Primer ejemplo destinado a mostrar la pertinencia lingüística de la noción de enunciador: la ironía. La descripción que voy a efectuar de ella se inspira de cerca en el artículo, muy importante para mí, de SPERBER-WILSON (1978) [Sperber & Wilson, «Les ironies comme mentions», en: Poétique 36, 1978] y en el capítulo 5 de BERRENDONNER (1981) [Elements de Linguistique Pragmatique]. Suele juzgarse la ironía como una forma de antífrasis: se dice A para dar a entender no A, entendiéndose que el responsable de A y el de no A son idénticos. Se trataría, pues, de una figura que modifica un sentido literal primitivo para obtener un sentido derivado (como la lítote transforma un sentido «un poco» literal en un sentido «mucho» derivado), siendo la única diferencia que la transformación irónica es una inversión total. Sperber y Wilson rechazan esta concepción figurativa. Para ellos, un discurso irónico consiste siempre en hacer decir, por alguien distinto del locutor, cosas evidentemente absurdas, o sea en hacer oír una voz que no es la del interlocutor y que sostiene lo insostenible. Es posible que mi presentación de la tesis de Sperber y Wilson sea un tanto infiel, pues he sustituido su expresión original «mencionar un discurso» por la expresión «hacer oír una voz». Pero si he procedido a esta sustitución es porque el término «mencionar» me parece ambiguo. Puede significar que la ironía es una forma de discurso transmitido. Ahora bien, con este sentido del verbo mencionar la tesis de Sperber y Wilson es prácticamente inadmisible, porque nada tiene de irónico comunicar que alguien ha pronunciado un discurso absurdo. Para que nazca la ironía es preciso que desaparezca toda marca de transmisión, hace falta «hacer como si» este discurso fuera realmente pronunciado en la enunciación misma. Idea que procuro plasmar diciendo que el locutor «hace oír» un discurso absurdo, pero que lo hace oír como si fuera el discurso de otro, como un discurso distanciado.
Mi tesis –más exactamente, mi versión de la tesis Sperber-Wilson– se formularía cómodamente mediante la distinción entre el locutor y los enunciadores. Hablar de manera irónica equivale, para el locutor L, a presentar una enunciación como si expresara la posición de un enunciador E, posición que por otra parte se sabe que el locutor L no toma bajo su responsabilidad y que, más aún, la considera absurda. Sin dejar de aparecer como el responsable de la enunciación, L no es homologado con E, origen del punto de vista expresado en la enunciación. De este modo la distinción entre locutor y enunciador permite explicitar el aspecto paradójico de la ironía que Berrendonner puso en evidencia: por un lado la posición absurda es directamente expresada (y no transmitida) en la enunciación irónica, y al mismo tiempo no es puesta a cargo de L, ya que éste es responsable solamente de sus propias manifestaciones. Para distinguir la ironía de la negación –de la que hablaré después–, añadiré que en la ironía es esencial que L no ponga en escena a otro enunciador, E’, quien por su parte sostendría el punto de vista razonable. Si L debe marcar que él es distinto de E, lo hace de una forma muy diferente, recurriendo por ejemplo a una evidencia situacional, a entonaciones particulares, y también a ciertos giros especialmente irónicos (como «¡Muy bonito!», «¡Casi nada!», etc.).
Ayer le anuncié que Pedro vendría a verme hoy y usted se negó a creerme. Hoy, mostrándole a Pedro efectivamente presente, puedo decirle a usted de manera irónica: «Ya lo ve, Pedro no vino a verme». Esta enunciación irónica de la que me hago responsable en cuanto locutor (el «me» me designa a mí), la presento como la expresión de un punto de vista absurdo, absurdidad cuyo enunciador no soy yo y que en este caso amenaza incluso con ser usted (lo que aquí torna agresiva la ironía es esta asimilación del enunciador al alocutario): le hago afirmar, a usted en presencia de Pedro, que Pedro no está aquí.
Para ilustrar mejor mi concepción quisiera aplicarla ahora a un ejemplo menos artificial (o mejor dicho, cuyo artificio es independiente del afán de exponer mi teoría). Se trata de un «chiste», citado y analizado en FOUQUIER (1981). En un restaurante de lujo, un cliente está sentado a una mesa con la única compañía de su perro, un pequeño teckel. El dueño viene a darle charla y alardea de la elevada categoría del restaurante: «Verá usted, caballero, nuestro chef es el antiguo cocinero del rey Faruk» – «¿Ah, sí?», dice simplemente el cliente. El dueño, sin desanimarse: «Y nuestro bodeguero es el antiguo bodeguero de la corte de Inglaterra… en cuanto a nuestro pastelero, hemos tomado al del emperador Bao-Daï.» ante el mutismo del cliente, el dueño cambia de conversación: «Tiene usted, caballero, un teckel muy bonito.» A lo que el cliente responde: «Mi teckel, señor, es un antiguo San Bernardo.» Para describir esta respuesta dentro del marco que he propuesto, hay que admitir que el cliente, tomado como el locutor L, hace expresar por un enunciador, asimilado al dueño, la opinion sobre el pasado del teckel. Un análisis más minucioso debería precisar qué está marcando aquí la homologación del enunciador con el alocutario: una de las marcas posibles sería la identidad de estructura semántica entre la enunciación irónica y las que el dueño había efectuado antes por cuenta propia, es decir, y con arreglo a mi terminología, de manera seria (entendiendo con ello que, locutor de las enunciaciones, se asimilaba también a su enunciador). Decir que la respuesta del cliente es irónica equivale a decir, entre otras cosas, que para interpretarla es preciso homologar con dos personas diferentes al locutor de la enunciación y al enunciador que se expresa en esta enunciación.
En los dos ejemplos que preceden el enunciador es homologado con una persona concreta, y en ambos casos con el alocutario. Pero la homologación puede poner en juego a alguien distinto del alouctario, como sucede en el caso de la autoironía, cuando uno se burla de sí mismo. Yo le había predicho que hoy llovería, y como hace un tiempo espléndido me veo tentado a burlarme de mis propios conocimientos meteorológicos: mostrándole el cielo azul, le hago a usted notar «ya lo ve usted, llueve». El enunciador ridículo se homologa aquí conmigo mismo, lo cual parece contradecir la descripción de la ironía propuesta poco antes. En realidad, la solución salta inmediatamente no bien se acepta la distinción entre L y l (véase párrafo XII). El ser a quien L, responsable de la enunciación y de ella sola, homologa con el sujeto enunciador desde el punto de vista absurdo, es l, el meteorólogo ignorante que se ha metido a predecir el tiempo sin tener competencia para ello. Pero precisamente L, en tanto que es el responsable de la enunciación y elige el enunciado, no elige hacer acto de meteorólogo: lo que se entiende que hace es un actor de burla, y lo hace presentando una previsión cumplida por un enunciador del que él se distancia en el interior de su propio discurso (aun cuando tenga que iidentificarse con él en el mundo). De ahí el interés estratégico de la autoironía: L saca provecho de las sandeces de l, provecho que enseguida l aprovecha por contragolpe, ya que L es una de sus múltiples figuras.
Por lo demás, ni siquiera es necesario que el enunciador absurdo sea asimilado a alguien concreto. Lo esencial es que esté claro que el locutor no asume por su cuenta ninguna de las posiciones expresadas en su enunciado.