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Ironía y literatura.

«La ironía es una ejercicio sobre el lenguaje y su eficiencia: al hablar irónicamente, decimos lo que se podría haber dicho en esa situación, evaluamos la realidad no directamente, sino a través de lo que se podría decir de ella en otros mundos posibles, en suma, exhibimos el uso del lenguaje. Decimos: «esta palabra no cuadra a esta situación», en lugar de decir directamente cómo es esta situación: ponemos el lenguaje por delante, las posibles palabras sobre algo para comentar ese algo, y de paso comentamos las palabras, las mostramos, jugamos con la relación entre lenguaje y mundo.
»Ahora bien, exhibir el uso del lenguaje es hacer literatura. En primer lugar, la ironía cotidiana y la literatura tienen en común la dislocación deliberada, ostentosa, del sujeto hablante: el «yo» que remite al ser de carne y hueso que habla o escribe no es el responsable del sentido literal del enunciado polifónico. Eso lo dice otro, el que tiene cara de piedra, o el narrador literario, que también suele tenerla, y que es una versión del yo autorial. Esta distancia, marcada a propósito (por medio de tonos de voz, de tópicos, en la conversación, o por medio de las convenciones retóricas, en la literatura), permite afirmar que ni el hablante irónico ni el autor literario hablan en serio, porque hablan con máscaras. Pero sí hablan en serio en sentido más profundo: nos ofrecen una reflexión sobre la realidad, y esa reflexión, al valerse de una polifonía que debe ser explícita, es por fuerza un análisis del lenguaje con que analizamos, día tras día, la realidad. La ironía, como la literatura, es un análisis del uso del lenguaje, de la adecuación de un enunciado a un contexto, de la relación entre una manera de hablar y una manera de pensar, en suma, entre lenguaje y experiencia».

Graciela Reyes, La pragmática lingüística, Montesinos, p. 143.

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Ironía retrospectiva (Halperin), 5-04-2011.
Ironía platónica (Clay), 6-04-2011.
La enunciación irónica, 4-05-2011.
Ironía y literalidad, 12-05-2011.

 
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Publicado por en May 30, 2011 en Materiales, Narratología

 

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Ironía y literalidad.

«Con todo, la figura del discurso irónica tiene una propiedad que es también característica de toda ironía, una cierta superioridad derivada del hecho de que, si bien quiere que se la entienda, no quiere que se la entienda literalmente; lo cual hace que esa figura, como si dijéramos, mire con desprecio al discurso liso y llano que todo el mundo puede entender en el acto; es como si fuese alguien distinguido que viaja de incógnito, y que desde ese elevado puesto mira con desdén al pedestre discurso corriente».

S. Kierkegaard, Sobre el concepto de ironía (en: Escritos, vol. I, Trotta, pp.276-277)

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Publicado por en May 12, 2011 en Materiales, Narratología

 

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La enunciación irónica.

Primer ejemplo destinado a mostrar la pertinencia lingüística de la noción de enunciador: la ironía. La descripción que voy a efectuar de ella se inspira de cerca en el artículo, muy importante para mí, de SPERBER-WILSON (1978) [Sperber & Wilson, «Les ironies comme mentions», en: Poétique 36, 1978] y en el capítulo 5 de BERRENDONNER (1981) [Elements de Linguistique Pragmatique]. Suele juzgarse la ironía como una forma de antífrasis: se dice A para dar a entender no A, entendiéndose que el responsable de A y el de no A son idénticos. Se trataría, pues, de una figura que modifica un sentido literal primitivo para obtener un sentido derivado (como la lítote transforma un sentido «un poco» literal en un sentido «mucho» derivado), siendo la única diferencia que la transformación irónica es una inversión total. Sperber y Wilson rechazan esta concepción figurativa. Para ellos, un discurso irónico consiste siempre en hacer decir, por alguien distinto del locutor, cosas evidentemente absurdas, o sea en hacer oír una voz que no es la del interlocutor y que sostiene lo insostenible. Es posible que mi presentación de la tesis de Sperber y Wilson sea un tanto infiel, pues he sustituido su expresión original «mencionar un discurso» por la expresión «hacer oír una voz». Pero si he procedido a esta sustitución es porque el término «mencionar» me parece ambiguo. Puede significar que la ironía es una forma de discurso transmitido. Ahora bien, con este sentido del verbo mencionar la tesis de Sperber y Wilson es prácticamente inadmisible, porque nada tiene de irónico comunicar que alguien ha pronunciado un discurso absurdo. Para que nazca la ironía es preciso que desaparezca toda marca de transmisión, hace falta «hacer como si» este discurso fuera realmente pronunciado en la enunciación misma. Idea que procuro plasmar diciendo que el locutor «hace oír» un discurso absurdo, pero que lo hace oír como si fuera el discurso de otro, como un discurso distanciado.
Mi tesis –más exactamente, mi versión de la tesis Sperber-Wilson– se formularía cómodamente mediante la distinción entre el locutor y los enunciadores. Hablar de manera irónica equivale, para el locutor L, a presentar una enunciación como si expresara la posición de un enunciador E, posición que por otra parte se sabe que el locutor L no toma bajo su responsabilidad y que, más aún, la considera absurda. Sin dejar de aparecer como el responsable de la enunciación, L no es homologado con E, origen del punto de vista expresado en la enunciación. De este modo la distinción entre locutor y enunciador permite explicitar el aspecto paradójico de la ironía que Berrendonner puso en evidencia: por un lado la posición absurda es directamente expresada (y no transmitida) en la enunciación irónica, y al mismo tiempo no es puesta a cargo de L, ya que éste es responsable solamente de sus propias manifestaciones. Para distinguir la ironía de la negación –de la que hablaré después–, añadiré que en la ironía es esencial que L no ponga en escena a otro enunciador, E’, quien por su parte sostendría el punto de vista razonable. Si L debe marcar que él es distinto de E, lo hace de una forma muy diferente, recurriendo por ejemplo a una evidencia situacional, a entonaciones particulares, y también a ciertos giros especialmente irónicos (como «¡Muy bonito!», «¡Casi nada!», etc.).
Ayer le anuncié que Pedro vendría a verme hoy y usted se negó a creerme. Hoy, mostrándole a Pedro efectivamente presente, puedo decirle a usted de manera irónica: «Ya lo ve, Pedro no vino a verme». Esta enunciación irónica de la que me hago responsable en cuanto locutor (el «me» me designa a mí), la presento como la expresión de un punto de vista absurdo, absurdidad cuyo enunciador no soy yo y que en este caso amenaza incluso con ser usted (lo que aquí torna agresiva la ironía es esta asimilación del enunciador al alocutario): le hago afirmar, a usted en presencia de Pedro, que Pedro no está aquí.
Para ilustrar mejor mi concepción quisiera aplicarla ahora a un ejemplo menos artificial (o mejor dicho, cuyo artificio es independiente del afán de exponer mi teoría). Se trata de un «chiste», citado y analizado en FOUQUIER (1981). En un restaurante de lujo, un cliente está sentado a una mesa con la única compañía de su perro, un pequeño teckel. El dueño viene a darle charla y alardea de la elevada categoría del restaurante: «Verá usted, caballero, nuestro chef es el antiguo cocinero del rey Faruk» – «¿Ah, sí?», dice simplemente el cliente. El dueño, sin desanimarse: «Y nuestro bodeguero es el antiguo bodeguero de la corte de Inglaterra… en cuanto a nuestro pastelero, hemos tomado al del emperador Bao-Daï.» ante el mutismo del cliente, el dueño cambia de conversación: «Tiene usted, caballero, un teckel muy bonito.» A lo que el cliente responde: «Mi teckel, señor, es un antiguo San Bernardo.» Para describir esta respuesta dentro del marco que he propuesto, hay que admitir que el cliente, tomado como el locutor L, hace expresar por un enunciador, asimilado al dueño, la opinion sobre el pasado del teckel. Un análisis más minucioso debería precisar qué está marcando aquí la homologación del enunciador con el alocutario: una de las marcas posibles sería la identidad de estructura semántica entre la enunciación irónica y las que el dueño había efectuado antes por cuenta propia, es decir, y con arreglo a mi terminología, de manera seria (entendiendo con ello que, locutor de las enunciaciones, se asimilaba también a su enunciador). Decir que la respuesta del cliente es irónica equivale a decir, entre otras cosas, que para interpretarla es preciso homologar con dos personas diferentes al locutor de la enunciación y al enunciador que se expresa en esta enunciación.
En los dos ejemplos que preceden el enunciador es homologado con una persona concreta, y en ambos casos con el alocutario. Pero la homologación puede poner en juego a alguien distinto del alouctario, como sucede en el caso de la autoironía, cuando uno se burla de sí mismo. Yo le había predicho que hoy llovería, y como hace un tiempo espléndido me veo tentado a burlarme de mis propios conocimientos meteorológicos: mostrándole el cielo azul, le hago a usted notar «ya lo ve usted, llueve». El enunciador ridículo se homologa aquí conmigo mismo, lo cual parece contradecir la descripción de la ironía propuesta poco antes. En realidad, la solución salta inmediatamente no bien se acepta la distinción entre L y l (véase párrafo XII). El ser a quien L, responsable de la enunciación y de ella sola, homologa con el sujeto enunciador desde el punto de vista absurdo, es l, el meteorólogo ignorante que se ha metido a predecir el tiempo sin tener competencia para ello. Pero precisamente L, en tanto que es el responsable de la enunciación y elige el enunciado, no elige hacer acto de meteorólogo: lo que se entiende que hace es un actor de burla, y lo hace presentando una previsión cumplida por un enunciador del que él se distancia en el interior de su propio discurso (aun cuando tenga que iidentificarse con él en el mundo). De ahí el interés estratégico de la autoironía: L saca provecho de las sandeces de l, provecho que enseguida l aprovecha por contragolpe, ya que L es una de sus múltiples figuras.
Por lo demás, ni siquiera es necesario que el enunciador absurdo sea asimilado a alguien concreto. Lo esencial es que esté claro que el locutor no asume por su cuenta ninguna de las posiciones expresadas en su enunciado.

Oswald Ducrot, El decir y lo dicho. Polifonía de la enunciación, Barcelona: Paidós, 1986, pp. 214-217, negrita mío.

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Ironía retrospectiva (Halperin), 5-04-2011.
Ironía platónica (Clay), 6-04-2011.

 
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Publicado por en May 4, 2011 en Materiales, Narratología

 

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Ironía platónica (Clay).

«Al leer a Platón, el desconcertante fenómeno de la ironía socrática crea problemas interpretativos. No podemos nunca estar seguros de que Platón hable en serio al aceptar la desestimación socrática de su propia sabiduría. Sócrates dice a Agatón, el brillante y victorioso trágico: «Mi sabiduría podría ser algo sin importancia y abierta a preguntas, como si fuera un sueño». El reto de alcanzar a Platón es más difícil que el de alcanzar al Sócrates de Platón. Si hay una ironía socrática en los diálogos platónicos, hay también una ironía platónica que está más allá de ella y que, cuando es examinada, empieza a parecer una máscara detrás de la máscara.
»La ironía platónica es doble. Si la ironía socrática brota de la apreciación de Sócrates de los límites del conocimiento humano y los límites de la filosofía misma, y si aparece como un fingido autodesprecio para aquellos que no comparten esta apreciación, la ironía platónica puede ser vista desde el punto de vista literario y desde el filosófico. Es literaria porque es la ironía dramática del poeta trágico, quien puede confiar en el conocimiento de su auditorio acerca de las rígidas e inmutables esquemas de su trama. Como hemos visto al contemplar la sombra de muerte que se proyecta sobre los diálogos platónicos [ver lo dicho en otra entrada sobre las prolepsis de la muerte de Sócrates en los diálogos], hay momentos en los que Sócrates y sus interlocutores no son plenamente conscientes de las implicaciones de sus palabras (ver I §4, «La sombra de muerte»). Los lectores de Platón son conscientes de la trama de la vida y muerte de Sócrates, no así el propio Sócrates. La pregunta de Sócrates a Glaucón en la República acerca del destino del prisionero que volviera a la caverna –«¿No lo condenarían a muerte?»– es el equivalente platónico a la promesa de Edipo, en el Edipo Rey de Sófocles, de que el descubrirá al asesino del rey Layo: «Lucharé por el hombre muerto como si fuera mi padre». Cuando dice estas palabras confiadas, Edipo no sabe que el hombre muerto era su padre o que él lo ha matado, y Sócrates no podía saber el perfil preciso de su propio destino en la caverna de Atenas. La diferencia entre la situación de Edipo y la de Sócrates es simplemente que la ignorancia de Edipo abarca al pasado, mientras que Sócrates es ignorante de su destino en la Atenas democrática.
»Siendo un resultado de la elección platónica de la forma de un diálogo dramático en el que él nunca aparece como un personaje y nunca habla él mismo, ya sea como actor o como autor, los problemas de interpretar una diálogo de Platón son en el fondo los problema de interpretar una tragedia de Sófocles o de Shakespeare. Platón habla a través de su diálogo como un todo, no a través de algún personaje individual. La elección de Platón de la forma de expresión filosófica que más se asemeja a la tragedia significa que no podemos ver a Sócrates como un «portavoz» de Platón –no más de lo que podemos tomar a al coro de una tragedia de Sófocles como portavoz de Sófocles. Tampoco (como argumentaré en III §8 «Magnesia») podemos ver en el Ateniense de las Leyes una máscara que tiene las características, apenas disimuladas, del propio Platón. Es sólo con Aristóteles y, después, con Cicerón que el autor de un diálogo se introduce a sí mismo como hablante en ese diálogo y que se arroga para sí una autoridad de la que Platón abjura».

Diskin Clay, Platonic questions. Dialogues with the Silent Philosopher, Pensilvania: The Pensilvania State UP, 2000, pp. 101-102 (II §3)

Anteriores post relacionados:
Autor (textual) y narrador, 8-03-2011.
Platón y Sócrates. El punto de vista del lector, 9-03-2011.
Prolepsis de la muerte de Sócrates, 21-03-2011.
Sócrates cómico, 24-03-2011.
Ironía retrospectiva (Halperin), 5-04-2011.

 

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Ironía retrospectiva (Halperin).

La forma composicional, elaborada y bizarramente compleja, del Banquete puede ser considerada en al menos dos maneras que no refieren directamente a las doctrinas filosóficas enunciadas en el diálogo. Primero, la elección platónica del marco histórico y su colocación de las distintas conversaciones separadas temporalmente unas de otras crea una ironía retrospectiva: al conceder al lector más conocimiento de lo que la vida les tiene reservado a los interlocutores que el que cualquiera de ellos posee en cualquier momento, Platón imparte a sus palabras un significado del que ellos mismos no son conscientes.

David M. Halperin, «Plato and the erotics of narrativity» (en: N. D. Smith (ed.), Plato. Critical assessments, vol. III, New York-London: Routledge, 1998), p. 246. Sub. mío.

PD:

Y además hay una ironía platónica que, en la visión reveladora retrospectiva del poeta trágico, nos hace darnos cuenta de que, incluso en su versión más lúcida, el Sócrates platónico no podría apreciar completamente el sentido de sus propias palabras y de que la pretensión socrática de ignorancia está en algún sentido justificada. Sócrates no acababa de entender a Sócrates.

Diskin Clay, Platonic questions. Dialogues with the Silent Philosopher, Pensilvania: The Pensilvania State UP, 2000, p. 76. Sub. mío.

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