus en el momento en que hombres y dioses deben separar y fijar su suerte respectiva. La moraleja del relato es que no se debe esperar embaucar el espíritu soberano de los dioses. Prometeo lo ha intentado, y los hombres deben pagar las consecuencias de su fracaso. Sacrificar es, pues, al conmemorar la aventura del Titán fundador del rito, aceptar la lección que de aquélla se desprende; es reconocer que a través del cumplimiento del sacrificio y de todo lo que éste ha entrañado para el hombre –el fuego prometeico, la necesidad del trabajo, la mujer y el matrimonio para tener hijos, los sufrimientos, la vejez y la muerte–, Zeus ha situado a los hombres en el lugar en que deben mantenerse: entre las bestias y los dioses. Sacrificando, el hombre se somete a la voluntad de Zeus, que ha hecho de los mortales y de los inmortales dos razas distintas y separadas. La comunicación con lo divino se instituye en el curso de una ceremonia de fiesta, de una comida que recuerda que la antigua simbiosis ha terminado: dioses y hombres ya no viven juntos, ya no comen en las mismas mesas. No se podría sacrificar siguiendo el modelo que Prometeo ha establecido y pretender, a la vez, de cualquier manera que sea, igualarse a los dioses. en el mismo rito que tiende a unir a los dioses y a los hombres, el sacrificio consagra la distancia infranqueable que en adelante los separará».

J. P. Vernant, Mito y religión en la Grecia antigua, pp. 56-60

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Importancia del sacrificio (el sacrificio en Grecia, 1), 30-11-2012.

 
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Publicado por en diciembre 10, 2012 en Cosas de Grecia, Materiales

 

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Importancia del sacrificio (el sacrificio en Grecia, 1)

«Pieza central del culto y elemento cuya presencia es indispensable en todos los niveles de la vida colectiva, en la familia y en el Estado, el sacrificio ilustra la estrecha vinculación de lo religioso y lo social en la Grecia de las ciudades. Su función no es alejar al sacrificante y a los participantes, durante el tiempo que dura el rito, de sus grupos familiares y cívicos, de sus actividades ordinarias, del mundo humano que les pertenece; al contrario, se propone instalarlos en el lugar y en las formas requeridas, integrarlos en la ciudad y en la existencia de esta tierra conforme al orden del mundo que los dioses presiden: religión «intramundana» en el sentido de Max Weber, religión «política» en la acepción griega del término. Lo sagrado y lo profano no forman dos categorías radicalmente opuestas y mutuamente excluyentes. Entre lo sagrado totalmente prohibido y lo sagrado plenamente utilizable, se cuenta una multiplicidad de formas y de grados. Además de las realidades consagradas a los dioses, reservadas para su uso, hay sacralidad en los objetos, los seres vivientes, los fenómenos de la naturaleza, como la hay en los actos corrientes de la vida privada –una comida, una partida de viaje, el recibimiento de un huésped– y en los más solemnes de la vida pública. Todo padre de familia asume en casa las funciones religiosas para las cuales está calificado sin preparación especial. Cada jefe de familia es puro si no ha cometido una falta que lo manche con la deshonra. En este sentido, la pureza no debe ser adquirida u obtenida: constituye el estado normal del ciudadano. En la ciudad nunca se encuentra el límite preciso entre sacerdocio y magistratura. Hay sacerdotes que son destinados y utilizados como magistrados, y todo magistrado, en sus funciones, reviste carácter sagrado. Todo poder político para ejercitarse, toda decisión común para ser válida, exige la práctica de un sacrificio. En la guerra como en la paz –antes de librar una batalla, o de la apertura de una asamblea, o de investir de su cargo a los magistrados–, la ejecución de un sacrificio es tan necesaria como en el curso de las grandes fiestas religiosas del calendario sagrado. Como lo recuerda justamente Marcel Detienne en La Cuisine du sacrifice en pays grec, «hasta una época tardía, una ciudad como Atenas mantiene en sus funciones a un arconte-rey, una de cuyas atribuciones principales consiste en la administración de todos los sacrificios instituidos por los antepasados, del conjunto de gestos rituales que garantizan el armonioso funcionamiento de la sociedad».
»Si la thusia se revela tan indispensable para asegurar validez a las prácticas sociales, es porque el fuego sacrificial, elevando hacia el cielo el humo de los perfumes, de la grasa y de los huesos, y cociendo la porción destinada a los hombres, abre entre los dioses y los participantes del rito una vía de comunicación. Inmolando una víctima, quemando sus huesos, comiendo la carne según las reglas rituales, el hombre griego instituye y mantiene con la divinidad un contacto sin el cual su existencia, abandonada a sí misma, su hundiría carente de sentido. Este contacto no es una comunión: no se come al dios, ni siquiera bajo su forma simbólica, para identificarse con él y participar de su fuerza. Se consume una víctima animal, una bestia doméstica, y se come de ella una parte diferente de la que se ofrece a los dioses. El lazo que el sacrificio griego establece subraya y confirma, en la comunicación misma, la extrema distancia que separa a mortales e inmortales».

J.-P. Vernant, Mito y religión en la Grecia antigua, Ariel, pp. 53-56

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Publicado por en noviembre 30, 2012 en Cosas de Grecia, Materiales

 

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