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Ponencia: «El enigma de Sócrates. El Sócrates platónico entre la mayéutica y la segunda navegación»

Conferencia leída el 27 de septiembre de 2018 en el II Simposio Ibérico de Filosofía Griega («Platón y los platonismos», Palma de Mallorca). Programa del congreso: aquí.

Aquí la podéis descargar en pdf: El enigma de Sócrates. El Sócrates platónico entre la mayéutica y la segunda navegación.

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Buenos días.

El título de esta ponencia es “El enigma de Sócrates. El Sócrates platónico entre la mayéutica y la segunda navegación”. Voy a hablar, pues, de un enigma y, en este sentido, lo que primero hay que hacer es plantear qué es un enigma, para poder apreciarlo como tal.

Introducción: la forma del enigma

En la Poética, Aristóteles define de la siguiente manera lo que es un enigma:

La forma [idéa] del enigma es el unir cosas imposibles diciendo lo que se da [tò légonta hypárkhonta adýnata sýnapsai].

Poética, 1458a26-27

Todo enigma expresa así un imposible que no se reduce a la mera afirmación de una contradicción, sino que requiere que aquello de lo que se esté hablando, efectivamente, sea algo que “se dé”. Debe indicar, pues, algo que sea verdad. Ahora bien, si esto es así, entonces lo que ocurre es que la contradicción que se enuncia o bien no se da al mismo tiempo o bien no se emplea en el mismo sentido: solo así una contradicción puede ser algo que “se dé”. Esto nos sitúa, por lo tanto, en el terreno de lo indirecto, de la ambigüedad del sentido, de la metáfora. El texto de la Poética continúa, en efecto, hablando de la metáfora como la vía para poder hacer un enigma:

Ahora bien, según la composición de los nombres, esto [es decir, unir lo imposible] no es posible hacerlo, pero según la metáfora sí se puede, como lo de ‘he visto a un hombre que con fuego ha soldado bronce a otro hombre’ y cosas similares.

Poética, 1458a27-30

Este “célebre enigma” que aquí se pone de ejemplo, según refiere el propio Aristóteles en la Retórica (III, 1405b1-2), se explica porque lo que se describe, la aplicación de una suerte de ventosa de bronce en el pecho a modo de curación, carece de nombre y así, al emplear metafóricamente el verbo kolláō (“soldar”) se genera el enigma. La interpretación estricta, literal u ordinaria, de la palabra es la que conduce al enigma, pues no se entiende desde ella y semeja así un imposible. Y, sin embargo, es algo que se da, y que, en el caso del enigma de la ventosa, es exigido, al ser anónimo, si queremos enunciar lo que en efecto se da. La metáfora permite así, a pesar del enigma que genera o, más bien, por medio de él, comprender lo real.

Pues bien, vayamos al asunto de la ponencia. ¿Cuál es el enigma de Sócrates? He escogido expresamente a palabra “enigma” ya que el propio Sócrates la emplea en la Apología, al referir la célebre anécdota del oráculo de Delfos. La consulta de su amigo Querefonte habría arrojado la respuesta de que no había nadie más sabio que Sócrates, a lo que este añade:

Oyendo yo estas cosas, pensaba para mí mismo: ¿pero qué dice el dios? ¿Qué enigma plantea [ainíttetai]? Pues yo no me considero a mí mismo sabio, ni mucho ni poco. Entonces, ¿qué dice al afirmar que yo soy el más sabio? Pues ciertamente no le cabe mentir: no le es lícito.

Apología de Sócrates 21b

Este enigma respeta los rasgos que destaca Aristóteles (“unir cosas imposibles”: el más sabio es el que no sabe; “diciendo lo que se da”: lo dice el oráculo), pero no es explícito. No lo es para Querefonte, por ejemplo, que seguro que se dio por satisfecho al confirmar la impresión que tenía sobre la sabiduría de su amigo. Pero sí lo es para Sócrates, para quien la respuesta de la Pitia contradice lo que él mismo piensa sobre sí mismo. De esta forma, la respuesta del oráculo es un enigma si y solo si tomamos en serio la afirmación socrática de que él no sabe nada. En efecto, uno puede presuponer que Sócrates nos engaña al decir estas cosas sobre sí mismo y, en ese sentido, no habrá enigma alguno: Sócrates sería un sabio, incluso el más sabio de todos, pero lo ocultaría a los demás. Esta interpretación, la de la ironía socrática, ha sido sostenida a menudo, incluso por alguno de los personajes de los diálogos de Platón (por ejemplo, Alcibíades en su elogio del Banquete), pero no es lo que, como vemos, dice el Sócrates de la Apología ni, como vamos a ver, el de otros pasajes.

Para entender este pasaje de la Apología y, dada su centralidad, el sentido mismo de la defensa de Sócrates, es preciso, sin embargo, no disolver de esta forma el enigma. Debemos tomarnos en serio que Sócrates, en efecto, no sabe nada. Solo entonces comparece el enigma que inquieta a Sócrates. Pues asumiendo que él no sabe nada, sin embargo, queda lo que dice el oráculo, y lo que dice el oráculo es algo que “se da”, que es verdad. El oráculo, en cuanto representante de lo divino, no puede mentir (no es thémis para él), aunque sus declaraciones manifiesten un imposible. La afirmación del oráculo se convierte así en enigma: Sócrates, que no sabe, es el más sabio.

Lo que busco en esta ponencia es sencillo: se trata, simplemente, de apreciar la profundidad de este enigma, de ver cómo se extiende a lo largo de la obra de Platón. Solo así pueden entenderse dos cosas: la primera, que la disolución del enigma, al modo de la ironía, por ejemplo, o de cualquier otra manera, lo que hace es privarnos de lo esencial, de aquello que constituye la especificidad de Sócrates, y, la segunda, que la clave del enigma no estriba en su solución, sino en comprender que el enigma permite expresar algo que de otra forma no podría ser expresado. Voy a intentar, pues, destacar cómo este mismo enigma puede encontrarse en dos pasajes muy conocidos de la obra de Platón, el símil de la partera del Teeteto (149a-151d) y el tramo de la segunda navegación del Fedón (95e-107d). Para terminar, recogeré los hilos que han ido apareciendo con vistas a poner de relieve el carácter fundamental, si no del enigma, sí de lo que se busca expresar en él.

La mayéutica y el enigma

Comienzo, pues, con el pasaje del Teeteto. Ya anteriormente la conversación de Sócrates con Teodoro había situado la perspectiva que define el diálogo y su estructura mayéutica. Así, la conversación con Teeteto va a consistir, según las palabras de Sócrates, en que Teeteto se muestre y Sócrates le examine (soì mèn epideiknúnai, emoì dè skopeîsthai: 145b). Sin embargo, el siguiente tramo del diálogo, 145c-148e, va a obligar a Sócrates a formular con más precisión esa estructura mediante la remisión al símil de la partera. Es importante, pues, tener en cuenta lo que allí se dice, pues en ese tramo está la razón de ser de ese discurso autorreflexivo de Sócrates.

Para empezar, en él se plantea ya la “pequeña” dificultad que va a articular la discusión: dado que Teeteto está aprendiendo con Teodoro y aprender (manthánein) consiste en llegar a ser más sabio, y los sabios son sabios por la sabiduría (sophía) y la sabiduría es lo mismo que el conocimiento (epistémē), Sócrates interroga al joven por qué sea el conocimiento (145c-146c). Tras ello sigue la típica primera respuesta-catálogo, en la que se ofrecen ejemplos de conocimientos, y la remisión socrática al eîdos, a la epistémē autó (146c-e), incluso un momento “paradigmático” (147a-148b), en el que se ejemplifica el tipo de respuesta que se pide; tras todo esto, una vez clarificada esta índole eidética de la investigación, es decir, una vez que se ha delimitado el tipo de investigación que se va a plantear, Teeteto dice:

Ten por seguro, Sócrates, que a menudo he intentado examinar [sképsasthai] esto, al oír lo que me llegaba de tus preguntas. Sin embargo, no estoy convencido de ser capaz por mí mismo de decir algo suficiente ni he escuchado a nadie que dijera nada tal y como tú exiges.

Teeteto 148d-e

Esta declaración de Teeteto motiva el símil de la partera. Y ello no de un modo banal: lo que está aquí en juego es un juicio global sobre la actividad socrática, que conduciría a lo que hoy llamaríamos “escepticismo”. La cuestión del eîdos de la epistémē aparece aquí como un asunto irresoluble: Teeteto no lo ha conseguido ni ha oido de nadie que lo hiciera. Y si esto es así, ¿para qué intentarlo? Se podría generalizar esta cuestión, por ejemplo, acudiendo a la Apología: si Sócrates interroga a los que parecen ser sabios y ninguno sabe responderle, ¿para qué intentarlo? ¿Por qué no asumir la incapacidad y dejar de responder, de pensar, de dialogar? Como se ve, está aquí en juego el sentido mismo de la práctica socrática. Y eso es lo que conduce a Sócrates a tematizarla bajo la figura indirecta del símil.

Entramos así en el pasaje en cuestión. Ante este “escepticismo” de Teeteto, Sócrates comienza declarando que él se ocupa de la misma técnica que su madre, es decir, indica claramente que él posee un arte, una técnica, un conocimiento: de hecho, pide a Teeteto que le guarde el secreto y señala que aquellos que no se dan cuenta de que posee esa técnica lo consideran alguien absurdo y, en clara alusión al Menón, un simple generador de dificultades (149a). De esta forma, parece insinuarse aquí el Sócrates irónico, poseedor de un saber que, por las razones que sean, no quiere revelar a los demás. Pero, inmediatamente después, pasa a explicar cómo es que él posee este arte y, paradójicamente, cuenta que se debe a que, al igual que las parteras en cuanto a la gestación, él es incapaz de conseguir aquello que, sin embargo, pretende ayudar a conseguir: él es “estéril en sabiduría” (150c). Es decir, en el mismo pasaje se indica que Sócrates posee un saber a la vez que se dice que él no posee ningún saber. De nuevo, pues, el enigma.

Nótese que esta tékhnē socrática aparece bajo el signo de lo indirecto, pensada a través de la comparación con otra tékhnē, y a pesar de ella, pues lo propio de la socrática es lo que la mayéutica convencional no ejecuta. En efecto, la tékhnē socrática no es capaz de dar a luz nada sabio, es estéril en este sentido, pero, no obstante, sí que es capaz de algo:

En mi arte de partear se dan cuantas cosas se dan en el de ellas, pero difiere en que asiste [maieúesthai] a hombres y no a mujeres, y en que examina lo que engendran las almas de ellos, no los cuerpos. Y lo mayor de mi arte es que es capaz de poner a prueba [basanídsein] de cualquier modo si lo engendrado por el pensamiento [diánoia] del joven es algo imaginario y falso o fecundo y verdadero.

Teeteto 150b-c

Sócrates posee, por lo tanto, una capacidad de poner a prueba, una capacidad “crítica” (krínein: 150b): es capaz de discernir lo verdadero de lo que no lo es. Esto es perfectamente coherente con el relato de la Apología desde el momento en que, para saber si los que parecen ser sabios en efecto lo son, Sócrates necesita poder distinguir si lo que ellos dicen es verdad o no lo es. Esta capacidad crítica es la que hace que el examen mayéutico tenga sentido: si la habilidad socrática consistiera, simplemente, en refutar las afirmaciones, sean estas verdaderas o falsas, nos encontraríamos en la situación “escéptica” que había planteado Teeteto antes. Lo engendrado puede ser verdadero o falso, y es por ello que tiene sentido tratar de responder al interrogatorio socrático.

Ahora bien, que se plantee la posibilidad no quiere decir que efectivamente ocurra. De hecho, una vez descrita en estos términos su práctica, Sócrates advierte a Teeteto de que no se irrite si el examen no arroja resultados positivos (151c-d). Esta advertencia no es baladí, sino una anticipación del entero diálogo: ninguna de las respuestas de Teeteto resistirá el examen socrático, como tampoco lo hacen las respuestas de los que parecen ser sabios en la Apología. Sin embargo, el horizonte de la alétheia es necesario para justificar la investigación, pues si no existe la posibilidad de alcanzarla, si se decretase de antemano el carácter negativo de la investigación socrática, el interlocutor caería en la situación “escéptica” que planteaba Teeteto antes del símil de la partera y la conversación quedaría reducida a una exhibición erística como la que plantean los hermanos del Eutidemo. Y ese horizonte se sostiene desde la afirmación, indirecta, figurada, de un cierto saber de Sócrates que, sin embargo, no puede considerarse propiamente saber, dado que se ejerce a partir de una explícita esterilidad cognoscitiva. Es decir, el horizonte de la alétheia, y con él el sentido mismo del diálogo, es posibilitado por el enigma.

La segunda navegación y el enigma

Pues bien, esta misma desazón que amenaza con paralizar y silenciar a Teeteto antes de que Sócrates proponga el símil que he analizado, aparece en el Fedón con el nombre de “misología”, de odio al discurso, y es algo a lo que, a su vez, busca replicar el otro pasaje que voy a analizar, el de la segunda navegación. A partir de un determinado momento del diálogo (84d), Simmias y Cebes plantean dos objeciones que parecen deshacer la firmeza de todo lo que había sido dicho hasta entonces. Ese derrumbamiento somete a los presentes (y a los ausentes también, encarnados en Equécrates) a la desazón mencionada. Fedón señala el sentir general del siguiente modo:

Escuchando decir estas cosas, todos nos sentimos a disgusto [aēdôs], como posteriormente nos dijimos entre nosotros, ya que, firmemente convencidos por el anterior discurso [lógou], de nuevo nos pareció que nos removían el suelo y nos lanzaban a la desconfianza [apistían] no solo respecto de los discursos que se habían dicho antes sino de los que se intentaran enunciar en lo posterior, al no ser jueces [kritaì] dignos de nada o incluso no siendo de confianza [ápista] las cosas mismas.

Fedón 88c

Nos encontramos aquí, pues, en una situación análoga a la descrita por Teeteto: la experiencia del fracaso del lógos, que lleva a establecer una conclusion general acerca de su capacidad para llegar a buen puerto. Con ello, el diálogo amenaza con autodestruirse, perdido el horizonte referencial de la alétheia en la desazón por la falta de resultados. Sócrates apunta a este páthos en su intervención posterior, señalando su carácter generalizador en una comparación con la misantropía. En efecto, al igual que el que odia a los hombres extrae ese sentimiento de sus experiencias con hombres malvados, “al haber confiado fuertemente en ellos sin técnica” (89d), también le sucede lo mismo a “quien confía que algún discurso sea verdad sin la técnica de los discursos [áneu tês perì toùs lógous tékhnēs]” (90b). Y resalta las consecuencias de esta desconfianza, que se expresan en la figura del que discute sin más objetivo que la discusión misma (y su victoria: philonikōs, 91a), perdida la referencia a la alétheia:

Y sobre todo [la misología les ocurre] a los que se dedican a los discursos contradictorios [antilogikoùs lógous], que sabes que acaban por llegar a considerarse los más sabios y pensar por sí mismos que en las cosas no hay ninguna sana ni firme [bébaion], ni tampoco en los discursos, sino que todas las cosas simplemente van y vienen abajo y arriba, como las aguas del Euripo, y ninguna permanece ningún tiempo en nada.

Fedón 90c

De esta forma, la defensa frente a las objeciones de Simmias y Cebes se emmarca en el diálogo dentro de una perspectiva más amplia, la de la defensa del carácter veritativo del lógos, y del sentido de una discusión que no sea simplemente una exhibición de persuasión de los demás, sino, ante todo, una persuasión de uno mismo (90d-91c). Lo que está en juego es, pues, la capacidad de ser un “juez”, un krítes, digno, alguien capaz de krínein, de discernir lo verdadero y lo falso, precisamente aquello que caracterizaba la labor mayéutica de Sócrates. Y, como tal, aquí se habla de una cierta “técnica”, relativa al lógos, que permite “confiar en que algún lógos sea verdad”, es decir, permite establecer con rigor esa criba veritativa. Así pues, de nuevo, se trata de dar sentido a lo que Sócrates hace y, es por ello que Socrates va a pasar a hablar de sí mismo, ofreciendo las claves de lo que sea esa mencionada técnica de los lógoi.

Este es el marco del pasaje que quiero analizar del Fedón, esa autobiografía intelectual que Sócrates esgrime para responder a la objeción de Cebes y en la que se nos habla de su “segunda navegación”. Puede parecer paradójico que esa “técnica de los lógoi” no vuelva a ser mencionada explícitamente, pero esa ausencia debe conectarse con el carácter secreto con que le refería Sócrates a Teeteto su arte mayéutico. Las menciones al lógos en la descripción de la “segunda navegación” socrática sugieren, por lo demás, que la mencionada “técnica” se está describiendo ahí.

Para comenzar con su biografía, Sócrates describe sus inicios intelectuales (“siendo joven”: 96a), interesado por la perì phýseōs historía, la investigación sobre la naturaleza. El resultado de este interés va a ser una radical privación: en primer lugar, de aquello que antes creía saber (96c); y, en segundo lugar pero no menos importante, de una respuesta adecuada al problema causal en términos de “lo mejor”, representada por la decepción con el libro de Anaxágoras (97c-98c). Esta privación caracteriza el deúteros ploûs socrático:

Así pues, yo, de este estilo de causa por la que aquello es, habría llegado a ser gustosamente alumno de cualquiera: pero, tras ser privado de ella y no haber llegado a ser capaz de encontrarla por mí mismo ni aprenderla de otros, ¿quieres, Cebes, que te haga la exposición de la segunda navegación en la que me ocupé en busca de la causa?

Fedón 99c-d

La expresión “segunda navegación” alude, según nos indica un fragmento de Menandro (fr. 241K), a la navegación con remos cuando el viento impide usar la vela. Se trata de una expresión coloquial, que aparece en otras partes de los diálogos en el sentido de que si no se puede conseguir lo primero, al menos uno puede contentarse con lo segundo (véase, por ejemplo, Filebo 16c). Aristóteles emplea la expresión en el mismo sentido, señalando que, ante la dificultad de alcanzar exactamente el término medio, lo que se puede hacer (segunda navegación) es apartarse de aquello a lo que nos sentimos más inclinados, “pues apartándonos lejos del error llegaremos al término medio” (Ética a Nicómaco II, 9, 1109a24-b11). La segunda navegación, pues, es una segunda opción, a la que solo se acude porque la primera no se ha conseguido. Algo similar a la expresión castellana “a falta de pan, buenas son tortas”.

Con esta expresión se remarca así el carácter derivado, secundario, de este nuevo rumbo intelectual socrático. Solo tras la experiencia privativa que supone el perì phýseōs puede abordarse el nuevo marco teórico. Es decir, sólo desde el desaprendizaje, desde el rechazo de lo que se da por sabido, tiene sentido el siguiente episodio de la búsqueda socrática. Aquí se apunta, por lo tanto, a que aquello de lo que se va a hablar, esto es, esa técnica de los lógoi que puede evitar la misología, presupone la experiencia de la privacion de respuestas y, en ese sentido, un aferrarse a la propia ignorancia. Así pues, se va a hablar de un cierto saber que tiene Sócrates, de una técnica, que, sin embargo, presupone que Sócrates no sabe nada. El enigma preside, de nuevo, esta autointerpretación de Sócrates.

En un primer momento, Sócrates sintetiza su actividad de la siguiente forma: se asume un lógos X (el que se juzgue, krínein, más sólido) y se extraen las consecuencias para hallar la verdad o, en su caso, su falsedad (100a). Básicamente, a esto se reduce su nueva “metodología”. La falta de comprensión de Cebes le conduce a explayarse más sobre el particular y, sobre todo, a subrayar que no está hablando de otra cosa sino de lo que él siempre ha hecho (100b). Es decir, debemos tomar estas reflexiones como una explicación de lo que Sócrates hace, no solo en el Fedón o a partir del Fedón, sino en cualesquiera de los diálogos. Y, en efecto, eso de discernir lo verdadero de lo falso ya nos ha aparecido como una característica específica de la mayéutica socrática en el Teeteto: no otra cosa se hace en el resto de los diálogos sino asumir un lógos, es decir, una enunciación de algo sobre algo (por ejemplo, la epistémē es la aísthēsis), extraer sus consecuencias y examinarlas como tales. Que este examen no redunde en ninguna verdad no es relevante para la tematización del método; al contrario, una afirmación general semejante supondría más bien un cortocircuito de la práctica socrática y una caída en la desazón o misología escéptica que, como veíamos antes, lleva a desestimar la realidad de las cosas. Que no se parte de aquí es algo que Sócrates afirma explícitamente al reexponer con más detalle su metodología: en primer lugar, debe asumirse que “lo bello es algo en sí mismo y por sí mismo, y lo bueno, y lo grande y todo lo que es por el estilo” (100b), lo que más adelante se glosará como reconocer “que es algo cada uno de los eídē” (102a-b). Es esta una presuposicion del diálogo: no se trata de que se sostenga una teoría extravagante sobre la existencia de unas súper cosas en una suerte de súper mundo distinto de este; se trata simplemente de asumir que hay determinación de las cosas, que las cosas son algo y, como tal, que ese “ser algo” es. Es decir, el primer paso de la “segunda navegación” es el tránsito al reconocimiento del eîdos, precisamente lo mismo que ocurre en el Teeteto (y en muchos de los diálogos) al descartarse la primera respuesta-catálogo y explicitar la dimensión eidética de la pregunta. En este punto se insertan las discusiones con personajes por así decir del tipo sofista en los diálogos y por ello constituyen un enemigo terrible de la dialéctica platónica, dado que no conceden la premisa básica de actuación. Pero si esto se admite, entonces queda definido el marco de discusión:

Examina, pues, las cosas que se siguen de ello, si es que concuerdas conmigo. Pues me parece que, si alguna otra cosa es bella aparte de lo bello en sí, no por ninguna otra cosa será bella sino porque participa de aquella belleza, y así digo de todas las demás cosas. (100c)

Fedón 100c

Recordemos que el punto de partida de la indagación del Teeteto era que “los sabios son sabios por la sabiduría”. La práctica del resto de diálogos se halla también plagada de estas fomulaciones causales de la esencia eidética de lo que se busca. Es el punto de partida de la discusión socrática: una vez que se señala que la causa de las cosas bellas es la belleza, o de las valientes la valentía, se pregunta entonces qué es la belleza, o la valentía, etc. El que no se llegue a una respuesta precisa no es, de nuevo, objeción para la descripción metodológica. Lo que se resalta aquí, pues, es que el punto de vista del lógos, del eîdos, impone el análisis de las determinaciones por sí mismas y que ese punto de vista supone el aferrarse a la privación de sabiduría que es resultado del primer intento de “navegación”:

Por lo tanto, ya no comprendo ni soy capaz de conocer las demás causas, aquellas tan sabias: sino que si alguien me dice que cualquier cosa es bella ya sea por tener un color florido o una figura o cualquier otra cosa por el estilo, mando a paseo el resto de cosas –pues me confunden todas ellas– y me quedo para mí con aquello simple y sencillo [atékhnōs] y quizá ingenuo de que no otra cosa hace que algo sea bello sino la presencia, o comunidad, o como quiera que se le llame, de aquella belleza: pues esto ya no lo tengo por firme, sino solo que todas las cosas bellas llegan a ser bellas por la belleza.

Fedón 100c-d

De esta suerte, la tékhnē del lógos pasa por aferrarse a algo atékhnōs, que no es más que el reconocimiento de las determinaciones y la discusión sobre ellas. Aceptar este marco “lógico” conlleva a su vez una serie de implicaciones que se pondrán de relieve en el siguiente tramo del diálogo (a partir de 102b), pero lo esencial para lo que aquí me interesa ha sido dicho ya. La práctica del diálogo se ha descrito como una suerte de técnica que, no obstante, implica la radical consciencia de ignorancia que hemos visto ya en otros pasajes. Es decir, el enigma que nos ha aparecido antes.

Conclusión: el enigma y la filosofía

Voy concluyendo. Según la Apología, el enigma de la Pitia es lo que va a incitar a Sócrates a dedicar su práctica cotidiana a dialogar con todo aquel que pareciera ser sabio, buscando con ello refutar al oráculo al encontrar a alguien más sabio que él mismo. Una interpretación ironista de la ignorancia socrática haría absurda esta búsqueda. Es más: Sócrates va a intentar deshacer el imposible del enigma aferrándose, precisamente, a aquello que la interpretación ironista no le concede, su propia ignorancia: no busca refutar su propia ignorancia sino, antes bien, la supuesta sabiduría que se le achaca. Por lo tanto, es por la evidencia de su falta de sabiduría que Sócrates va a dedicarse a hacer lo que hace. Y esto es lo mismo que decir que lo que ocurre en los diálogos de Platón solo tiene sentido desde esa afirmación socrática de ignorancia. Lo mismo se sostiene en el Fedón y el Teeteto: la extraña técnica socrática presupone la ignorancia (la esterilidad o la privación). No consiste más que en ella misma. Y, por tanto, si la ignorancia se suprimiera, si pudiésemos decir con propiedad que Sócrates sabe algo, dejaría de tener sentido la práctica socrática, la búsqueda de la refutación del oráculo. Pero hay más: de no ser por ese enigma de la Pitia, Sócrates no habría iniciado su búsqueda. Es decir, si no fuera por la afirmación oracular de la sabiduría socrática tampoco tendría sentido su práctica. Y lo mismo sucede, como hemos visto, en el Fedón y el Teeteto: tanto la mayéutica como la la tékhnē del lógos proporcionan el horizonte que da sentido al despliegue socrático de ignorancia. Por ello, debe decirse que Sócrates no sabe nada pero, al mismo tiempo, debe decirse que sí que sabe. De esta forma, el enigma es insuperable, puesto que es constitutivo de la búsqueda: es lo que hace que la perpetuidad de la búsqueda no se convierta en un argumento en contra de ella.

Conviene, pues, hacer la lectura casi se diría que inversa de la ironista: no es que Sócrates sepa y lo oculte, sino que, al contrario, Sócrates no sabe y su “saber” no consiste en otra cosa sino en aferrarse a ese no saber. En la Apología, tras el relato de su intento infructuoso de refutación del oráculo, sostiene Sócrates:

Y quizá ocurre, atenienses, que el dios es el que es sabio, y que en este oráculo diga que la sabiduría humana es digna de poco o de nada. Y aparece diciendo estas cosas de Sócrates, sirviéndose de mi nombre, y hace de mí un ejemplo, como si dijera: ‘de vosotros, hombres, es el más sabio quien, como Sócrates, conoce que no es en verdad digno de nada respecto a la sabiduría’.

Apología de Sócrates 23a-b

Es el aferrarse radicalmente a su ignorancia lo que, precisamente, conduce a Sócrates a confirmar la verdad del oráculo, descubriendo el sentido indirecto que había en sus palabras. La metáfora es aquí una analogía: el saber es a los dioses como el no-saber a los hombres, por ello, solo quien asume el no-saber puede ser designado como sabio entre los hombres. El enigma de Sócrates, así, nos sitúa en un terreno indirecto que permite apreciar una determinación negativa de los hombres: su carencia de saber que, como vemos, no es incompatible con que, de ordinario, se diga que unos saben y otros no, etc. No otra cosa dice la apropiación platónica de la palabra philosophía, en cuanto expresión de la tendencia específica del ser humano: no alguien que sabe o alguien que simplemente ignora hasta su propia ignorancia, no un dios o una bestia, sino alguien que no sabe pero, consciente de ello, busca saber. Esta misma tensión, esta negatividad interna al ánthrōpos, es la que se expresa bajo el enigma de Sócrates, cuya reducción, como puede apreciarse elimina lo más profundo de su enseñanza: la búsqueda perpetua de una alétheia que, pese a no alcanzarla, acierta a mostrar la carencia de la misma.

Muchas gracias.

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Ponencia «Los hombres de la edad de hierro. Antropología de la Grecia arcaica»

Subo por aquí la ponencia leída el 17 de mayor de 2018 en el LV Congreso de Filosofía Joven («Sujetos, fracturas y nuevos sistemas de representación»), celebrado en la Universidad de Murcia (ver programa).

Dejo por aquí la versión en pdf: «Los hombres de la edad de hierro. Antropología de la Grecia arcaica»

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Buenos días.

El título de esta ponencia es “los hombres de la edad de hierro” en referencia, como veremos y muchos de vosotros habréis deducido, al mito hesiódico de las razas. Los hombres de la edad de hierro somos “nosotros”, es decir, los griegos a los que va dirigido el discurso hesiódico. En este sentido, el subtítulo de la ponencia, “antropología de la Grecia arcaica”, indica la perspectiva con la que se va a asumir la lectura de ese pasaje y otros de Hesíodo. Se trata de determinar los rasgos principales del pensamiento antropológico de la Grecia arcaica, que servirá de base, como espero mostrar al final de la ponencia, para las especulaciones más célebres de la época clásica.

Una indicación previa que puede ayudar a esclarecer el pasaje hesiódico que voy a analizar, a la vez que servirá para apreciar la continuidad de las reflexiones allí expuestas. Ya en Homero hay una consideración antropológica de primer orden que, sin embargo, por la índole “épica” (en sentido actual) de su discurso suele pasarse por alto en la lectura. Se trata de la diferencia, explicitada en diferentes ocasiones, entre “los hombres de hoy” y “los hombres de entonces”[1]. Digamos, entre la audiencia del poeta (incluyendo al poeta mismo: “nosotros”) y los héroes que protagonizan su relato. Esta diferencia se juega en diferentes niveles, desde la exuberancia física (los héroes son capaces de levantar piedras de un modo impensable para los humanos de “hoy”, por ejemplo) hasta sus privilegiadas relaciones con la dimensión de lo divino[2]. Este último aspecto me parece esencial y, como vamos a ver, va a reaparecer en el texto hesiódico: la relación entre la variación antropológica y la diferente “religiosidad”. Si bien los héroes de la Ilíada o la Odisea se encuentran sometidos al régimen religioso del sacrificio (en este sentido se puede decir de ellos ya que “no comen en la mesa de los dioses”)[3], sin embargo, su relación con lo divino es más íntima de lo que soñaría cualquier oyente de los poemas homéricos. Su superioridad antropológica se expresa así en su proximidad a los dioses. Puede resumirse esta situación en los parentescos divinos de los héroes y demás afinidades que demuestran los dioses hacia ellos. Por así decir, Odiseo no necesita ejecutar constantemente sacrificios a Atenea para que esta le asista a lo largo de su aventura de regreso a su reino y a su oíkos.

Esta diferencia religiosa, que se encuentra, insisto, relacionada con una diferencia antropológica, va a ser retomada y explicada por Hesíodo en lo que se conoce como el “mito de las edades” o el “mito de las razas” de sus Trabajos y días (vv.106-201). Este relato presenta una sucesión de diferentes “razas de hombres”, entre las que se incluye la raza de oro, la de plata, la de bronce, la de los héroes y la raza de los “hombres de hoy”, es decir, la de hierro. Como ha señalado Jean-Pierre Vernant, la estructura del mito establece dos niveles de oposición y una escisión dentro de la última raza[4]. El primer par de razas se define, y se opone, en su relación con los dioses: si los hombres de oro “viven como los dioses” (v. 112), los de plata “no querían servir a los inmortales ni sacrificar en los sagrados altares de los bienaventurados” (vv. 135-136). Los de bronce y los héroes también se oponen, pero en el plano de la guerra: unos son guerreros “solo interesados por la hýbris”, los otros son también guerreros pero “más díkaios y mejores”. Este juego de oposiciones puede agruparse de la manera siguiente: los hombres de oro son a los de plata como los héroes son a los de bronce. La relación entre unos y otros, señala Vernant, puede expresarse por medio de la oposición entre díke y hýbris. De esta forma, dos y dos, el relato delata una estructura binaria, más que una sucesión cronológica. Pero, planteado esto así, se torna problemática la presencia de los hombres de hierro, que no entrarían en ninguna oposición, quedando descolgados de ellas. El estatus de esta raza puede aclarase, no obstante, si se tiene en cuenta la referencia deíctica: “ahora existe una raza de hierro” (v. 176). De esta forma, el mito se vuelca sobre su actualidad y pone de relieve su intención última.

El contexto (el “ahora”) en el que se desenvuelve este “mito” es clave para entender su sentido. La obra de Hesíodo se encuentra dirigida a su hermano Perses, en el contexto de una disputa judicial en torno a ciertas posesiones heredadas[5]. Esta dimensión concreta, relativa a la “actualidad” de Hesíodo, sin embargo, no individualiza el sentido del poema, puesto que la actitud de Perses puede comprenderse como una ejemplificación de la conducta del hybristés frente a las enseñanzas de díke que propone el poeta[6]. Así, en un momento de los Trabajos, Hesíodo señala de un modo general:

La hýbris es mala para el mortal infeliz y ni siquiera el noble

es capaz de soportarla fácilmente, sino que se agobia bajo ella y

se encuentra con el desastre [átēsin]; pero hay otro camino mejor

que lleva a las cosas justas [tà díkaia]: díkē sobre hýbris prevalece

cuando acontece el fin [télos]. Y el insensato [népios] aprende sufriendo[7].

Como vemos, la “enseñanza” hesiódica gira en torno a los conceptos de hýbris y díke, precisamente las mismas categorías que articulan la alternancia rítmica de las edades. Pero si esto es así, si tiene sentido que alguien como Hesíodo pueda enseñar a otro a ser díkaios y no hybristés, eso quiere decir que hay alternativa, que se puede ser una cosa o la otra. De esta forma, los “hombres de hierro” no son unívocos, como las anteriores razas, sino que se juega en ellos una disputa: se debe elegir si seguir el camino de la hýbris (como, al parecer  habría hecho, al menos hasta el momento de la composición hesiódica, su hermano Perses) o el de la díke (del que trata el poeta de convencer a Perses). Esta apertura de los hombres de hierro a esta dualidad permite, pues, comprender el sentido del mito (la ambigüedad peculiar de los “hombres de hoy”, en referencia a la univocidad de las anteriores) e insertarlo dentro del flujo del poema.

El mito busca así comprender la actualidad de Hesíodo y dar sentido a sus exigencias pragmáticas insertándolas en un contexto cósmico-antropológico más amplio. Tanto la conducta marcada por la hýbris de Perses, como la exhortacíón a la díke del poeta, cobran su sentido mediante el despliegue simbólico del mito. Siendo esto así, la oposición díke-hýbris se eleva a categoría antropológica fundamental. Solo los hombres de hierro se mueven en esa dicotomía, en la elección de un camino u otro. Pero también son categorías de una relevancia cósmica. La díke y la hýbris se encuentran en relación con el orden del mundo, con la ordenación cuya génesis es reconstruida por Hesíodo en la Teogonía. En este sentido, los versos de los Trabajos sobre la diosa Díke (vv. 256-260) constituyen una reflexión sobre la conducta de los hombres y la necesidad, interna al planteamiento griego de la cuestión como vamos a ver, de atenerse a ciertos límites a la hora de obrar. Respetar la díke es respetar la ordenación del mundo y las figuras que explicitan ese orden interno son los dioses. De esta forma, respetar la díke no es otra cosa que observar las pautas religiosas de conducta que implican el reconocimiento de la presencia divina en el mundo. No otra cosa hará Hesíodo más adelante en los Trabajos, en la parte de los consejos y prohibiciones, alternando referencias de índole técnica con otras de carácter religioso. Ambos aspectos aparecen como inseparables en Hesíodo: la ritualidad dibuja los contornos del mundo en los que se insertan y se explican las operaciones específicas.

De esta forma, el mito de las “razas” sitúa la “religiosidad”, esto es, la peculiar relación entre mortales e inmortales, como fundamento de sus consideraciones antropológicas. ¿A qué clase de religiosidad se refiere? No se trata ni de la identidad aúrea ni el rechazo argenteo, es decir, no es hay relación “inmediata” con lo divino (identidad o negación, oro o plata), sino un tipo de relación en la que, a pesar de la ausencia, todavía hay una referencia a lo ausente. Me refiero a las prácticas piadosas griegas tradicionales o, por resumir, al régimen sacrificial. El sacrificio da por sentado que los humanos no son dioses (a diferencia del “vivían como dioses” de la edad de oro) pero que necesitan de su asistencia (por contraposición a los hombres de plata). Aidos y Némesis, según el texto hesiódico, son todavía muestras de que lo divino se encuentra en relación con los hombres de hierro; cuando esas entidades (es decir, el respeto a la ordenación cósmica y la venganza que sufre el irrespetuoso) abandonen a los hombres, dice Hesíodo, “a los mortales solo les quedarán amargos sufrimientos y ya no habrá remedio para los males” (vv.200-201).

Pero mientras tanto, hay remedio, que pasa por observar las exigencias que la disposición del mundo plantea. Es decir, por cumplir, entre otras cosas, con el régimen sacrificial. Debemos preguntarnos, por lo tanto, ¿qué es un sacrificio en la práctica religiosa griega?  Hesíodo mismo ofrece la respuesta en un mito sobre el que ha vuelto unos versos más arriba de su mito de las edades y que ya había expuesto en la Teogonía. En ese pasaje (Teogonía vv.535-616), precisamente, Hesíodo va a proporcionar una génesis de la práctica sacrificial que, como han sabido ver muy bien Vernant y Detienne, distribuye mediante una oposición las características fundantes de la distinción entre mortales e inmortales. Un enigmático “cuando se diferenciaron [ekrínonto] los dioses y los hombres mortales/ en Mecona” preside el relato, anticipando de esa forma la separación y privilegiando al sacrificio como institución en la que comparece esa distinción. El relato es conocido: Prometeo divide un buey “en porciones desiguales” intentando engañar a Zeus al colocar lo más apetitoso (la carne y las entrañas) dentro del estómago y embadurnando de grasa lo menos apetecible (los huesos). A Zeus no se le pasa por alto el engaño, según Hesíodo, y sin embargo cae en él y se irrita con Prometeo y los mortales. Consecuencia de esta “astucia” prometeica será el régimen sacrificial: “Desde entonces sobre la tierra a los inmortales las razas de hombres / queman blancos huesos al sacrificar en los altares.” (Teogonía 556-557). Pero la cosa no queda ahí, y la oposición entre las partes del sacrificio definirá la especificidad de mortales e inmortales: los hombres, que se quedan con la porción que escondía la carne y las entrañas, son mortales, sujetos a la descomposición, a la corporalidad, al envejecimiento; los dioses, que inhalan el humo de los huesos quemados del buey viven de olores y perfumes, livianos, incorruptibles, inmortales. El mito continuará, señalando nuevos rasgos de la oposición: la necesidad humana de un control técnico del fuego y de la agricultura, la mortalidad y la procreación sexual, etc. Los principales rasgos antropológicos aparecen así desplegados a partir de la distribución sacrificial, que reproduce, en su estructura interna, la diferencia cósmica de los dioses y los hombres[8].

No en vano la práctica sacrificial va a constituir la sustancia de las prácticas piadosas griegas. Si por piedad entendemos ese reconocimiento de límites que se expresaba en la exigencia hesiódica de díke, el sacrificio funge de institución privilegiada en la que se manifiesta ese reconocimiento que es, al mismo tiempo, la señal de un límite para los hombres. El “conócete a ti mismo” délfico, cuyo sentido no es introspectivo sino de reconocimiento de la mortalidad, se encuentra así implícito en la práctica sacrificial. Cuando alguien realiza un sacrificio el supuesto fundamental que guía sus acciones es, como es obvio, que existen dos planos o dos dimensiones: la de los hombres, donde se realiza su acción, y la de los dioses, a los que se ruega para su asistencia. El sacrificio instituye así una relación entre dioses y hombres que consiste en sostener la diferencia entre unos y otros. Pero hay más, y esto explica el carácter politeísta de la religión griega: al sacrificar al dios X con respecto a la acción Y, se está reconociendo una afinidad entre el dios y esa acción o el ámbito de cosas al que se refiere. Lo divino se manifiesta así como la garantía del orden cósmico y de su pluralidad irreductible cada cosa, cada ámbito de acción, es lo que es y requiere hacer lo que requiere hacer porque tiene un dios asociado. Desde esta perspectiva, la sentencia atribuida a Tales de Mileto de que “todo está lleno de dioses”, gana un alcance ontológico específico: todo está lleno de dioses porque todo tiene una consistencia interna que limita las pretensiones humanas. Si se realizan sacrificios a Poseidón antes de salir a navegar es porque se reconoce la entidad del mar y, al cumplir con las prescripciones rituales, se la tiene en cuenta en la acción. Los Trabajos y días de Hesíodo, al presentar sus consejos agrícolas insertos dentro de una pragmática ritual, no hace más que reconocer los límites de las pretensiones humanas, achacando a los dioses la necesidad de “desenterrar el fruto de la tierra”. Las acciones humanas son incompletas si no se tiene en cuenta esa dimensión cósmica, inaccesible al hombre pero presente y activa, que es la esfera de lo divino.

Antropológicamente, esto implica la imposición de unos límites estrictos a la voluntad humana, con lo que la figura de lo divino emerge como una suerte de autocontención de lo humano como tal. Todo esto tendrá su expresión, en la lírica arcaica, con el tema del ciclo de la hýbris. Contrapuesta a díke, en cuanto observancia general del orden del mundo, la hýbris es la “desmesura” que acompaña a los actos humanos en cuanto estos no tienen en cuenta la dimensión divina que regula el kósmos. Esta hýbris se produce en los hombres de un modo “ciego”, sin que ellos lo adviertan más que, a lo sumo, demasiado tarde ya. Este reconocimiento tardío de los límites de la conducta tendrá su expresión en el tema recurrente del páthei máthos, es decir, del “aprendizaje por sufrimiento” con el que suele caracterizarse a los mortales. Como vemos, la figura que aquí se dibuja es la de una humanidad caracterizada por una privación, por una negatividad: toda acción humana se encuentra puesta en cuestión por la actividad soterrada de lo divino. Estos rasgos son comunes al pensamiento arcaico, desde el quejumbroso encuentro entre Príamo y Aquiles de la Ilíada (XXIV, 525-533), pasando por los Trabajos hesiódicos y los poemas de los líricos, hasta llegar a la fundamentación misma de la estructura isonómica de la pólis griega (como puede verse en Heródoto, Historia III, 80).

***

En este punto podemos dar un salto a la Atenas clásica y enlazar esta cuestión con lo que Sófocles plantea en su Edipo Rey, con vistas a medir la distancia entre una época y la otra. En esta tragedia, asistimos al hundimiento de quien es desde un principio caracterizado como “el primero de los hombres” (vv. 33), “el más capaz de todos” (v. 40), “el mejor de los mortales” (v. 46), etc. Es decir, en ella se señalará la fatuidad de la supuesta excelencia o sabiduría humana. Y todo ello, además, se hará desde la clarividencia de una figura cuyo saber depende de lo divino (Apolo, en concreto): el adivino Tiresias. Muy pronto en la obra (v. 330), el adivino enunciará la verdad de lo que está ocurriendo: Edipo es el asesino del rey Layo. Pero Edipo, firme y seguro en su saber mortal, desoirá sus palabras, atribuyéndolas a un complot para derrocarle. Es preciso tomarse en serio la contraposición que está en juego: no se trata de que Edipo sea un pretencioso o un orgulloso, en el sentido más trivial del término; la ceguera de Edipo ante lo que dice Tiresias es irrebasable: ¿cómo va a creer lo que el adivino dice si él sabe (o cree que sabe) que él no ha sido? El desarrollo de la trama consistirá en una convergencia progresiva entre lo que Edipo va descubriendo, que desmiente su saber, y lo que Tiresias ya ha anunciado. El horror final, con el suicidio de Yocasta y la automutilación de Edipo, condensa esta convergencia, con un Edipo anulado y reducido a nada y una afirmación del saber de lo divino (oráculos y adivinos). La tragedia concluye con las siguientes palabras del coro:

Oh habitantes de Tebas, mirad, este es Edipo,

quien supo el célebre enigma y fue hombre poderoso [krátistos],

a quien ningún ciudadano dejaba de envidiar su suerte,

ved en qué mar de miserias ha venido hoy a caer.

Nadie a un mortal considere feliz [olbídsein] antes de saber

qué ocurre el último día de su vida, mientras no

llegue al fin de su vida sin sufrir ningún dolor (vv. 1524-1531)

Lo humano se encuentra definido por una privación, por esa carencia de saber que afecta incluso al “más capaz de los hombres” y que aquí se expresa como el desconocimiento del télos, del fin. Mediante la anulación del saber humano, la tragedia consigue hacer brillar la diferencia entre mortales e inmortales, dando muestras así de su carácter piadoso y tradicional. Como es sabido, las tragedias formaban parte de unas fiestas piadosas en honor a Dionisos que realizaban los atenienses. Aunque su mensaje, como hemos visto, no difiere en exceso de los planteamientos arcaicos, la índole clásica de la tragedia comparece en su carácter “político”. La representación piadosa ya no se trata de la obra de poietés sino de un acto de la pólis en su conjunto. Es la pólis ateniense en su conjunto la que sufraga, asiste y juzga los festivales trágicos. Aquí se puede apreciar la asimilación política de la piedad, cuyos cimientos en el caso de la pólis ateniense fueron establecidos por Solón. Frente al santuario arcaico, lugar de religiosidad privada, se erige el templo clásico, en el que la pólis en su conjunto rinde homenaje a lo divino reservando un espacio de sí para él. De igual forma, esta religión “cívica” generará toda una ritualidad “política” que encontrará su máxima expresión en los festivales trágicos. De esta forma, el contenido piadoso que hemos encontrado en los textos de la época arcaica se perpetuará en la época clásica, en formas específicas de producción, pero no enteramente heterogéneas con lo anterior.

***

Para concluir me gustaría brevemente emparentar las consideraciones antropológicas señaladas hasta aquí con algunas de las reflexiones que marcan el pensamiento de la Grecia antigua. La privación constitutiva de los mortales resuena en la oposición, planteada ya por Parménides, entre dóxa y alétheia, en cuanto la esfera mortal de la dóxa se encuentra a su vez rebasada y delimitada por la esfera divina de la alétheia. Esto se escenifica en el Poema mediante el desdoblamiento de la instancia enunciativa: el yo del Poema, mortal, deja pronto paso al discurso de la diosa, que revelará a la audiencia, entre la que se incluye el propio autor del Poema, los diferentes “caminos” de la investigación. La misma distinción recorre el pensamiento de Heráclito, por ejemplo, en el fragmento que empieza señalando “Escuchándome no a mí, sino al lógos...” (DK 50) en el que se señala la disparidad esencial entre la perspectiva humana (mis palabras) y la divina (el lógos). En este sentido, las palabras del Sócrates de la Apología pueden servir para medir la continuidad en cuanto al trasfondo cósmico que aquí se plantea. Tras explicar el fracaso en su investigación sobre los que “parecen ser sabios”, hecha con vistas a refutar el oráculo que decía que él era el más sabio de entre los hombres, conjetura lo siguiente:

Y quizá ocurre, atenienses, que el dios es el que es sabio, y que en este oráculo diga que la sabiduría humana es digna de poco o de nada. Y aparece diciendo estas cosas de Sócrates, sirviéndose de mi nombre, y hace de mí un ejemplo, como si dijera: ‘de vosotros, hombres, es el más sabio quien, como Sócrates, conoce que no es en verdad digno de nada respecto a la sabiduría’[9].

Como se ve, aquí el hombre sigue estando marcado por esa misma negatividad y privación que solo desde una perspectiva divina, esto es, extrahumana, puede señalarse. Como tal, y esta será la caracterización platónica de esta cuestión antropológica fundamental, el hombre no es, ni puede ser, un sophós, un sabio, sino, a lo sumo, puede esgrimir explícitamente esa negatividad que le constituye y asumir la distancia que se abre entre él y la sophía. Dejar de creerse sabio sin serlo, que es lo que caracteriza a los ignorantes, y situarse en ese espacio intermedio que presupone el reconocimiento de la propia ignorancia e impulsa la avidez de conocimiento. Por decirlo con las palabras del Sócrates del Fedro:

Llamarle sabio me parece que le viene grande, y sólo es propio de dioses. El [nombre] de filósofo u otro por el estilo armoniza más con él y le sería más apropiado[10].

Muchas gracias.

 

[1]    Véase Homero, Ilíada V, 302-304; XII, 378-385; 445-449; XX, 285-287.

[2]    Sobre esta condición de los héroes, véase Jean-Pierre Vernant, Mito y religión en la Grecia antigua, Barcelona: Ariel, 1991, pp. 44-48

[3]  En este sentido, véase el “proemio” del “catálogo de las mujeres” de Hesíodo: vv. 1-12.

[4]  Véase Jean-Pierre Vernant, “El mito hesiódico de las razas. Ensayo de análisis estructural”, en: Mito y pensamiento en la Grecia antigua, Barcelona: Ariel, 1983, pp. 21-51.

[5]  Véase Hesíodo, Trabajos y días 35-41.

[6] Véase Jenny Strauss Clay, «The Education of Perses. From ‘Mega Nepios’ to ‘Dios Genos’ and Back», Materialli e discussioni per l’analisi dei testi classici 31, 1993, pp. 23-33; Ruth Scodel, «Works and Days as Performance», en: E. Minchin (ed.), Orality, Literacy and Performance in the Ancient World, Leiden: Brill, 2012, pp. 111-126.

[7]    Trabajos y días 214-218.

[8]  Véase, además de las referencias hechas anteriormente a Jean-Pierre Vernant, los análisis de Marcel Detienne en Los jardines de Adonis. La mitología griega de los aromas, Madrid: Akal, 2010,

[9]    Platón, Apología de Socrates 23a-b.

[10]  Plató, Fedro 278d

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Ponencia «Poesía para los mortales. La poesía en la Antigua Grecia y las fronteras de lo humano y lo divino»

Aquí os dejo la ponencia «Poesía para los mortales. La poesía en la Antigua Grecia y las fronteras de lo humano y lo divino», leída el 14 de septiembre de 2017 en la Universidad de Zaragoza en el II Congreso Internacional de la Red española de Filosofía titulado «Las fronteras de la humanidad». Podéis consultar la versión publicada en pdf en las actas aquí: pdf.

Introducción

Hola a todos. La ponencia que voy a leer se titula «Poesía para los mortales. La poesía en la Antigua Grecia y las fronteras de lo humano y lo divino». Lo que voy a referir tiene un carácter proyectivo, buscando delimitar el marco de pensamiento en el que se desarrolla la reflexión platónica y aristótelica. En este sentido, explicaré que uno de los núcleos básicos de la religiosidad griega pasa por afirmar una clara distinción entre los dioses y los hombres, de suerte que gran parte de su producción poética consiste en mostrar los límites que separan a unos y otros, y los peligros que acompañan a aquel que, sobrepasando su condición, no los respeta como tales. El principal objetivo de esta ponencia es mostrar cómo esa distinción subyace a la autorrepresentación del poeta homérico y cómo la paradoja que de ella se desprende condiciona el debate intelectual griego.

Poesía y piedad

Para ilustrar el carácter explícito de la exigencia de demarcación entre mortales e inmortales pueden destacarse las palabras que Apolo, protegiendo a Eneas, le dirige a Diomedes en el canto V de la Ilíada. Allí le dice:

¡Reflexiona, Tidida, y repliégate! No pretendas tener
designios iguales a los dioses, nunca se parecerán la raza de los
dioses inmortales y la de los hombres que andan a ras de suelo.(Iliada V, 440-442)

Ante la pretensión de Diomedes, Apolo señala aquí los límites de su condición, estableciendo tajantemente la diferencia entre dioses y hombres. Y no es baladí que sea Apolo el que profiera estas palabras. Esta exhortación apolinea a la moderación y al ajuste a los límites establecidos es paralela a la célebre sentencia que se hallaba inscrita en su templo oracular en Delfos: “Conócete a ti mismo”, es decir, conoce tus límites, conócete en tanto que hombre (y no dios).
En esta sentencia se expresa uno de los núcleos principales de la piedad griega: el reconocimiento de lo divino en cuanto dimensión inaccesible para el hombre y, por tanto, como límite de su condición. Es de notar que, en ambos ejemplos, la demarcación de unos y otros es algo que se ejecuta, que se exige; no algo que se da por sentado. Es decir, es preciso sostener la diferencia entre dioses y hombres, es preciso reconocer los propios límites. Precisamente, tal ejecución constituye el sentido de los actos piadosos griegos.
Ahora bien, si este motivo característico de la religiosidad griega, es decir, el reconocimiento de la distinción entre dioses y hombres, tiene como hemos visto un carácter normativo, es decir, si es algo que debe ejercerse, entonces, tal y como la dibuja la poesía, la distinción entre hombres y dioses se asemeja más a una frontera, es decir, a algo que puede ser traspasado aunque quizá de ello se sigan consecuencias perniciosas.
La lírica arcaica y la tragedia ática abundarán en esta cuestión mediante la descripción de una dinámica constitutiva del mundo que asume este horizonte piadoso como un punto de partida. El proceso descrito suele ser, incluso terminológicamente, el siguiente: a una situación de éxito o de supremacía, nombrada como ólbos o ploútos, le corresponde una situación de «insaciabilidad», el kóros o la pleonexía, que tiene como contrapartida un «orgullo», hýbris, en el que se realiza la transgresión, la adikía, y se cae así en la átē, la perdición, a la que sobrevendrá, tarde o temprano, el castigo, la tísis, con la que se restituye el estado primario y se corrige así lo excepcional. De esta forma, el castigo por la transgresión del límite lo hace relevante como tal. Este esquema lírico y trágico, por lo tanto, transmite el mensaje piadoso que antes señalaba: muestra la irrebasabilidad de la condición mortal por medio del hundimiento de quienes no se atienen a ella.

La ambigüedad homérica

En la obra homérica, el modo poético de realizar este reconocimiento de la diferencia entre mortales y dioses conlleva un momento problemático que, a mi juicio, permite comprender la deriva específica de algunas producciones literarias de la Grecia antigua. Se trata del papel que juega el poeta en toda esta cuestión, en cómo es capaz él, que al fin y al cabo no es más que un mortal, de romper el “velo” que oculta la presencia de los dioses en el mundo y hacerlos comparecer ante su audiencia. Esta aporía se torna paradoja si atendemos, además, que el contenido de las afirmaciones piadosas del poeta es el de exhortar a la limitación y, por tanto, a no hacer lo que el propio poeta parecería estar haciendo.
Para abordar cómo aparece esta cuestión dentro de la propia obra homérica, quiero destacar un par de momentos que pueden ayudar a esclarecer la autorrepresentación que tenía de sí y de su actividad el poeta homérico y, por tanto, el estatuto de esta paradoja.

El primero de ellos es un pasaje en el que el poeta destaca su propia limitación al identificarse como un mortal más como lo es su audiencia. Son unos versos del libro II, que anteceden al larguísimo catálogo de las naves, y dicen lo siguiente:

Decidme ahora, Musas, dueñas de olímpicas moradas,
pues vosotras sois diosas, estáis presentes y sabéis todo
mientras que nosotros sólo oímos la fama y no sabemos nada,
quiénes eran los príncipes y los caudillos de los dánaos. (Iliada II, 484-487)

Lo que me interesa destacar es que este pasaje afirma de un modo explícito que el enunciador del poema, el yo que habla (implícito en el “nosotros”), es un mortal. Y sin embargo, esta confirmación a la vez se realiza en un marco de ambigüedad enunciativa, ya que se está pidiendo que sean las musas las que “digan” lo que efectivamente el poeta va a decir. La cuestión no es baladí desde el momento en que percibimos que las dos epopeyas homéricas arrancan con una similar apelación a la diosa (Ilíada) o a la musa (Odisea) para que se ella la que a partir de entonces se haga cargo de la narración.

En la actividad del poeta, pues, hallamos una dualidad, un cruce, de lo divino y lo mortal, de la musa y del poeta. En este punto es preciso tratar de evitar la tentación hermenéutica de reducir uno de los polos al otro. En efecto, tanto si pensáramos que el poeta apela a la musa como un recurso estilístico, es decir, que finge (por las razones que sean) una descarga de responsabilidad enunciativa (reducción de lo divino a lo mortal), como si pensáramos que el poeta entra en una suerte de trance y habla “endiosado”, es decir, que se produce una auténtica descarga enunciativa (reducción de lo mortal a lo divino), en ambos casos disolvemos la ambigüedad y simplificamos el problema. Ahora bien, quizá esa ambigüedad sea precisamente la clave, por lo que la simplificación sería a costa del núcleo de la cuestión.
Para entender mejor esa situación de ambigüedad quiero ahora destacar otro pasaje de la obra homérica. El texto se encuentra en la Odisea y tiene la notable diferencia de que ya no es un texto de narrador, sino que son las palabras de un personaje. Ahora bien, este personaje es un aedo, es decir, un poeta, tal y como lo es el propio narrador; de esta forma, se puede comprender a esta figura (asi como la del feacio Demódoco) como una “figura espejo” en la que el propio narrador se refleja a sí mismo. En la matanza de los pretendientes con el regreso de Odiseo a Ítaca, el aedo Femio suplica por su vida y dice entonces lo siguiente:
Me interesan los versos 347-348:

Aprendí de mí mismo (autodidaktós) y un dios mis múltiples tonos
en la mente me inspira.

La ambigüedad es aquí sostenida explícitamente: Femio sabe por él mismo y, al mismo tiempo, es un dios el que le inspira. Es decir, Femio es el responsable directo de sus poemas pero, a la vez, es el dios el que le permite hacer lo que hace. No es el único pasaje homérico que desdobla la explicación de alguna actividad en un aspecto humano y otro divino. En efecto, hay abundantes momentos en los que, al igual que en la declaración de Femio, se sostiene la responsabilidad mortal a la vez que se afirma la asistencia divina.
Este tipo de pasajes duales han sido pensados por Albin Lesky bajo la noción de “doble motivación”. Se busca entender con ella cómo actúan los dioses en los poemas homéricos y, en líneas generales, en el corpus griego, sin reducir su complejidad a nuestros esquemas mentales.
La recurrencia de estos pasajes en Homero exige que interpretemos esa situación desde lo que ella misma afirma y que sostengamos que, en el horizonte simbólico griego, la motivación humana y la divina no son excluyentes. Siendo esto así, la actuación del dios, pues, no mermaría la responsabilidad del aedo, del mismo modo que esa misma responsabilidad no excluiría la intervención de un dios.
De esta forma, el recurso de la doble motivación posibilita y justifica la ambigüedad enunciativa del poeta homérico. Las musas hablan en su poesía sin que el poeta pierda la responsabilidad del poema. Por lo tanto, no se trata de que el poeta entre en éxtasis y sea poseído por una entidad divina que hablaría por su boca. Pero, a su vez, tampoco parece que el poeta pudiera ser capaz, por sí solo, de hacer lo que hace. La relación del poeta con las musas es ilustrada de un modo negativo en la anécdota que se nos cuenta de pasada en la Ilíada sobre el poeta Tamiris, quien, al jactarse de rivalizar con las musas en el canto y por tanto de ser independiente de ellas, fue privado por estas de la voz. Debe entenderse esta anécdota en el sentido fuerte de que no hay canto posible sin la intervención de las musas, es decir, como un reverso de la exigencia poética de apelación a las musas.
Con ese gesto, el narrador enfatiza su propia narración pero, sobre todo, demuestra que la presencia divina no es una cuestión de «estilo literario» ni un recurso embellecedor: el poeta requiere de su asistencia para poder hacer lo que efectivamente hace, y es consciente de ello. Solo así es capaz el poeta de presentar una dimensión inaccesible al resto de los mortales sin rebasar él mismo la condición de mortal.
En el gesto de apelar a la musa del poeta homérico se cumplen así esos mismos códigos que eran sostenidos en el acto piadoso del sacrificio. Se reconoce a los dioses; se tiene en cuenta el aspecto divino del mundo y no se renuncia a él; antes bien, se reconoce que es ese aspecto el que hace posible el que se esté haciendo lo que se está haciendo. Las musas actúan aquí en calidad de diosas asistentes, al igual que el dios al que se está sacrificando constituye un “aliado” de aquello que se quiere conseguir o simplemente celebrar.

Debemos preguntarnos: ¿sortea de esta manera el poeta homérico la paradoja que he subrayado antes? Mi tesis es que sí y no, es decir, que en cierto modo sí, pero en cierto modo no. En efecto, es verdad que el poeta reconoce su sujeción a las musas, y en ese sentido se desmarca de ellas, pero también es verdad que mediante ese recurso consigue instalarse en el punto de vista de las musas mismas y ejecutar un discurso capaz de acceder a una dimensión del mundo que, según él mismo dice, le estaría velada. El poeta homérico se mueve en este filo de navaja, en un equilibrio difícilmente sostenible. Mientras la ambigüedad no se torne relevante, mientras permanezca implícita, las dos voces permanecerán confundidas, aunque explícitamente se diferencien y se reconozcan distintas, y el poeta homérico conseguirá hacer visible lo que es constitutivamente invisible.
Dicho de otra forma: mientras lo que haya sea “Homero”, es decir, una tradición oral en la que no tenga sentido aplicar la categoría “autor”, no hay problema, puesto que en tal supuesto el poeta o, si se quiere, la musa dice lo que dice en cada momento (por así decir, no hay otro ejecutor que “Homero”, con lo que no tiene sentido plantear si hay una verdadera inspiración o no); el problema empieza a surgir cuando, aparte de “Homero”, esté también Hesíodo o cualquier otro: entonces, cobra sentido contraponer diferentes enunciaciones de cada uno de los poetas y plantearse en cuál de ellos habla la musa y en cuál no. Es decir, entonces se dan las condiciones para que se pueda afirmar, a modo de proverbio, que “los poetas mienten mucho” (proverbio que da por sentado, dicho sea de paso, que se suele pensar que dicen siempre verdad). En este momento, la paradoja se hace visible: ¿cómo es posible que Homero pueda decir lo que dice si, en función de lo que dice, no debería poder decirlo?

Una sabiduría siempre buscada

Esta paradoja, a mi juicio, constituye uno de los acicates de la deriva intelectual de la Grecia antigua. En este sentido, la crítica griega al estatuto epistémico de la poesía homérica no es patrimonio exclusivo de Platón, ni mucho menos. La relevancia de la ambigüedad del poeta homérico constituye el trasfondo de la temprana discusión en torno al papel del poeta como “sabio” que se va a dar a lo largo del devenir histórico de la Grecia antigua. Algunas de las diferentes propuestas literarias pueden entenderse en su especificidad al hilo de este debate. Por ejemplo, un modo de intentar sortear la ambigüedad del poeta será el recurso del Poema de Parménides, introduciendo a la “diosa” como personaje enunciador explícito, contrapuesto al “joven” que la escucha. Un intento distinto será la vía de Heráclito, en la que podríamos introducir también a Hecateo o Heródoto: se trata de una “hiperpiedad”, por así decir, que se niega a la transgresión poética y busca reconocer la diferencia entre dioses y hombres ateniéndose estricta y enfáticamente al lado mortal.

No puedo detenerme en este punto, pero sí quisiera destacar que, si esto es así, el debate que comienza a surgir en la civilización griega en torno a la sophía (en el que se inscribirían los textos que englobamos desde el siglo XIX bajo la categoría de “presocráticos”, aunque no se reduzca a ellos) puede vincularse a la borrosa posición del poeta griego dentro de los códigos que él mismo maneja. De esta forma, adoptamos un modo de entender la historia de la Grecia antigua sustancialmente distinto del relato decimonónico del “paso del mito al lógos”. Ya no se trata de la emergencia de una característica inherente a todo ser humano, la racionalidad, que además se encontraría completamente desplegada en nuestra civilización moderna, sino que la deriva histórica griega constituye por así decir un debate “interno” a sus propios planteamientos, que no requiere de la apelación a ningún principio transhistórico que, en última instancia, no supone sino una celebración narcisista de nuestros propios códigos epistémicos.
A modo de confirmación de lo que vengo diciendo, puede resaltarse que el propio Aristóteles, en el primer libro de la Metafísica, discutiendo acerca del estatuto de la sophía, inscribe su propia actividad teórica en el mismo horizonte ambiguo en el que se envolvía el poeta. Así, dice:

Por ello incluso podría pensarse con justicia que su posesión [la de la sophía] no es humana; pues en muchos aspectos la naturaleza de los hombres es esclava, de modo que, según Simónides, “solo el dios tendría ese privilegio”. Pero no sería digno del hombre no buscar aquel conocimiento que le corresponde por sí mismo. Ahora bien, si lo que dicen los poetas tiene sentido y lo divino es constitutivamente envidioso, sería muy verosímil que se diera aquí y que fueran desgraciados todos los que sean excesivos en eso. Pero ni lo divino puede ser envidioso, sino que, como se dice, “los poetas dicen muchas mentiras”, ni se puede considerar a ningún otro [conocimiento] más estimable que este. Es, en efecto, el más divino y el más estimable. Y es el único que lo es, y doblemente: pues es divino aquel de los conocimientos que más le corresponde tener al dios, pero también aquel que fuera [un conocimiento] sobre los dioses. Y solo en este [conocimiento] coinciden ambos aspectos: pues a todos les parece que el dios es causa y un cierto principio, y este [conocimiento] o solo o sobre todo le corresponde tenerlo al dios. Todos los demás [conocimientos] serán mas necesarios que este, pero ninguno es mejor. (Metafísica I 2, 982b27-983a10)

Vemos que aquí Aristóteles vincula su proyecto de “epistéme buscada” a los motivos poéticos antes señalados, manteniendo el alcance de la ambigüedad. Las referencias que hace a la divinidad, aun cuando buscan confrontarse con la retórica tradicional de la “envidia divina”, sin embargo, son enteramente coherentes con el horizonte que dibuja Homero al atribuir a las musas la capacidad de “saber todas las cosas”. El conocimiento de lo divino es algo propio de lo divino mismo. Pero este horizonte es a su vez movilizado para ser transgredido. La sophía constituye una epistéme que, por un lado, el hombre debe buscar; en esta búsqueda, precisamente, condensa Aristóteles lo más estimable del hombre; pero, por otro, su hallazgo parece específico del dios. De esta forma, Aristóteles define al hombre por una privación, lo que por lo demás constituye el presupuesto de la búsqueda. En este sentido, notemos que Aristóteles dice de la sophía que “o solo o sobre todo le corresponde tenerla al dios”. Esta salvedad es esencial para no desdibujar el horizonte heurístico y el sentido mismo del proyecto aristotélico.
Si fuese que “solo le corresponde tenerla al dios” se estaría diciendo que al hombre le es imposible hallar la sophía y, por tanto, la búsqueda estaría condenada de antemano. Aristóteles, al dejar abierta la posibilidad con el málista (“sobre todo”) del texto, no hace otra cosa que posibilitar una búsqueda que no por estar condenada al fracaso, digamos, por ser búsqueda perpetua, es menos estimable. El Sócrates platónico, interpretando las palabras del oráculo en función del examen al que sometió a aquellos que “parecían ser sabios”, ya apuntaba en esta misma dirección cuando decía en la Apología:

Y quizá ocurre, atenienses, que el dios es el que es sabio, y que en este oráculo diga que la sabiduría humana es digna de poco o de nada. Y aparece diciendo estas cosas de Sócrates, sirviéndose de mi nombre, y hace de mí un ejemplo, como si dijera: ‘de vosotros, hombres, es el más sabio quien, como Sócrates, conoce que no es en verdad digno de nada respecto a la sabiduría’. (Apología de Sócrates 23a-b)

Los límites de los hombres aquí vuelven a afirmarse y, desde este punto de vista, es el más sabio de los hombres aquel que reconoce en sí sus límites y es capaz de afirmar, como Sócrates, que sabe que no sabe. La ambigüedad poética reaparece aquí, pues, como atopía socrática. Al cabo de la época clásica, pues, se seguirá repitiendo, de forma distinta y sin embargo semejante, la admonición del poeta homérico: los dioses saben todo, nosotros no sabemos nada.

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Discurso de defensa de la tesis doctoral «Piedad y distancia. Un estudio sobre la Grecia clásica»

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DEFENSA TESIS DOCTORAL

Piedad y distancia. Un estudio sobre la Grecia clásica”

Lucas Díaz López

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Saludos y agradecimientos

Quisiera comenzar esta defensa de mi tesis doctoral con una introducción que apunte hacia el horizonte de problemas del que ha partido la investigación. Para ello, traeré aquí unos pasajes de la obra de Marx que no tienen nada que ver, al menos en lo que al contenido primario se refiere, con el tema propio de mi investigación. En ellos se plantea, sin embargo, un problema hermenéutico que me servirá para presentar el marco general en el que se inscribe la tesis.

Los pasajes pertenecen a la Introducción redactada por Marx para su Contribución a la crítica de la economía política, texto inacabado, como es sabido, que antecedió a El Capital en la producción teórica de este autor. Marx inicia ese texto señalando un punto de partida “natural” del análisis: la producción individual. Aquí “natural”, más que “hecho” u “objetividad”, indica “inmediatez”; en este sentido, el comienzo es similar al de la Introducción de la Fenomenología hegeliana, que también parte de una “representación habitual” para mostrar sus límites y sus problemas. En el texto mencionado Marx vincula esta “representación natural” a la economía política clásica, con lo que está ya apuntando al carácter ideológico de la misma o, si se quiere, a su origen histórico. El “punto de partida”, el “estado natural”, de las robinsonadas del siglo XVIII es la propia “sociedad civil”, la sociedad moderna, en la que los individuos producen de manera aislada y se enfrentan y traban relación entre sí en el mercado. Esto, que es el resultado histórico de un proceso complejo, aparece para los pensadores de este periodo como el punto de partida, como el horizonte de comprensión a partir del cual se entiende toda sociedad, y acaba deviniendo así un hecho natural, una dimensión de la naturaleza humana. Al llegar a la sociedad moderna, el hombre se reencontraría con su naturaleza y su verdad.

Nótese, pues, que el principal efecto de esta operación ideológica no es el de una mala interpretación del pasado, que también, sino sobre todo el de una justificación y eternización del presente. En cuanto expresión de la naturaleza íntima del hombre el modo de producción capitalista expresaría así su verdad histórica. Ahora bien, un análisis histórico consecuente, como señala Marx, apunta más bien a que la dependencia del individuo a conjuntos más amplios es la tónica general del desarrollo de las sociedades históricas; desde este punto de vista, lo que es preciso explicar, pues, es el individualismo moderno. Históricamente, la estructura de la “sociedad civil” aparece así como el resultado de un determinado proceso, un producto de la época moderna. Esa representación de un estado de aislamiento individual es así fruto de un devenir social y no debe desvincularse de ese desarrollo para no caer en las ilusiones naturalistas de sus apologetas. Este aspecto histórico y social es esencial para una comprensión concreta y científica (es decir, no ideológica) de la producción y de las relaciones económicas.

Con ello se le aparece a Marx un problema que exige pensar de un modo radical nuestra relación con el pasado. Se trata de la cuestión de hasta qué punto nuestras categorías son válidas para pensar el pasado. Si las nociones con las que pensamos (como esto del “individuo” moderno) pueden relacionarse con formaciones sociales concretas, ¿podemos declararlas como válidas para entender fenómenos relativos a otras formaciones sociales? En el caso de Marx, como vamos a ver, esta cuestión se planteará en los términos de hasta qué punto podemos hablar de una producción en general, de un sistema productivo abstracto. ¿Puede aplicarse este concepto tanto a la sociedad europea del siglo XVIII como a la Atenas clásica o a una tribu neolítica? Es decir, ¿hay univocidad en la noción de producción aplicada a esos ámbitos históricamente diferenciados?

La respuesta de Marx a este problema será ambigua. La tensión de su respuesta (al menos en este texto) se mueve entre el mantenimiento de una serie de categorías relativas a lo económico válidas para toda sociedad y una apuesta radical por entender la especificidad de la sociedad moderna.

La primera respuesta que ofrece Marx es interesante, pero no abre el problema en toda su profundidad, como veremos que hace la segunda. Marx va a defender, unas líneas más abajo de las citadas anteriormente, que la noción de producción contiene en sí una serie de determinaciones comunes que deben ser tenidas en cuenta, desde luego, para el estudio de cada sociedad, pero que deben dejarse a un lado si se quiere aprehender el carácter histórico concreto de cada sistema productivo. Así dice:

Las determinaciones que valen para la producción en general son precisamente las que deben ser separadas, a fin de que no se olvide la diferencia esencial por atender solo a la unidad, la cual se desprende ya del hecho de que el sujeto, la humanidad, y el objeto, la naturaleza, son los mismos” (p. 284, edición de siglo XXI).

Es este un argumento interesante, repito, pero se inscribe dentro de una lógica histórica que, desde el siglo XIX y, en parte, de la mano de los propios planteamientos de Marx, ha sido puesta en cuestión. En efecto, este tipo de representaciones, al incluir una especie de núcleo esencial de la producción, conllevan, implícita o explícitamente, una referencia a un punto final, a un momento en el que habría consciencia de la esencialidad de ese núcleo abstracto y, por tanto, cancelación de las diferencias históricas. De esta forma, estas representaciones se revelan teleológicas y revelan el horizonte común del que parten: la historia es el proceso que un sujeto unitario va sufriendo en su camino para conquistar la verdad de sí. La captación del núcleo esencial, de la noción abstracta, constituye así el momento en el que el sujeto y el objeto aparecerían cada uno frente al otro como lo que son en sí, con lo que nos hallaríamos en el fin de la historia. Es esta una lectura que se ha sostenido en el marxismo, desde luego, aunque la posición de Marx es, sin embargo, más compleja: el énfasis que se pone en este pasaje en la diferenciación histórica, en comprender no ya lo general sino lo específico, denota en cierto modo un abandono parcial de esa lógica, por cuanto lo que aquí interesa no es tanto destacar la continuidad por la que pasa ese agente unitario que es la Humanidad como comprender los momentos concretos en su heterogeneidad.

En cualquier caso, más radical será el argumento que aparecerá unas páginas más abajo en el mismo texto. En su “discurso del método” (que supone el punto 3 de la Introducción en la edición de siglo XXI), Marx encara el problema de su relación con Hegel disociando el proceso de apropiación de lo concreto por medio del pensamiento y el proceso de formación de lo concreto mismo, lo que explica el desfase entre la representación natural (por ejemplo, la representación que decía al principio del individuo como hecho natural) y los análisis históricos (el individualismo como estructura social de la modernidad). Aquí me interesa sin más que, sea como sea la relación entre una cosa y la otra, Marx distingue claramente entre el proceso por el que la conciencia comprende el objeto y el proceso por el que el objeto se forma históricamente. Esto plantea una duda muy interesante en cuanto a los modos de representación de la conciencia, sobre todo cuando esta quiere hacerse cargo del proceso histórico. En este contexto se inscribe el argumento que ahora paso a analizar.

Uno de los principales progresos de la economía política se realizó, según Marx, en la obra de Adam Smith, al poner de relieve el carácter abstracto del trabajo creador de riqueza. Con este descubrimiento, continúa Marx, podría parecer que se ha hallado la expresión más simple y general de la relación que se establece entre el hombre y la naturaleza, lo que permitiría así explicar el resto de maneras concretas con que esa abstracción se realiza en otras sociedades. Es decir, se habría descubierto su núcleo abstracto, que permite pensar los diferentes modos históricos concretos. Hasta aquí parecería que Marx sigue defendiendo lo mismo que hemos visto antes, es decir, un esquema marcado por la diferencia de niveles abstracto-concreto. Pero, acto seguido, Marx señala las condiciones históricas propias del surgimiento de esta noción de trabajo abstracto. Cito:

La indiferencia hacia un trabajo particular corresponde a una forma de sociedad en la cual los individuos pueden pasar fácilmente de un trabajo a otro y en la que el género determinado de trabajo es para ellos fortuito y, por lo tanto, indiferente” (salto un par de líneas) “Este estado de cosas alcanza su máximo desarrollo en la forma más moderna de sociedad burguesa, en los Estados Unidos” (p. 305).

De esta forma, en este texto tan actual, se ve que, pese a que la abstracción del “trabajo” permite pensar las restantes formas de producción, sin embargo, su aparición se corresponde con unas determinadas condiciones históricas y se circunscribe a ellas. Y esto no es más que un ejemplo, como señala Marx un poco más abajo del texto. Cito:

Este ejemplo del trabajo muestra de una manera muy clara cómo incluso las categorías más abstractas, a pesar de su validez –precisamente debido a su naturaleza abstracta– para todas las épocas, son no obstante, en lo que hay de determinado en esta abstracción, el producto de condiciones históricas y poseen plena validez sólo para estas condiciones y dentro de sus límites” (p. 306).

Este argumento es más complejo y más rico que el anterior. Ya no se trata de señalar una serie de determinaciones categoriales comunes, casi se diría que transhistóricas, dentro de las cuales se dan las diferencias (por más importantes que sean), sino que las categorías más generales tienen ahora una génesis histórica que es posterior a las más concretas y, por lo tanto, tienen un ámbito de aplicación determinado y delimitado. De ahí que, aún siendo válidas para toda época, solo son plenamente válidas para una sola época. Se habrá notado la paradoja de estas dos formas de validez, que marca el núcleo de un problema profundo (en alemán el juego se hace entre la Gültigkeit de la abstracción y la Vollgültigkeit de su circunscripción histórica).

Marx nos suministra un argumento hermenéutico muy interesante. Si yo no lo entiendo mal, y prescindiendo un poco del detalle del texto, habría que pensar que nuestra sociedad produce una serie de representaciones abstractas que, a la vez que nos permiten comprender el devenir histórico de otras sociedades (= primera validez), son representaciones exclusivas de esa época misma (= segunda validez, validez plena). Esas categorías son, pues, un producto histórico pese a su factura abstracta. Es decir, pese a su supuesto alcance general, incluso transhistórico, esas categorías tienen una raigambre histórica que les impone una finitud en cuanto a su aplicación. Adviértase la paradoja o la aporía de la situación que se plantea: por un lado, se detecta la presencia de un punto de vista abstracto, capaz de remontar lo histórico en su particularidad y darle unidad, mientras que, por otro, se le señalan unos límites a esa universalidad.

Es justo señalar que el marxismo se ha deslizado a menudo por la pendiente de estas abstracciones, como en el texto antes citado de Marx, en el que se suponía una unidad del concepto de “producción en general” por cuanto había un sujeto y un objeto idénticos en cada caso. Pero también es obligado señalar que, al presentar el argumento más complejo que he mencionado, el propio Marx suministra la vacuna necesaria para evitar esos deslices. En el caso de la noción de producción, un análisis moderno del sistema productivo griego (o feudal, etc.) impone sobre los documentos históricos su noción abstracta, desvinculando de lo “técnico-productivo” todos aquellos aspectos que no se encuentran enlazados en nuestra representación, por ejemplo, todo lo referente a la divinidad en cuanto custodio de ciertos dominios (pienso en Hefesto, Atenea, etc.) pero también todas las consideraciones relativas a la cualificación del trabajo en el sentido de ser algo servil, inferior, etc. Es decir, nos quedamos con lo meramente técnico y descartamos lo demás como un efecto por así decir superestructural, como una representación que es necesaria para ese mundo pero es prescindible en términos absolutos. Dicho de otra forma, imponemos nuestras representaciones del mundo, de lo técnico, etc., como piedra de toque de la verdad o no de las representaciones históricas pasadas. El mundo científico-técnico, el mundo moderno, se erige así en patrón de medida de lo anterior que se verá, entonces, como más o menos acertado en relación a nosotros, y, por lo tanto, su unidad se verá fragmentada en lo que se aproxima a nuestra representación y lo que es descartable a partir de nuestras concepciones. Ahora bien, si hacemos caso a Marx, o al menos a ese pequeño fragmento de la obra de Marx, debemos matizar estas afirmaciones y sospechar de ellas. Al igual que la representación burguesa de la economía tiene como resultado (y podría ser que como finalidad) la fijación y eternización, en una palabra, la naturalización, de una formación económica determinada, las categorías abstractas en otros terrenos, y por supuesto también en el de la filosofía, responden a determinados intereses de dominio. La comprensión del mundo como una inexorable marcha hacia nosotros, hacia las “sociedades avanzadas”, ha tenido, y tiene, como resultado una capitidisminición del resto de sociedades que suele traducirse en actitudes imperialistas o, en el mejor de los casos, paternalistas hacia estas “sociedades inferiores”. Si rechazamos estas prácticas de dominio en favor de la noción moderna de autonomía, es preciso desactivar también las representaciones que las fundamentan.

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Este es el horizonte general, filosófico pero también político, en el que se quiere inscribir esta tesis. Lo que aquí presento es, por lo tanto, una tesis de historia de la filosofía que, al mismo tiempo, quiere hacerse cargo de la filosofía de la historia presente en ella. Es decir, no solo se habla en ella de la Grecia antigua, sino que también se quiere resaltar la noción de historia que preside la investigación. El que no se desvinculen en esta investigación esos dos motivos no quiere decir que en otras sí se encuentren desvinculados; lo que ocurre es que en ellas se da por sentado el horizonte de comprensión dominante de la historia y, por lo tanto, puede ser tratado como “neutro”. Es este punto lo que constituye la actualidad de la tesis, y su impulso fundamental, de modo que me detendré en él unos momentos.

Puede decirse, de un modo muy general, que lo que he pretendido en esta tesis es presentar una lectura consistente de la Grecia antigua que no se deje arrastrar por una serie de inercias hermenéuticas de nuestro tiempo que plantean un determinado modo de ver el pasado muy parecido al modo cómo lo hacían los economistas burgueses que mencionaba Marx. Para no reiterar en exceso las afirmaciones contenidas en la tesis, mostraré este punto desde un ángulo distinto, tal y como en cierto modo se me presentó a mí durante mi investigación.

Cuando, hace unos años ya, realicé el DEA en esta misma universidad, presenté una lectura de los escritos lógicos de Aristóteles que no buscaba ver en ellos una forma subdesarrollada de la lógica formal sino que pretendía situarlos en relación a su contexto específico de surgimiento, estableciendo conexiones entre ellos y el pensamiento griego anterior. Era curioso ver cómo, por regla general, todo aquello que era considerado por los lógicos actuales como presupuestos metafísicos y arbitrarios en la lógica aristotélica constituía sin embargo el núcleo de lo que se defendía en el Organon. Así, por ejemplo, la limitación de las variables aristotélicas a los “términos universales” era señalada como una decisión autorial inexplicable (o peor aún: explicable por lo atrasado de su pensamiento) mientras que en los análisis que proponía correspondía al propio objetivo de su investigación: el estudio de las determinaciones de los entes, de los eíde, tal y como ya comparecía, por ejemplo, en el Fedón platónico. Por decirlo brevemente, el formalismo lógico actual no veía sino limitaciones arbitrarias allí donde Aristóteles estaba preparando el terreno para los análisis de la Metafísica. Lo que hace el historiador de la lógica, esto se ve perfectamente en Lukasievicz, es proyectar el sistema desplegado de la lógica formal sobre la “lógica aristotélica”, con lo que esta aparece como algo aún embrionario, ingenuo, con residuos de irracionalidad. La “lógica aristotélica” sería así un primer momento dentro de un proceso de complicación y refinación que desembocaría en la lógica formal del siglo XX. Este proceso podría verse, por lo tanto, como una purgación de residuos metafísicos hasta adquirir su forma plena y desarrollada en la actualidad. De esta forma, se cumple aquí, en el terreno de la lógica, una manera de entender el pasado similar a la que ejecutaban los economistas burgueses del texto de Marx. La lógica formal representa aquí la noción abstracta propia de una determinada época histórica que, sin embargo, se proyecta al pasado para comprenderlo, de forma que define, a partir de sí, los aciertos y errores del camino progresivo hacia su enunciación completa y desarrollada. Se trata de una lectura identitaria, que se interesa por el pasado como una preparación para el presente, como un camino en el que poco a poco se va descubriendo la verdad, es decir, el modo como ahora pensamos. Esta lectura normativa, que podría tener su sentido pragmático a la hora de impulsar el desarrollo efectivo de la lógica, sin embargo, no se corresponde con una comprensión compleja de la historia y del desarrollo histórico. Sin más, consiste en la aprehensión del desarrollo histórico como un camino en el que la actualidad resulta glorificada como punto de llegada y, por tanto, como fin de la historia.

Frente a esto, la lectura que proponía en el DEA tomaba en consideración el Organon poniéndolo en conexión con su pasado específico y con el resto del pensamiento aristotélico. Es decir, asumía una concepción más compleja y más radical de lo histórico. Ya no se trataba de ver en el pasado una marcha inexorable hacia nosotros y, por lo tanto, algo todavía incompleto, parcial, provisional, sino que lo que se proponía era comprenderlo desde sí mismo, como algo absolutamente otro que el momento actual. Igual que nuestra actualidad tiene una consistencia y un espesor específicos y complejos, así también debía pensarse el pasado sin esa referencia teleológica al presente que lo vampiriza y le priva de su propia entidad autorreferencial. Para ello, no obstante, había que poner en suspenso esa serie de nociones abstractas que, pese a tener un origen concreto, se retroproyectan históricamente y producen ese efecto ideológico de eternización. Así, lo que comparecía en la investigación que realicé en el DEA era ya una crítica soterrada a la aplicación de las categorías de la racionalidad al mundo griego antiguo. Esta crítica era bastante interesante desde el momento en que se ejecutaba allí donde menos se esperaba, en el terreno indiscutiblemente racional de la lógica. En efecto, si bien en estos últimos tiempos hemos asistido, de la mano de Pierre Aubenque especialmente, a una suerte de revival del pensamiento aristotélico, la lectura de la obra lógica se mantenía más o menos incólume, con ese carácter monolítico que el propio Kant le había reconocido en la Crítica de la razón pura. Todo Aristóteles fue revisado, de arriba a abajo, deshaciendo la imagen escolástica que nos había llegado de él; todo, excepto la lógica. A mi juicio, y en el DEA ya estaba en parte apuntada esta conclusión, ello se ha debido a que una revisión de la lógica aristotélica afecta al núcleo esencial de las lecturas canónicas desde las que los investigadores actuales partimos. El camino de Homero a Aristóteles, del poeta al lógico, digamos, representa mejor que nada la lectura general que suele hacerse de la Grecia antigua, es decir, el paso del mito al logos. Por eso, revisar la lógica aristotélica, realizar una lectura que no siguiese esa senda del “milagro griego”, suponía romper con las coordenadas hermenéuticas que, incuestionadas, han sido aceptadas por la mayoría de los investigadores no ya solo del siglo XIX sino incluso del siglo XX y lo que llevamos del XXI. La extensión de ese horizonte de comprensión puede medirse no ya solo por su presencia en la investigación especializada sino también por su institucionalización en los planes de estudio de la educación secundaria o por su banalización en los productos de la industria cultural.

En este sentido, la “representación habitual” de nuestro pasado histórico suele realizarse bajo el relato de, por decirlo en términos altisonantes, la conquista del hombre de su propia racionalidad. Se supone así una esencialidad del hombre, que coincide con nuestro entendimiento actual del mismo, y se la proyecta al pasado, dejando ver, a través de esa rendija conceptual, los momentos más relevantes del camino que conduce a nosotros mismos. Uno de estos momentos, por supuesto, es el del mundo griego, en donde se entiende que afloraron, siquiera sea de modo balbuciente, buena parte de las tendencias racionales que hoy dirigen nuestros actos. El paso del mito al logos constituye así una primera ejecución de la epopeya de la humanidad, por la que ha tenido que enfrentarse a sus propias deformaciones y malcomprensiones hasta entenderse a sí misma y al mundo que la rodea de un modo transparente y cristalino. Dicho de otra forma, lo griegos hicieron lo mismo que hizo el mundo moderno, solo que de un modo limitado (por eso son griegos y no modernos). El paso del mito al logos sería así una versión inicial, no consumada, del paso de las irracional a la racionalidad. Esta analogía no es nada inocente sino que, como vemos, presupone todas las coordenadas propias de la filosofía de la historia decimonónica y, sin embargo, constituye el horizonte desde el que comprendemos la historia del mundo griego todavía hoy.

Ya no podemos seguir sosteniendo esta clase de representaciones. Como ahora pasaré a explicar, nuestra situación hermenéutica ha rebasado esta clase de planteamientos, mostrando su insuficiencia y la lógica del dominio que fundamentan. Las nociones abstractas contra las que nos advertía Marx tienen un origen histórico pese a su abstracción; por lo tanto, son un producto que es necesario explicar y no presuponer. Esta presuposición, más bien, corresponde a una lógica de la justificación que nada tiene que ver con la verdad de su formación concreta. Si la historia, pues, no quiere ser una historia “edificante”, es decir, una historia apologética de la actualidad, sino que quiere tener una vocación explicativa y, por lo tanto, suministrar una base para entender el proceso histórico en sí mismo, la investigación debe afrontar el pasado desde sí mismo, con radicalidad, entendiendo la diferencia entre lo que la actualidad proyecta y lo que el pasado es. Es esta una exigencia que surge de nuestra propia concepción de lo histórico como un proceso del que nuestra actualidad constituye un momento y, por lo tanto, una realidad histórica más, es decir, algo circunscrito, limitado, finito. Absolutizar el presente es una operación antihistórica, por lo tanto la exigencia que proviene de la noción misma de historia conduce a una comprensión diferencial (esto es, no identitaria) de ese proceso.

Esta tesis, pues, quiere enmarcarse en esta comprensión de la historia y busca señalar los fallos y problemas de una tradición de la cual, sin embargo, hay que partir, pues en cierto modo constituye nuestra inmediatez. En este sentido, el capítulo primero de la tesis busca presentar, de un modo seguramente un poco simplista, esta situación de partida. Para ello, hay que dar un pequeño paso atrás y comprender de dónde surgen esos problemas. Entender su origen histórico servirá para entender a su vez la necesidad de rebasar esa situación.

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A medida que se constituía, en efecto, la época moderna ha ido generando un relato de sí misma que, sin duda, ha contribuido a asentarla como tal, pero que a la postre se está mostrando como un impedimento para una comprensión del mundo que desarrolle las líneas principales de lo que la propia modernidad defiende. Este relato, que se resume en la metáfora de la salida de las tinieblas medievales a la luz moderna, constituye, por ejemplo, la sustancia del impulso cartesiano de poner entre paréntesis todo prejuicio y todo conocimiento heredado y buscar asentar el conocimiento sobre un suelo firme y, sobre todo, absolutamente fundado. En este primer momento, que se prolonga más o menos hasta Kant, el proyecto moderno puede definirse como un intento de encauzar el uso natural de nuestra racionalidad que, según el célebre dicho goyesco, en su sueño produce monstruos. Se trata, pues, de que la razón no sueñe, de que se despierte, de que se haga cargo de sí misma. Esta metáfora del sueño, de la irrealidad, de la fantasmagoría, prolonga la de las tinieblas medievales, la superstición infundada e imaginaria, que debe ser contrarrestada con la lucidez racional, por medio de la aplicación de una metodología que impida esos deslices naturales de la razón.

La noción de historia que se halla implicada en estas consideraciones de la modernidad emergente constituye la base de lo que luego serán nuestras lecturas identitarias y muestra en su deficiencia la deficiencia de esas lecturas. En efecto, al igual que denunciará Marx con respecto a la economía burguesa de su tiempo, para la filosofía moderna “hubo historia, pero ya no la hay”. El cambio, la evolución, en fin, la deriva histórica, cae en este planteamiento del lado de ese estado de irracionalidad por el que la “razón natural” va vagando a través de los siglos. Pero este vagabundeo racional tiene un punto de llegada ideal: la fundación científica, el establecimiento de un sistema de garantías racionales que valide nuestros conocimientos con el sello de la certeza y termine con la errancia. Para esta primera modernidad, la historia es así no solo anticientífica, sino la disciplina de lo anticientífico por excelencia. La historia recoge las errancias de la razón que, en cuanto se constituye científicamente, tiene ante sí un “camino seguro” y, por tanto, prescinde la variación histórica. Así, por ejemplo, en la Crítica de la razón pura tiene sentido una “historia de la razón pura” pero como un mero apéndice de la sustancia esencial de la Crítica, esto es, de la doctrina trascendental de los elementos. Esta “historia de la razón pura” que, como es sabido, constituye el último capítulo de la obra (A852/B880-A856/B884), se limita, en efecto, a ofrecer una serie de elementos, de lugares, a partir de los que se puede clasificar el pensamiento de los filósofos anteriores, y culmina señalando el lugar reservado a la filosofía crítica en su objetivo de, cito literalmente las últimas líneas de la obra, “dar plena satisfacción a la razón humana en relación con los temas a los que siempre ha dedicado su afán de saber, pero inútilmente hasta hoy” (A856/B884). Nótese el énfasis en la eternidad y la rigidez del planteamiento en términos como “plena satisfacción”, “temas a los que siempre ha dedicado”, etc. Si bien el gesto de Kant no es tan rupturista como el de Descartes (sin duda, por el devenir cultural que entre tanto se iba gestando; por así decir, por el hecho de que Kant tiene ya una tradición moderna a la que remitirse), sin embargo, el esquema que preside su conceptualización es el mismo: el tránsito de lo irracional a lo racional, de lo infundado a lo fundado, de lo inestable a lo estable, de la superstición a la ciencia.

Esta primera modernidad, por lo tanto, se pensó a sí misma como una suerte de acontecimiento redentor por el que la razón consigue superar su “pecado original” supersticioso y se reencuentra consigo misma y con su proceder verdadero. Un esquema semejante puede rastrearse en Hegel, aunque quizá con una complejidad mayor y, sobre todo, con un énfasis en lo histórico bien diferente.

En efecto, en Hegel, por decirlo con una sentencia abstracta, la historia se eleva a concepto esencial. Por supuesto que esto no es una “cuestión” de Hegel, una especie de ocurrencia genial suya. Pero podemos fijar en Hegel, para no enredarnos demasiado, el comienzo de este pensar histórico. Y esto de un modo tan decidido que, tras el propio Hegel y pese todo lo que haya podido pasar y pensarse en este tiempo, todavía hoy seguimos en esta estela de la esencialidad de la historicidad. Otra cosa es, sin embargo, como vamos a ver, cómo asumimos nuestro papel en ella.

Sea como sea, la posición hegeliana afirma, desde un principio, el carácter histórico de la formación de la conciencia y, con ello, de la propia racionalidad. La realidad es un proceso de transformación dialéctico por el que unas formas van posibilitando y dando lugar a otras, de suerte que ninguna de ellas es comprensible más que falsamente de un modo aislado. “Lo verdadero es el todo”, dirá Hegel, esto es, el resultado comprendido como el desarrollo dinámico de sus momentos. El “absoluto” hegeliano constituye así el proceso por el que toda forma finita fracasa en su intento de expresar en sí lo incondicionado. No es este el momento de discutir sobre los “puntos finales” de la filosofía hegeliana (a saber, el “saber absoluto”, la “idea”, etc.), pero no creo que sea sostenible, hegelianamente hablando, una lectura que los entienda como modos de expresión definitivos del absoluto. A mi juicio, y siguiendo lecturas que se referencian en el capítulo primero de la tesis, es preciso entender estos momentos finales como recapitulaciones del camino realizado en las que se expresa un nuevo punto de partida (lo “absoluto indeterminado” de la Ciencia de la Lógica, por ejemplo, al final de la Fenomenología, etc.). En cualquier caso, la propia filosofía hegeliana constituiría uno de estos precipitados finales del desarrollo de lo real y lo espiritual, como puede apreciarse en sus Lecciones de historia de la filosofía, que van desplegando el horizonte dentro del cual cobra sentido la célebre identificación hegeliana entre filosofía e historia de la filosofía. De esta forma, el carácter histórico es esencial al planteamiento hegeliano, sin que ello implique una renuncia a una suerte de normatividad o de referencialidad final.

Lo que nos cuenta Hegel en su historia de la filosofía, pero también en su filosofía de la historia, es el camino por el que la racionalidad, el “espíritu”, emerge desde su soterrada presencia brumosa bajo la forma del “en sí” hasta la luminosa y autoconsciente afirmación de sí misma (el “para sí”). La historia, en general, es el camino por el que el espíritu realiza esta tarea de autoconocimiento, esto es, la historia es el proceso por el que el espíritu se conoce a sí mismo. No en otra cosa consiste el espíritu, de suerte que, de nuevo, se cumple en este proceso lo que es en sí el espíritu, es decir, llegar a ser para sí. Comprender este proceso exige, dirá Hegel, comprender esta realidad del espíritu y, por lo tanto, presuponerla como tal en la historia. “Mirar con los ojos del concepto”, dirá, frente a las presuposiciones ignoradas de los historiadores al uso que miraban con recelo la intromisión del filósofo en su ámbito de estudio. El apriorismo hegeliano es un apriorismo lúcido, hermenéutico, podríamos decir; va más allá del mero positivismo histórico. Para Hegel, no hay comprensión sin presuposición, pero, y en esto se diferenciaría de nuestra hermenéutica actual, esa presuposición puede pensarse como neutra si no es más que la propia presuposición de lo racional, es decir, de la mirada que investiga.

Como hemos visto ya, este relato hegeliano se basa en la proyección al pasado del horizonte histórico actual y se corresponde así con una lógica de justificación edificante del presente. El pensamiento de Marx, pero también el de otros pensadores más o menos emparentados con él, como Nietzsche, constituye un buen antídoto ante esta concepción. De los pasajes mencionados al principio, hemos aprendido ya a sospechar de este tipo de categorizaciones abstractas, universalmente aplicables. La noción de “racionalidad” es así una noción que, a pesar de su carácter abstracto, tiene una determinada circunscripción histórica. Presuponerla en su propio pasado, aunque sea de una forma limitada o balbuciente (el logos), no es más que reiterar ese gesto de naturalización que Marx denunciaba en la economía política de su tiempo. En efecto, la suposición de una racionalidad paulatinamente emergente en la historia, implica pensar lo racional como el destino del hombre, por lo que se trasciende el mero ocurrir histórico y se entra en el juego de las esencias. Un pensamiento radicalmente histórico no puede contentarse con esta clase de planteamiento. Y ello, insisto, no por una especie de exigencia personal o arbitraria, sino en base a nuestra propia concepción de lo histórico.

Desde una perspectiva pragmática, la proyección de la racionalidad ha podido tener su rendimiento como acicate para el desarrollo del pensamiento moderno, pero, desde un punto de vista histórico riguroso, constituye una representación que choca con nuestros propios planteamientos. La historicidad supone finitud categorial, una abisalidad irremontable, una horizontalidad en la que no cabe señalar ninguna noción que se sustraiga a este proceso. Cuando Nietzsche sostiene aquello de que “Dios ha muerto” se está refiriendo a esta inmanencia radical que constituye nuestro horizonte de comprensión actual. Sin embargo, la representación de la Historia como el camino por el que la humanidad ha encontrado una racionalidad que, sin embargo, ya se encontraría como latente en sí misma desde un principio, lo que conlleva es una “naturalización” de la razón, como si, olvidándonos del descubrimiento de nuestra finitud histórica, decretáramos que ya hemos llegado a nuestro destino, que ya todo está cumplido, que el hombre es ya para sí lo que siempre ha sido en sí y por lo tanto ya es transparente para sí mismo y ha alcanzado su verdad. Esto es una proyección metafísica (contrapongo aquí metafísica e historia de un modo más intuitivo que riguroso) que se encuentra impulsada por las tendencias de dominio y de autoexaltación que he señalado antes. Dicho en términos abstractos y, por qué no decirlo, bastante hegelianos: es una representación que la propia inmediatez se hace de sí misma pretendiendo absolutizarse como tal. En términos nietzscheanos es el último hombre, aquel que recoge el resultado del desfondamiento de la tradición occidental y lo eleva a nuevo fundamento del mundo.

Pero una “conciencia histórica” rigurosa no puede contentarse con esta forma absolutista de sí misma. La deriva de nuestra tradición de pensamiento así lo muestra. Si Marx y Nietzsche pusieron el acento en la finitud histórica, la hermenéutica del siglo XX ha elevado esa finitud a núcleo esencial de la comprensión, entendiéndola de un modo positivo. En este sentido, en cuanto la finitud comparece ahora como nuestro punto de partida, debemos asumir esta condición asimismo de un modo finito, es decir, histórico, sin dejarnos deslizar por la inercia de las abstracciones. Uno de los peligros hermenéuticos actuales es, en efecto, el de entender la estructura de la comprensión tematizada por Heidegger y Gadamer como un absoluto, como una plantilla general en la que se insertaría la concreción histórica de cada época. Los vitalismos y existencialismos del siglo XX se apoyan en esta absolutización para desplegar sus ontologías fundamentales, que ya no exaltan la racionalidad objetivista moderna sino una racionalidad hermenéutica que sería, por fin y de nuevo, la auténtica verdad de los hombres. Lo nuevo de esta situación es, sin embargo, que el antídoto se halla incluido en el propio planteamiento: lo que esta clase de lecturas plantea es una trascendencia que es inconsistente con la inmanencia radical de la que se quiere partir. Si todavía perdura la trascendencia, si el loco nietzscheano que declara la muerte de Dios llega todavía pronto, ello apunta hacia una falta de radicalidad en los planteamientos. Lo que delata esta inconsistencia es, por lo tanto, una serie de inercias que es preciso deshacer, con vistas a consumar nuestra comprensión específica de lo histórico. Por ello considero una exigencia de nuestro tiempo, de la situación hermenéutica actual, la necesidad de revisar este modo de contemplar el pasado, que repercute en nuestro presente con efectos en nuestras concepciones filosóficas, sí, pero no menos en las políticas.

Dentro de un proyecto semejante, que podría considerarse una genealogía de la racionalidad moderna, se enmarca la investigación que presento. Para aportar algo a esa tarea, la tesis se ha fijado un doble objetivo que, en el fondo, es unitario: positivamente, se busca exponer una lectura del mundo griego y de su desarrollo que lo presente en relación a sí mismo, sin dejarse llevar por las dinámicas identitarias de nuestra tradición; y, al mismo tiempo, negativamente, la otra cara de la moneda: se busca deshacer esas lecturas identitarias que han devenido canónicas mostrando su artificialidad interpretativa.

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Es en este sentido que la investigación puede entenderse como una lectura alternativa de la Grecia antigua en unos términos diferentes de los del relato canónico del paso del mito al logos. Esta tarea global era tanto más urgente por cuanto uno de los grandes problemas que he encontrado en las investigaciones actuales más sugerentes de este o aquel momento del pensamiento griego es que, al ser parciales, se inscriben dentro de la representación general canónica y heredan de ella todo un sistema de contraposiciones que acaba siendo proyectado en el texto interpretado. Así, por ejemplo, en las mejores lecturas de Heródoto que he consultado su contraste con la poesía homérica se inscribía en un juego de oposiciones propios de nuestra época, como el de trascendencia/inmanencia o el de sagrado/profano, que acababa repercutiendo en la interpretación de la obra herodotea. Lo mismo puede decirse de aquellos análisis de Platón o de Aristóteles que los asumen como la ejecución de una tarea de reflexión sobre lo empírico análoga a los planteamientos modernos. Se hacía necesario, pues, dentro de la tarea de delimitar la concreción del pensamiento griego sin proyectar las categorías de la modernidad, realizar una suerte de contra-lectura que entendiese desde sí mismo el acontecimiento histórico que llamamos Grecia y, en concreto, el camino que va desde la Grecia arcaica (lugar del mito en la representación canónica) a la Grecia clásica (lugar del logos). En razón de este objetivo amplio, la investigación ha tenido que ser más sinóptica que exhaustiva, aunque he intentado que no se pierda el rigor debido. Paso ahora, por fin, a comentar la lectura del mundo griego que presento en la tesis.

El núcleo de la investigación es el análisis detallado de dos poemas de Solón en los que se entrecruzan muchos aspectos característicos del mundo griego, sobre todo en relación a ese tránsito de lo arcaico a lo clásico. Sin embargo, no quería entrar de lleno en esos poemas sin antes haber precisado un poco más el hilo conductor de la investigación. El segundo capítulo constituye así un primer acercamiento al mundo griego con la intención de obtener una guía con la que orientar la marcha de la investigación. El texto que he elegido para esta primera inmersión ha sido la Historia de Heródoto. Me resultaba particularmente útil este texto por ser un documento clásico que, sin embargo, trata sobre el periodo arcaico griego. Además, el propio proyecto herodoteo parece tener la intención de poner de relieve algo que, sin duda, explica el éxito griego frente al monstruoso imperio persa. Es decir, en él se habla de qué es eso específicamente griego que constituye su superioridad. En este sentido, pues, era el texto indicado al que acudir a buscar una orientación interna para la investigación. El acercamiento que se propone en este capítulo gira en torno a dos pasajes de la Historia herodotea: el debate persa y el encuentro de Solón con Creso. Ambos pasajes coinciden en adscribir a los griegos el reconocimiento de una dinámica que excede los propósitos de los hombres y que allí mismo es asignada a la divinidad. Un primer vistazo al texto herodoteo apunta a una referencia recurrente a un plano o dimensión, el de lo divino, que se conjuga con la presencia inmediata de las cosas y explica y delimita las conclusiones que se podrían extraer de su consideración aislada. En este eje vertical, en esta referencia a lo divino, se insertan toda una clase de preocupaciones ontológicas, epistemológicas y políticas que, como he tratado de mostrar en la tesis, constituyen uno de los núcleos del pensamiento griego.

Por medio de este capítulo, además, se realiza una primera aproximación a la figura de Solón, abriendo el problema de cómo comprenderla en toda su amplitud: sabio, político, poeta, ¿son estas facetas de Solón aspectos heterogéneos, disociados e incluso incompatibles, tal y como nos podría parecer en función de lo que esos aspectos representan para nosotros? ¿O más bien no, sino que tras esa aparente diversidad se esconde una unidad profunda que desafía nuestras categorizaciones y distinciones? La interpretación canónica, desde luego, se decanta por la primera opción, achacando así a la incoherencia propia de los orígenes esta dispersión soloniana. Es preciso, pues, si se quiere soslayar la lógica de justificación de ese modo de interpretar el pasado, anteponer a la investigación concreta de los poemas solonianos una tarea previa. Antes de abordar su obra hay que delimitar y comprender desde un punto de vista específicamente griego esos aspectos tan diversos para nosotros con vistas a pensar su unidad. Así, y para no enmarañar en exceso la lectura de los poemas de Solón introduciendo excursos y matices entre medias, he antepuesto un par de capítulos previos que exploran el sentido de lo poético en la Grecia antigua y su dimensión piadosa. Solón es, ante todo, un poeta y todas las resonancias que esto tiene en el mundo griego se pierden si mantenemos nuestra concepción literaria de la poesía. Como demuestra de un modo polémico la disputa platónica del Ión o de la República, la poesía en Grecia tiene un alcance epistémico que choca con nuestra comprensión de la misma. Es verdad que en los diálogos platónicos se va a poner en duda ese alcance, pero si no se restituye este horizonte de comprensión ni siquiera tiene sentido esa crítica que ejecuta Platón. En el tercer capitulo de la tesis se muestra, así, cómo el poeta homérico tiene un acceso privilegiado a la dimensión de los dioses que recorre por entero el mundo, permitiéndole comprender y medir debidamente el sentido de la acción que narra. La comparecencia de tal o cual dios en esta o aquella escena supone así un modo de comprenderla que la conecta con un ocurrir global, con una trama general, que hace que cada cosa cobre un perfil concreto y determinado. Por contra, los personajes mortales carecen, salvo excepciones, de esa perspectiva profunda, por lo que yerran, se empecinan, fracasan y, a menudo, mueren. La clave de este asunto pasa por un gesto inicial, recurrente en la épica griega, que tiene como efecto la asignación de la enunciación de lo que se dice en el poema a una entidad divina, la diosa o la musa, que permite así al poeta rebasar su condición mortal (similar a la de sus personajes) y acceder a la dimensión divina. Esta asignación tiene un carácter ambiguo, puesto que el discurso de la diosa se da a partir del discurso del poeta, pero es precisamente esa ambigüedad la que permite al poeta realizar esa transgresión epistemológica que le capacita para referir la dimensión divina de la acción.

Este gesto, a su vez, requiere de una explicación específica de su contexto histórico de surgimiento, máxime si tenemos en cuenta que la musa como tal, la divinidad del canto poético, es un producto específicamente griego. Se trata de desechar una lectura de corte “irracionalista”, la de la “inspiración”, demasiado dependiente de las oposiciones que caracterizan al pensamiento moderno. La relación del poeta con la musa es un caso de algo más amplio, esto es, de las relaciones entre los hombres y los dioses en el mundo griego. Es preciso abordarlas como tales, para comprender concretamente ese gesto poético. Para ello, en el cuarto capítulo se busca delimitar el horizonte de la piedad griega, con una doble cautela: evitar, por un lado, los deslices de la laicidad moderna, que anula las diferencias dentro del bloque religioso del pasado, pero también, por otro, no caer en los menosprecios monoteístas, que entendiéndose como la religión más desarrollada, más pura, reducen el politeísmo a un estadio inferior. Desde el punto de vista que se desarrolla en este capítulo (pero que encuentra su mejor expresión en los análisis siguientes, más concretos), la piedad griega aparece como un principio de negatividad que pone coto a la seguridad de los hombres al señalar mediante sus castigos la existencia de límites ónticos. Por decirlo de una manera muy escueta y matizable, pero para abreviar: Poseidón hace manifiesto el mar como entidad y, por lo tanto, solo aquellos que tengan en cuenta la presencia de ese dios y lo honren con su conducta estarán en condiciones de respetar la entidad del mar y los límites que impone a la conducta. La piedad, pues, es un modo de tratar con el mundo que, precisamente, lo hace aparecer en su entidad y perfiles propios. De ahí la vinculación de poesía y sabiduría: la piedad del poeta le permite poner de relieve el mundo tal y como es. Se da en esto la paradoja de que el poeta muestra las fronteras y los límites del mundo mediante una sistemática transgresión de ellas. Es decir, al remitir su enunciación a la diosa permite el acceso a la dimensión divina, pero eso no hace más que reenviar el problema de ese acceso al estatuto propio del poeta. Él hace algo que, según lo que él mismo hace, no puede hacerse. Esta paradoja reaparecerá a lo largo de la investigación.

Tras estas precisiones, matices, aclaraciones y preparaciones, la investigación pasa a centrarse ya en uno de sus núcleos principales: Solón de Atenas. Su figura es especialmente interesante porque se entrecruzan en ella muchas dimensiones que, para nosotros, se encuentran separadas. Entre otras cosas, la dimensión política, tan íntimamente unida al pensamiento griego: como es sabido, Solón es el legislador por excelencia de Atenas y en sus poemas fundamenta su labor de una manera muy concreta. Sin embargo, antes de entrar en este asunto, el capítulo quinto se dedica a analizar un poema de Solón, la Elegía a las musas, aparentemente desvinculado de sus intervenciones políticas. Este análisis previo tiene la ventaja no solo de mostrar la conexión entre el planteamiento soloniano y los análisis anteriores de lo poético y lo piadoso, sino también de señalar la profunda afinidad entre este aspecto y el propiamente político. En ese poema, en efecto, se pone de relieve la exigencia de una actitud piadosa generalizada para la consecución de una “buena vida”, centrándose en concreto en una noción que tendrá una innegable proyección política: la noción de khrémata, de “riquezas”. Es esta una noción problemática por cuanto no contiene en sí ninguna referencia limitadora sino que, más bien, conduce a una ilimitación cuantitativa que acaba empujando a sobrepasar todo límite. En este punto, el poema de Solón se afana en mostrar la operatividad de una dinámica de restitución de límites similar a la que habíamos encontrado en la obra de Heródoto y también vinculada a la comparecencia de ese ámbito cuyo acceso le estaba permitido al poeta por su piedad: se trata del proceso de díke, de “justicia”, si entendemos esta noción como una noción global, irreductible a un ámbito concreto de la realidad. Según Solón la transgresión de los límites, propia de la visión mortal enceguecida, desencadena un proceso por el que la transgresión es castigada, mostrando así, aunque demasiado tarde, la presencia de esos límites al transgresor. La “riqueza” se inscribe en esta dinámica de la díke aunque, como vamos a ver, sus consecuencias son más amplias, lo que conllevará la emergencia de un núcleo de problemas específicos. Sea como sea, el propio Solón ofrece la solución a este proceso de transgresión, ruina y restitución: se trata de la práctica de la piedad, capaz de soslayar ese proceso en cuanto es capaz de anticiparlo como tal. El poema soloniano constituye así una suerte de remedio de la hýbris, siempre y cuando se entienda que tal remedio consiste única y exclusivamente en recordar, mediante la ejecución del poema, ese ámbito divino que escapa a la mirada mortal y respetar sus códigos propios.

En este sentido, puede entenderse la labor legislativa de Solón como una ejecución en el nivel de la colectividad de estos mismos códigos. La legislación soloniana y los poemas asociados a ella constituyen así un lugar privilegiado en el que analizar la imbricación de política y piedad en el mundo griego, precisamente allí donde podemos empezar a hablar ya de pólis en un sentido específico del término. Para un mejor análisis de este momento, en el capítulo sexto de la tesis he antepuesto una investigación de las formas de organización social pre-pólis que encontramos en los textos griegos, en particular en Homero y Hesíodo. En el mundo homérico y hesiódico, los basiléis, esto es, los “reyes” que gobernaban las comunidades, no tienen el estatuto absolutamente vertical que tenía el anax de la época micénica, pero tampoco se reducen a ser un miembro más de la comunidad. El basileús es un primus inter pares, un “primero entre iguales”, con todas las contradicciones que porta esa expresión. Se le supone un carácter primero, desde luego, que es el fundamento de su reinado, pero no se le sitúa en una escala superior. Esto es consecuencia de que la institución primaria de la época era el oíkos, la “granja” patriarcal. Tal y como pone de relieve Hesíodo en sus Trabajos y días, el oíkos es una institución centrípeta, que se cierra sobre sí y que tiene como ideal la absoluta autonomía. La yuxtaposición de oikoí cerrados sobre sí será, pues, la primera forma de comunidad griega. En estas condiciones el vínculo social se concibe, como no podía ser de otro modo, de un modo negativo y exterior: se trata de la relación entre oikoí que se traduce las más de las veces en la resolución de conflictos, es decir, en el arbitraje. Precisamente en esta función de “justiciero”, el basileús se le presenta a Hesíodo como abierto al influjo de las musas: en cuanto es capaz de medir con precisión las pretensiones de una parte y de otra, está realizando el mismo gesto de resituación global que realiza el poeta. En cualquier caso, y aquí está el principal problema que presenta esta situación, la “justicia” del basileús es algo, en última instancia, dependiente del propio basileús y, sin embargo, es algo que tiene consecuencias que repercuten en el resto de la comunidad. La adikía del basileús no solo afecta a su casa, por así decir. Este problema de las repercusiones colectivas de las acciones injustas será el terreno del que partirá la reflexión política griega cristalizando en las instituciones específicas que darán a cada pólis su contorno particular en cuanto respuesta posible a ese problema. En este contexto de problemas se inscribe la legislación soloniana. El caso de Solón, además, es relevante en cuanto a la radicalidad con la que se presentan sus propuestas si se las compara con la situación hesiódica. Seguramente esta radicalidad sea la contrapartida de la situación insostenible en la que había caído la Atenas presoloniana. Como se sabe, el contexto inmediato de la legislación soloniana, recalcado en sus poemas más políticos, es el de un endeudamiento generalizado de la población que iba degenerando en una paulatina esclavización debido al sistema de fianza personal e inalienabilidad de la tierra establecido quizá por la legislación anterior, la de Dracón. La intervención soloniana buscará deshacer estos efectos que ponían en riesgo la estabilidad de Atenas como pólis; piénsese en el hoplitismo y en la exigencia de que los miembros de la falange aporten su propia panoplia para entender el peligro que suponía para la comunidad esa esclavización progresiva de la mayor parte de sí misma. Pero, sobre todo, lo que va a buscar la legislación soloniana es evitar que una situación así se vuelva a dar. Los análisis de Solón se hacen unitarios en este punto: esa situación insostenible es consecuencia de los “excesos” de una parte de la pólis sobre la otra y esos “excesos” son producidos por esa tendencia ínsita en todo hombre a transgredir los límites de su propio éxito. La inminencia de la ruina ateniense era así una consecuencia de la dinámica de díke para reajustar los límites de la comunidad. La propuesta soloniana pasará por incorporar en la propia dinámica de la comunidad el respeto a los límites que vehicula la díke. Al igual que en el anterior poema Solón proponía un modo piadoso de conducirse para lograr la consecución de una buena vida, aquí, para lograr una buena comunidad, se propondrá un modo piadoso de que la comunidad se conduzca a sí misma. Este modo piadoso pasa, en coherencia con lo visto hasta aquí, por un reconocimiento global de lo que la comunidad es, tanto en el sentido de que hay unos miembros de ella que se conducen mejor que otros como en el de que esos que se conducen peor, sin embargo, no dejan de pertenecer a la comunidad y se ven afectados por ella misma. El sistema social soloniano es así una timocracia, que reconoce el peso específico de cada parte de la comunidad y le otorga una participación proporcional en la marcha colectiva. De esta forma, el poeta y sabio Solón proporciona a la pólis un punto de vista que hace que esta comparezca como tal, resaltando las implicaciones colectivas que son expresión del vínculo social entre oikoí. El problema es que aquí, de nuevo, Solón cae en la misma paradoja del poeta homérico. Mortal que, sin embargo, es capaz de acceder a una perspectiva divina de la acción, el legislador Solón solo es posible desde el momento en que se borra a sí mismo de la comunidad. Lo contrario es la fórmula de la tiranía, esto es, no un reconocimiento de la comunidad sino la máxima unilateralidad, que diluye toda diferencia en favor de una fundamental: la del tirano y sus súbditos. En ese caso se vuelve a la situación prepolítica pintada por Hesíodo: la piedad, es decir, el respeto a las dinámicas divinas, pasa a depender de la conducta de un solo individuo. El gesto soloniano, por el contrario, implica una retirada del legislador que da sentido a expresiones clásicas del pensamiento griego como la de nómos basileús, es decir, que la ley ocupe el lugar del rey. Con ello, el reconocimiento piadoso de la dimensión divina es, por así decir, interiorizado por la pólis, lo que se plasma en una nueva institución arquitectónica, propia de toda pólis: el templo. En el templo, en efecto, la pólis expresa su dependencia respecto del dios, reservándole, al igual que en los sacrificios, su parte correspondiente, asignándole, pues, una morada dentro de la pólis. De esta forma, la pólis, tal y como la entendemos, es fruto de un replanteamiento piadoso a escala colectiva y las diferentes legislaciones griegas son intentos de formular unas reglas de conducta que incorporen ese respeto a la dimensión divina que caracteriza a la piedad.

En este punto, la investigación ha proporcionado una explicación del surgimiento de la pólis clásica a partir de las categorizaciones y problemas que se insinúan en los textos que, sin embargo, según la versión canónica, corresponderían más a la esfera del mito que a la del logos. Por lo tanto, para comprender el mundo de la Grecia clásica, cuyo epicentro es la pólis, no hace falta suponer la emergencia de una esfera racional opuesta a la situación precedente, sino que puede pensarse una situación a partir de la otra. La relación entre la piedad y la política es clave, puesto que permite entender cómo esa referencia vertical, “religiosa”, que habíamos encontrado en Heródoto, no es excluida del pensamiento político griego; antes bien, constituye su sustancia propia. El mismo Heródoto señalaba ya a esto en el debate persa, pero solo un análisis más específico de lo poético y lo piadoso ofrece una piedra de toque firme para sus afirmaciones.

En esta línea y con el doble objetivo de corroborar lo visto hasta entonces y resaltar la peculiaridad de la situación, la tesis vuelve, en su capítulo séptimo, a la Historia de Heródoto, buscando ofrecer una lectura de la misma coherente con lo expuesto pero sin anular la especificidad y la anomalía que supone el texto herodoteo. La discusión principal tenía que pasar necesariamente por las interpretaciones que vinculan el proyecto de Heródoto a una suerte de expresión de la racionalidad emergente aplicada a las acciones de los hombres; es decir, por las lecturas que entienden a Heródoto como “el padre de la historia”. Lo que he propuesto en ese capítulo es entender la obra herodotea a partir de su contexto y, por lo tanto, tomar en serio su contraposición con la poesía homérica. Si esta se caracterizaba por una epistemología de la transgresión, esto es, por un acceso privilegiado del poeta a una dimensión divina en principio inalcanzable por los mortales, la Historia de Heródoto destaca por una férrea restricción de esa transgresión y, por lo tanto, por un énfasis piadoso en la condición mortal del hístor. La anomalía herodotea, su diferencia respecto de la poesía griega, pasa, pues, por un énfasis en la mortalidad del narrador fruto del respeto de los límites que dibuja el propio horizonte de la poesía. Esto delata ya un horizonte de partida distinto del que arrancan las obras arcaicas, es decir, delata la factura clásica de la obra de Heródoto. La hiperpiedad herodotea apunta, en su celo piadoso, a una situación de relajamiento de los códigos. Pero hay más: el propio contenido de la obra herodotea implica ya un contexto de pérdida de relevancia de lo específicamente griego. Como es sabido, la Historia nos cuenta el enfrentamiento entre griegos y persas y la resistencia y victoria de aquellos sobre estos. El propio Heródoto señala en su “proemio” que busca que esas acciones no lleguen a ser akleâ, esto, sin fama, sin recuerdo. Este objetivo apunta a que eso estaba en trance de quedar sin recuerdo, es decir, estaba diluyéndose, olvidándose. Esto es importante porque, como veremos, señala hacia uno de los problemas que caracteriza a la época clásica griega. Sea como sea, el enfrentamiento de griegos y persas, tal y como Heródoto lo describe, corrobora la dinámica de lo divino de la que hablaban los poetas, mostrando cómo la transgresión de unos y el respeto de los otros han contribuido al desenlace del enfrentamiento. Lo que está en trance de perderse es, pues, esa actitud griega que les confirió la superioridad para enfrentarse y derrotar al cuantitativamente superior imperio persa. Este es el horizonte clásico desde el que Heródoto parte.

El siguiente capítulo de la tesis, el octavo, busca, precisamente, analizar esa situación y definir, siquiera sea preliminarmente, los problemas internos de la época clásica. La pólis, como hemos visto, se constituye a partir de un respeto piadoso que incorpora normas de conducta que buscan impedir la transgresión de los límites. Pero esto afecta, de vuelta, a la instancia formuladora de los códigos de la piedad. Ya hemos visto que el poeta o el legislador hacían de la transgresión una condición de posibilidad de su discurso, a la vez que su discurso formulaba una advertencia contra ella misma. La situación que se dibuja tras la institucionalización de esos discursos es la de una trivialización de la piedad, ya que lo que en los discursos arcaicos era un punto de llegada, una cumbre, por así decir, conquistada con esfuerzo, reiteradamente, ahora es un punto de partida, el horizonte que todos asumen, la obviedad misma. Con ello no se anula la paradoja poética (la transgresión que permite prohibir la transgresión), sino que se la deja atrás. De lo que se trata, entonces, es de revivir esa paradoja, revivificar los códigos piadosos, restituyéndoles su carácter específico. La tesis busca mostrar esta exigencia por medio de los análisis de la democracia ateniense realizados en las obras de Heródoto, Platón y Aristóteles. Por medio de ellos es posible caracterizar la situación ateniense como una situación concreta que, puesta en conexión con los códigos de la piedad, aparece como insuficiente en sí misma. Los análisis aristotélicos, por ejemplo, no dudan en señalar la raíz igualitaria de toda pólis, pero presentan esta igualdad como una igualdad proporcional. La igualdad numérica de la democracia ateniense no deja de ser expresión de una igualdad proporcional (se trata de una pólis), pero es una expresión que contraviene lo expresado porque, al establecer la proporción con respecto a algo que es igual para todos (todos los ciudadanos son libres), la anula como tal. La democracia, así, es la realización de una piedad olvidada de sí misma, a la que hay que oponer el horizonte perfectivo que ha dejado atrás. Lo mismo ocurre con ese movimiento intelectual que, en los planteamientos platónico-aristotélicos, es vinculado a la democracia ateniense: la sofística. En los diálogos de Platón o en la Metafísica aristotélica la sofística se presenta como un fenómeno inconsistente de por sí, sirviendo así para mostrar la insuficiencia de un planteamiento que quede reducido a la mera dóxa y, por lo tanto, la necesidad de rebasar esa esfera meramente humana para apuntar a la de la alétheia. Hay, pues, un paralelismo de fondo entre la democracia y la sofística por cuanto ambos son caminos truncados, desviaciones a partir de un horizonte que es designado por palabras como “piedad”, “dioses”, “alétheia”. En cualquier caso, la inconsistencia específica de estos fenómenos clásicos me sirve para contrarrestar una nueva proyección identitaria que afecta incluso a los lúcidos análisis de Vernant o Detienne. Se trata del supuesto surgimiento de la política en el mundo griego (entendiendo por “política” los procedimientos de argumentación y discusión racionales horizontales que caracterizan nuestra política moderna). Según estas lecturas, la pólis griega (nótese la generalización a partir de la pólis ateniense) destacaría por generar un espacio de uniformidad en el que las discusiones se ceñirían a un plano estrictamente inmanente, con lo que tendríamos aquí un anticipo de lo que luego, tras las tinieblas medievales, constituirá la política moderna. Pero este espacio uniforme, a partir de la lectura que propongo, en primer lugar, se corresponde en exclusiva con la democracia ateniense y su igualdad numérica, pero además, en segundo lugar, su surgimiento implica la ruptura de los códigos piadosos de los que emerge, de suerte que no es pensable de un modo autónomo, como desde luego sí que lo es nuestra situación actual.

Esta inconsistencia de la pólis ateniense es ejemplificada, a su vez y a modo de conclusión, en el capítulo noveno de la tesis, que presenta una lectura de la Apología de Sócrates a partir del horizonte conquistado, contraponiéndola a la que ofrece Hegel para medir las distancias obtenidas. En la Apología se escenifica un conflicto, como ocurre en todo juicio; lo diferencial es la radicalidad del mismo. Resumiendo mucho la lectura que se presenta podría decirse que en ese juicio Sócrates representa la exposición de la inconsistencia y, como tal, es enfrentado a la comunidad ateniense en su conjunto. Los temas anteriores reaparecen aquí, aunque en su peculiar expresión clásica: la piedad se encuentra incorporada a la inmediatez de la pólis (el juicio a Sócrates es, precisamente, un juicio de impiedad), lo que obliga a una revivificación cuya exigencia estará encarnada por Sócrates, quien, en una especie de servicio al dios, se dedica a mostrar a sus conciudadanos la insuficiencia de la dóxa y la necesidad de una perspectiva más amplia. Con esto no se está haciendo otra cosa que lo que hacía un Solón o un Hesíodo al mostrar la insuficiencia del plano mortal, pero la manera de hacerlo es aquí pertinente, puesto que en ella comparece el carácter clásico del planteamiento. Primero, Sócrates no rebasa la esfera mortal. Dicho en otras palabras: Sócrates no es un poeta. Por ello no es el portador de la alétheia, sino alguien que la busca; esto es, no es un sophós, sino un philosophós. La distancia que en él se plantea apunta a esa dimensión más allá de la humana, pero no la hace comparecer como tal; lo que se manifiesta por medio de su actividad es la necesidad de una referencia a la alétheia, pero no la alétheia misma. Pero es que, además, en la escenificación de su juicio se hace patente el problema de la asimilación y trivialización de la posición arcaica. En efecto, lo que se concluye del enfrentamiento entre Atenas y Sócrates es que la pólis le necesita pero, a la vez, no puede albergarle. En este sentido, la actividad socrática aparece como una distancia exigida por la propia pólis para poder ser ella lo que es pero que choca con ella misma, en cuanto la dinámica de la pólis pasa por la institucionalización que achata la distancia. De esta forma, al rechazar a Sócrates, al condenarle por impiedad, la pólis deja la distancia como distancia. La muerte de Sócrates, pues, es el triunfo de su atopía, de su no-lugar, hasta el punto de que con ello se señala, más que nunca, la necesidad de ejercer siempre de nuevo esa distancia que hace comparecer los límites de la esfera humana al mostrar la inconsistencia de su autonomía. Los diálogos platónicos son, a mi juicio, una muestra de la reiteración de esa tarea definida de un modo tan brillante en la Apología.

Por lo tanto, y ya voy concluyendo, una posición como la hegeliana, y en general la hegemónica, que concibe la figura socrática como el momento de emergencia de un principio nuevo (el logos) que luego será culminado en la modernidad, no es sostenible si se busca comprender a Grecia de un modo históricamente riguroso. Lo que Sócrates hace, la distancia que es Sócrates, no es sino la reiteración, en una forma específicamente clásica, del horizonte de problemas de la piedad arcaica, que aparecen definidos en Homero, en Hesíodo o en la poesía lírica. Por más que podamos reconocernos en el ejercicio de esa distancia ella es el fruto de un proyecto piadoso que, como ocurría con Solón, se despega de lo inmediato (la dóxa) y es capaz así de mostrar sus límites (su carencia de alétheia). Esta negatividad ha jugado un papel, desde luego, en la constitución de nuestro mundo, y no solo en el nivel de las influencias explícitas. Esta distancia que atraviesa y constituye al mundo griego es un momento de ese desarrollo complejo y heterogéneo que ha conducido a la emergencia de nuestro mundo histórico y a la noción de racionalidad sobre la que reposa. Como tal, entender ese momento en toda su complejidad permite una mejor comprensión del proceso que ha conducido a nosotros mismos.

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La tesis doctoral que aquí presento, pues, ha buscado enmarcarse en un proyecto explícito de investigación histórica que responde a una comprensión radical de la misma. Se ha buscado cancelar inercias, presuposiciones, identidades, analogías, que pudieran conducir a sostener una idea metafísica de la racionalidad moderna. Con ello, a mi juicio, no se debilita la noción de “racionalidad”, sino que se la puede apreciar como acontecimiento histórico. La racionalidad es así un producto histórico concreto, con unas condiciones precisas. Las teorías modernas buscaban instituir el concepto de racionalidad como eje fundamental del pensamiento, en contraposición a la fe medieval; en este sentido, absolutizar la racionalidad fue uno de los caminos que se encontró para establecerla firmemente. Este procedimiento, que podía ser admisible en el contexto polémico de la primera modernidad, no tiene ya fundamento. Es más, la presuposición de una racionalidad natural no se hace cargo de la contingencia histórica de ese fenómeno y, por lo tanto, no está en condiciones de defenderlo como tal. Solo asumiendo la historicidad de nuestro mundo conseguimos situarnos a su altura. Pensar la racionalidad como un absoluto, como la esencia de las relaciones entre el hombre y el mundo, es volver al pensamiento ahistórico de la modernidad emergente, es suponer un punto de llegada, un fin de la historia; todo ello está en contra de la noción de historia que manejamos. Debemos renunciar a la exigencia metafísica de ahistoricidad y asumir de un modo radical nuestra existencia histórica, es decir, la carencia de asidero y fundamento, el desfondamiento como tal o, si se quiere, nuestra irremediable finitud. Solo así corresponderemos a las exigencias de nuestro tiempo.

Muchas gracias.

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Ponencia: «La envidia de los dioses y los límites de los hombres»

Copio aquí la ponencia que leí el 4 de noviembre de 2015 en el VII Congreso de Jóvenes Investigadores en Filosofía, celebrado en la UCM con el título de «Los límites de lo humano». Añado al final algunos tramos que no pude leer pero que había preparado por si acaso acababa antes de lo esperado.

PONENCIA “La envidia de los dioses y los límites de los mortales”
Lucas Díaz López

Buenos días.
El propósito de esta ponencia es analizar el uso de una expresión griega, “la envidia de los dioses”, en Heródoto y resaltar su rendimiento interno. La noción no es exclusiva de la obra herodotea y, en principio, las afirmaciones que aquí se digan deberían ser extensibles a otros ámbitos, como la poesía lírica arcaica, pero no podrá ser justificado aquí.
En el celebre “debate persa” del libro III de Heródoto los tres participantes proponen cada uno de ellos una opción política distinta para afrontar la situación del Imperio persa tras el asesinato del mago usurpador conocido como el “falso Esmerdis”. En realidad, el pasaje de “debate” tiene poco: las conversaciones se siguen unas a otras, incluso se critican, pero ninguna se hace cargo de rebatir aquello de lo que se le acusa. Cada una de ellas se apoya en una crítica del anterior, hasta el punto que lo criticado por la primera será defendido por la tercera. De esta forma, el “debate” tiene una forma anular, como un círculo de argumentos que no tiene principio ni fin de por sí. En cualquier caso, como veremos, eso no implica que no se pueda diferenciar entre las posiciones.
La primera intervención es la de Ótanes. Parte de una crítica a la monarquía o tiranía, usa ambas formas indistintamente, y propone un sistema político al que denomina isonomía y que consta de una serie de disposiciones similares a las de la democracia ateniense de los tiempos de Heródoto.
La segunda es la de Megabizo. Él critica el gobierno del dêmos propuesto por Ótanes y estima conveniente una forma de gobierno que ponga en manos de unos pocos, de los mejores (entre los que están él y los intervinientes en el debate, claro), la dirección de los asuntos comunes. Es decir, propone una aristocracia u oligarquía.
La tercera es la defensa de la monarquía de Darío. Plantea la cuestión en términos de la mejor forma de cada una de las ya mencionadas y concluye que tanto la mejor democracia como la mejor oligarquía acabarían cediendo paso a la monarquía. En el caso del gobierno del dêmos se generaría una situación insostenible que acabaría entregando el poder a un solo hombre, mientras que en la oligarquía habría disputas internas que, de nuevo, redundarían en la concentración de poder.
Cada una de las intervenciones, pues, no asume las críticas que se le hacen y solo añade más críticas al asunto. Lo que no quiere decir, insisto, en que no haya una mejor que las otras. Heródoto, podría decirse, da pistas de ello. Practicamente su entera obra es una muestra. En efecto, la adhesión del resto de conspiradores a la opción de Darío, que no es otra que la de continuar con la patrios politeia, las “costumbres ancestrales”, denota un énfasis en marcar esa opción como precisamente la opción persa. En efecto, la resolución de quien debe coger las riendas del imperio tras Cambises y el mago usurpador podría haberse narrado con el episodio posterior del agón entre los conspiradores por el que Darío será designado como rey. Si se ha antepuesto a ese relato de legitimación ese momento de “vacío constitucional” que supone el debate persa, ello se debe a una voluntad de remarcar que el imperio persa constituye la apuesta enfática por el modelo propuesto por Darío. Además, el rasgo diferencial de la presencia de democracias en el mundo griego y la incredulidad que, según Heródoto, demuestran algunos griegos respecto de que Ótanes dijese lo que dijo, adscriben la posición isonómica de Ótanes a la posición que representa Grecia. De esta forma, el “debate persa” pone en juego la dualidad que desde el comienzo de la obra se viene señalando: la de griegos y bárbaros.
Examinemos primero la última opción, la de Darío. Sus argumentos son muy simples: por definición, el gobierno del mejor hombre ha de ser el mejor gobierno de todos. Mientras que la democracia deja las riendas del gobierno en manos de incompetentes y la oligarquía enfrenta a unos miembros del gobierno con otros, la monarquía del mejor de los hombres no tiene esos problemas. El planteaminto de Darío, pues, se sitúa en una confianza absoluta en que lo que ese mejor hombre haga va a ser exactamente lo que él haya planeado. No hay distancia entre la intención y la consecución de la acción.
La posición de Ótanes es bien distinta. Veamos en primer lugar la crítica que realiza, precisamente, al gobierno del mejor de los hombres. Según Ótanes, la monarquía no debe ser escogida porque, incluso en el hipotético caso de que el monarca fuese el mejor de los hombres (lo que no está ni mucho menos asegurado), hay que insertar sus actos en una dinámica más amplia, que los rebasa y los contiene. En razón de esta dinámica, se sostiene, el mejor de los hombres, preso de un estado de obcecación en base a su posición privilegiada, caería fuera de su conducta habitual y empezaría a extralimitarse en sus acciones. Ótanes pone como ejemplo a los monarcas persas anteriores, cuya conducta estuvo marcada por esa extralimitación. En determinado momento, señala que incluso el mejor de los hombres “a causa de los bienes presentes, surgirá en él la hýbris” (Historia III, 80.3).
Nótese lo que está diciendo Ótanes. No se trata de que “en realidad” no es el mejor hombre, ni siquiera que sea el mejor hombre en un aspecto y no en otro; no: lo que se pone de relieve es que incluso suponiendo esa situación completamente excepcional en la que el que gobernase fuese efectivamente el mejor de todos los hombres, incluso así, el monarca caería en la hýbris. Y ello no en razón de otra cosa sino en base a la posición privilegiada que se le ha concedido (se vincula esta hýbris a los “bienes presentes”, es decir, a su buena situación, representada en una determinada cantidad de riquezas y de bienestar material). Por lo tanto, incluso el punto de vista de la excelencia no arranca al hombre de esa dinámica que le rebasa y que pone coto a sus pretensiones (como las de Darío) de autonomía e independencia.
Dejemos por un momento el libro III y regresemos al libro I de la Historia, al no menos célebre encuentro entre Solón y Creso. La presentación de Solón lo pinta ya como “uno de los sabios de Grecia”, donde “sabios” traduce sophistaí, en un uso aún no marcado del término. Solón es un sabio. Frente a él, Creso no es que sea estúpido (esa no es la contraposición) sino que es aquel que le corresponde tomar decisiones. Esta contraposición (sabio-rey, digamos) es típica de la obra de Heródoto. Como es sabido, la anécdota nos pinta a un Creso tan pagado de sí mismo que le enseña a Solón sus gran fortuna con la intención de ser alabado por el sabio griego. Desechemos la lectura que considera a Creso un iluso, o peor un vanidoso, y asumamos que, en efecto, Creso es tan dichoso como él mismo se cree. Tal dictamen no será rechazado por Solón. Lo que Solón cuestiona no es que Creso sea actualmente dichoso sino que el calificativo de “dichoso” sea aplicable a una “actualidad”. Cuando el sabio griego, ante la insistencia del monarca lidio, pone como ejemplos de “vidas dichosas” las de Telo de Atenas y las de Cleobis y Bitón, ciudadanos de Argos, resalta el carácter cerrado de esas vidas, concluidas gloriosamente y celebradas por sus comunidades de origen. En este sentido, “observar el télos” supone la presencia de la vida como totalidad cerrada, irreductible, pues, a la “actualidad”. El punto de vista del sabio, es decir, el punto de vista del télos, impide pronunciarse sobre la dicha actual de Creso. De hecho, desde el comienzo de la obra sabemos que existe un proceso punitivo en marcha, motivado por las acciones de Giges, un antepasado de Creso, que se va a cebar con el monarca lidio. Sin embargo, éste, henchido de orgullo por su actual fortuna (recordemos los “bienes presentes” antes mencionados), no hará caso a la prudencia de Solón y le despachará considerándole un necio. Es sabido que las palabras de Solón tendrán su cumplimiento en las páginas que siguen, primero, con la muerte de Atis, el hijo de Creso y, posteriormente, con la caída de Lidia en manos de Ciro. Será entonces cuando Creso comprenda, al fin, las palabras de Solón.
Sea como sea, el discurso de Solón aborda la misma cuestión que el de Ótanes. Se trata de contraponerse a un punto de vista que, ceñido a la actualidad, no advierte la presencia de una dinámica que la excede y la rebasa y la torna insuficiente. Solón expresa esta sujección de los actos humanos a una trama más amplia con las siguientes palabras:

“Oh Creso, me preguntas sobre asuntos humanos y yo sé que lo divino es en todo envidioso y perturbador” (Historia I, 32.1).

Con ello, pues, se está nombrando, por así decir, el agente de esa dinámica a la que me he referido antes: lo divino. Es la divinidad, en su condición de “envidiosa”, la que sumerge al mejor de los hombres, al exitoso, en un proceso por el que acaba conduciéndose hacia su propia ruina. Es decir, la “envidia de los dioses” es el mecanismo por el que los hombres que destacan particularmente de pronto se hunden en la miseria y en la ruina. Por lo tanto, atender a esta condición “envidiosa” de la divinidad, o lo que es lo mismo “observar el télos”, implica sembrar un principio de negatividad en la conducta de los mortales mediante la cual el momento presente queda entregado a la contingencia, a la inseguridad, es decir, queda privado de la solidez monolítica que se le presuponía desde una posición como la de Darío o la de Creso, en la que se afirmaban con seguridad las certezas del momento.
Resaltar la continuidad entre estos dos momentos del texto herodoteo, el de Solón y el de Ótanes, tiene la ventaja de mostrarnos la dimensión propiamente política de este modo de comprender el mundo. No en vano Solón es el legislador por excelencia de Atenas, y el pasaje de la Historia que hemos mencionado le presenta bajo esa figura. Vimos que en Ótanes, además, la suposición de una dinámica más amplia en la que se insertan las acciones de los hombres comportaba una serie de exigencias políticas. Ante todo, la centralización del krátos en la figura de un solo hombre. Es decir, la envidia divina excluye como régimen posible el de la tiranía. Esto es coherente con las disposiciones griegas en las que el lema nómos basileús designa esa exclusión de la concentración tiránica de poder. Por eso Ótanes defiende la isonomía como forma de gobierno específica.
El que haya un nómos igual para todos, un nómos que sea el basileús, no significa, en principio, que las medidas sean igualitarias. La igualdad, esto lo señalará Aristóteles, no es meramente la igualdad aritmética, donde todos tienen lo mismo, sino que también puede ser una igualdad geométrica o proporcional, donde a cada cual se le asigna en función de lo que es o representa para el conjunto. Con esto quiero señalar que la isonomía no es inmediatamente demokratía. En el hiato entre una forma y la otra se inserta la crítica de Megabizo, el segundo de los conspiradores que intervienen en el debate.
Expresiones como isonomía, nómos basileús, etc. designan recurrentemente el proyecto político de la pólis griega. Si el planteamiento que hay a la base de esas expresiones y ese proyecto es dependiente de este punto de vista que tiene en cuenta la “envidia divina”, hemos, pues, de señalar que toda pólis tiene, en principio, una vocación piadosa. Piedad es, en efecto, tener en cuenta en tus actos la presencia de los dioses, asignándoles la “parte” que les corresponde. Así, cuando un griego antiguo se embarca en un viaje marítimo, por ejemplo, realiza una serie de sacrificios y rituales en favor de Poseidón; en ellos se derrama líquido o se reserva una parte del animal para el dios, reconociendo así su influjo en la acción que se va a acometer. Lo mismo ocurre en las póleis griegas cuando se reserva un lugar de la ciudad al templo, el “hogar del dios”. Se está reconociendo así el influjo del dios en la marcha colectiva y, por lo tanto, esa contingencia y esa negatividad en las acciones de los hombres de la que hablábamos antes. El texto herodoteo, pues, nos permite señalar el carácter indefectiblemente piadoso de toda pólis.

***

Por último, me gustaría vincular esta situación y esta oposición con los planteamientos platónico-aristotélicos. Muy brevemente: ambos pensadores, pese a sus diferencias, están de acuerdo en señalar la insuficiencia de la sofística en cuanto supone un planteamiento doxático de la cuestión de la verdad, de la alétheia. Como es sabido, Protágoras llegó a sostener que “el hombre es la medida de todas las cosas, de las que son en tanto que son y de las que no son en tanto que no son”. Con ello, quiero señalar la dimensión humana en la que los sofistas se desenvuelven, lo que debe remitirnos a los planteamientos de Darío y de Creso anteriormente señalados. Frente a esta “inmanencia” sofística, Platón y Aristóteles señalan la necesidad de un punto de vista más amplio que tenga en cuenta la cuestión del eîdos, es decir, de las determinaciones de las cosas, establecidas más allá de la voluntad y de la “opinión” de los hombres. Apuntando a esta esfera que rebasa cualquier planteamiento humano, demasiado humano, pues, se está recogiendo lo esencial de esa tradición griega que hemos visto, en la que lo humano se encuentra sometido a una dinámica que ls pone límites y cotos. El punto de vista del eîdos constituye así el punto de vista piadoso del que hablábamos antes.

No en vano el Sócrates de la Apología remite su tarea examinadora al dios. En efecto, tras contar la famosa consulta al oráculo y la indicación de este de que Sócrates sería el más sabio de los hombres, el propio Sócrates se verá embarcado en una tarea refutativa que le llevará a contrastar su presunto “saber” con el de los que “parecen” ser sabios, señalando en ellos una insuficiencia radical que, más allá de la presunción y el orgullo de esos sabios aclamados, se halla implícita en la noción misma de “saber”: se trata de poder distinguir entre lo que es un verdadero saber de lo que no es, tarea que no es posible hacer desde “dentro”, por así decir, de los propios saberes. En cuanto vehicula esta expresión de los límites de cada saber, Sócrates se halla concernido, así, con una tarea divina.

Cabe también resaltar que, en la Metafísica, Aristóteles se hace cargo de esta noción de “envidia divina” encarándola de un modo crítico. Señala:

“Por ello cabría considerar con razón que el poseerla [a la ciencia buscada, la sophía] no es algo propio del hombre, ya que la naturaleza humana es esclava en muchos aspectos, de modo que, según dice Simónides, ‘sólo un dios tendría tal privilegio’, si bien sería indigno de un hombre no buscar la ciencia que, por sí mismo, le corresponde. Ahora bien, si los poetas tuvieran razón y la divinidad fuera de natural envidioso, lo lógico sería que tuviera lugar en este caso más que en ningún otro y que todos los que en ella descuellan fueran unos desgraciados. Pero ni la divinidad puede ser envidiosa sino que, como dice el refrán, ‘los poetas dicen muchas mentiras’, ni cabe considerar a ninguna otra más digna de estima que esta. Es, en efecto, la más divina y la más digna de estima y lo es, ella sola, doblemente. En efecto, la divina entre las ciencias es o bien aquella que poseyera la divinidad en grado sumo, o bien aquella que versara sobre lo divino. Pues bien, solamente en ella concurren ambas características: todos, en efecto, opinan que Dios es causa y principio, y tal ciencia la posee Dios, o sólo él, o él en grado sumo” (I 2, 982b27-983a10).

En este pasaje, Aristóteles, pues, vincula la cuestión de la “envidia divina” al “descollar”, señalando que sería precisamente en el descollar en cuanto a esta “ciencia” en donde más propiamente debería ejecutarse ese proceso. Pero no es así. Esto señala una evolución, aunque, como veremos, no de planteamiento. En efecto, también en Heródoto se señala que Solón es un sophós, pero eso no le hace ser un personaje especialmente destacable en cuanto a sus privilegios y a su bienestar. La “envidia divina” no se le aplica a él precisamente porque, al ser sabio, la tiene en cuenta en su conducta (en esa peculiar manera de tener en cuenta que consiste en incluir en las valoraciones humanas el principio de negatividad divina). En este sentido, la inferencia aristotélica no respeta el planteamiento estricto de la “envidia divina”, que tampoco sería aplicable a la posesión de la “ciencia” que se busca. Ahora bien, nótese que todo el proyecto aristotélico busca señalar a esa dimensión de la alétheia que, más allá de las opiniones humanas, estructura y condiciona las acciones de los hombres. El carácter aporético (y diaporético) de ese proyecto tiene así la función de señalar la irreductibilidad de esa noción a uno u otro saber y, por tanto, apunta, de la misma manera que la piedad antes señalada, a una negatividad esencial, que impide absolutizar los resultados epistémicos de los hombres.

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Ponencia “La silogística aristotélica como ontología del eîdos”

Copio por aquí la ponencia que leí el 26/09/2014 en la Universidad de Lisboa, en el I Simposio Ibérico de Filosofía Griega («Aristóteles y el aristotelismo») organizado por la Sociedad Ibérica de Filosofía Griega. Dejo también una versión en pdf para descargar.

Introducción

Bom dia a todos. Mi ponencia se titula “La silogística aristotélica como ontología del eîdos” y voy a esbozar en ella una propuesta de lectura de la silogística y en general de la obra lógica de Aristóteles distinta de la usual. Como punto de arranque de la exposición, sin embargo, voy a tomar prestada una indicación de uno de los intérpretes de Aristóteles que mejor representan esa lectura usual a la que voy a oponerme. Me refiero a David Ross.
En su libro Teoría de las ideas de Platón (Madrid: Catedra, 1986) y en otras partes de su obra, como en su edición de los Analíticos o en un artículo suyo elocuentemente llamado “The discovery of the syllogism” (The Philosophical Review 68, 1939), Sir David Ross, prolongando unas sugerencias de Paul Shorey, detecta en un determinado pasaje del Fedón el posible origen del núcleo fundamental de la lógica aristotélica, el silogismo. En el libro mencionado dice así:

Dos coincidencias vienen a demostrar que hay verdadera conexión entre el Fedón y la teoría del silogismo. Primera, Platón usa con frecuencia el verbo pareĩnai para denotar la presencia de una Idea en los particulares y Aristóteles utiliza a veces el mismo vocablo para calificar la relación entre el término mayor y el medio o entre el medio y el menor. Segunda, Platón emplea epiphérein para referirse a la introducción de la propiedad por el carácter genérico. Con idéntico propósito utiliza Aristóteles sunepiphérein en la teoría del silogismo. (p.52)

Cuando uno lee estas palabras, en las que se habla de una “verdadera conexión”, espera desde luego mucho más que una mera continuidad terminológica. Según la interpretación de Ross, sin embargo, el procedimiento desarrollado en el pasaje del Fedón, de clara vocación ontológica, sería reducido por Aristóteles a una herramienta lógica, con lo que la “verdadera conexión” pasa a ser, en verdad, algo bastante externo. En la introducción a su edición de los Analíticos, Ross habla del “giro lógico” que Aristóteles hace del pasaje del Fedón y del ejemplo de “fertilización” de una mente brillante por otra que supone la conexión (Oxford UP, p. 27). Parece así contentarse con señalar una influencia, una filiación entre el pensamiento aristotélico y el modo de expresión platónico que no supone una comunidad real de intereses y objetivos. Pese a la proximidad de los textos, Aristóteles hace lógica y Platón hace metafísica. Lo que Aristóteles haría con el texto platónico, eso del “giro lógico”, pues, sería algo así como una primera depuración de supuestos metafísicos, limitándose a exponer los aspectos lógicos y desechando las impurezas ontológicas del texto. Aristóteles sería así, si se me permite la broma, el primer neopositivista de la historia. Y el devenir histórico de la lógica, aplicándole al propio Aristóteles ese mismo principio de depuración metafísica, sería así consecuente con esta actitud inicial de su fundador.
Frente a esta lectura, en esta ponencia nos vamos a proponer, tirando del hilo de la relación entre el texto platónico y el aristotélico, aventurar una conexión más profunda, una auténtica “conexión verdadera”, por así decir. Primero, pues, analizaremos el pasaje del Fedón y veremos qué función juegan en él las operaciones “silogísticas” detectadas por Ross. Posteriormente, veremos cómo en la silogística se está planteando el mismo problema y, para terminar, detallaremos las implicaciones que tiene esto a la hora de entender el rol que juega lo “lógico” en la obra aristotélica.

1.-La silogística platónica

El texto aludido del Fedón se enmarca dentro de un giro muy específico dentro del desarrollo del diálogo. Se trata de un momento en el que Simmias y Cebes plantean dos objeciones cuyo carácter radical es remarcado por la irrupción de la voz de Equécrates, el interlocutor de la narración de Fedón, y, por tanto, por la suspensión del relato que se nos está contando (88c). No me interesa aquí exponer en detalle de qué objeciones se trata, solo que su carácter es tal que se realiza una pausa del diálogo interno, lo que supone un momento de reflexión sobre lo que en él se está diciendo. En ese momento de incertidumbre, de apistía, según las palabras de Equécrates (88d), Sócrates pasará a hablar de la “misología” (89d), del odio al lógos, fundamento de la creencia que tienen en su sabiduría aquellos que se dedican a los “razonamientos contrapuestos”, a los antilogikoí lógoi. Estos pensadores, llamemosles por abreviar “sofistas”, sostienen según Sócrates que

“en las cosas no hay ninguna sana ni firme [bébaion], ni tampoco en los lógoi, sino que todas las cosas sin más van y vienen abajo y arriba, como las aguas del Euripo, y ninguna permanece ningún tiempo en nada” (90c).

Esta especie de nihilismo fruto de la desazón por el lógos, va a insistir Sócrates, es característico de quien no tiene el saber sobre el lógos, tês perì toùs lógous tékhnes (90b). Lo que a continuación viene, en cuanto defensa frente a esa misología, tendrá algo que ver por lo tanto con esta “técnica” del lógos de la que carecen precisamente aquellos que, sin embargo, se jactan de ser hábiles en el manejo de argumentos. Recordemos que uno de los lemas de la sofística era el de hacer del lógos débil el lógos fuerte. Es importante dejar ya señalado esto: aquellos que se precian de ser los más hábiles en la argumentación son precisamente los que, según las palabras de Sócrates, carecen de un saber sobre ella. Los que obvian, por así decir, la dimensión de verdad que hay en el uso del lógos, aquellos precisamente que lo toman como una herramienta, como un arma, para lograr cualesquiera objetivos, esos son los que no saben nada sobre el lógos mismo. Sobre esto volveremos.
Lo que me interesa señalar ahora es que, tras la pausa de 88c, el lógos pasa a ser el tema. La insistencia en una confianza en el lógos, en efecto, va a ser el tema que abra el tramo textual señalado por Ross y Shorey, el de la célebre segunda navegación (99d-107a). La segunda navegación es el intento específicamente socrático de dar una respuesta a “la causa de la generación y la corrupción” (96a). En la exposición autobiográfica precedente, Sócrates ha descartado la metodología de los autores de “lo que ahora llaman perì phýseos historía” (96a). Las explicaciones causales de los “físicos”, de los que tratan sobre la phýsis, incluyendo el prometedor libro de Anaxágoras, dejan de lado lo que para Sócrates constituiría el punto de vista más acertado sobre el asunto, el punto de vista que tiene cuenta el noûs y lo mejor (99b-d). Por decirlo con el término que se usa en La República, pero que no difiere en nada de esto de “lo mejor”, lo llamaré el punto de vista de la idea del bien, teniendo en cuenta, a su vez, que la idea del bien es aquello en función de lo cual el resto de ideas tienen sentido, es decir, aquello que es constitutivo de toda idea, de todo eîdos, en cuanto tal. Los intentos de los “físicos” muestran, se nos dice en el Fedón, que esta vía investigadora es inaccesible de un modo directo (99d), de ahí la necesidad de una segunda navegación, puesto que la primera es inviable. La segunda navegación es descrita como sigue:

“Me pareció que era menester, refugiándome en los lógoi, examinar en ellos la verdad de los entes” (99 e).

Verdad y lógos aparecen aquí estrictamente vinculados. Y continúa más en concreto:

“tomando como base [hypothémenos] cada vez el lógos que juzgo más inconmovible [erromenéstaton], aquello que me parece concordar con él, lo establezco como verdad, ya sea acerca de la causa ya sea acerca de todo lo demás, y aquello que no, como no verdadero”. (100a)

Como Cebes no parece entender esta sucinta explicación socrática, entonces comienza una explicación más detallada, en la que se encuentran, ahora sí, los pasajes mencionados por Ross y Shorey. Advirtamos, pues, en qué sistema de referencias se encuentran: un contexto ontológico-causal en conexión con la explicitación de un punto de vista relacionado con el bien como idea de ideas.
Quisiera, sin embargo, hacer notar una cuestión antes de pasar a analizar los pasajes. El propio Sócrates dirá, ante la perplejidad de Cebes:

“Pero esto que te digo no es nada nuevo, sino lo que siempre una y otra vez y también en la conversación anterior no he parado de decir” (100b).

Esta indicación debe ponernos en alerta: de lo que se habla no es de un “método nuevo” o algo similar; de lo que se nos habla es de aquello que ocurre en todo diálogo. Por tanto, si tienen razón Shorey y Ross y podemos detectar en este pasaje trazos de lo que luego será la silogística aristotélica, entonces esta protosilogística ha de estar implícita en toda la obra platónica.
Y algo peculiar de todo diálogo es, en efecto, lo que comparece a continuación en el texto del Fedón: la perspectiva que, trascendiendo la cosa y su particularidad, se remite al eîdos y pone el acento en que la cosa es lo que es (es bella, es buena, es piadosa, es valiente…) por cuanto hay un eîdos que la caracteriza así (la belleza, el bien, la piedad, la valentía…). Dicho en palabras de Sócrates con el ejemplo de la belleza:

“que [a la cosa bella] no la hace bella ninguna otra cosa que la presencia o la comunicación o como quiera que sea el modo cómo lo denominemos de aquella belleza” (100d).

Nótese la ambigüedad en el uso de términos para explicar la relación entre la cosa y el eîdos. Obviamente esto se realiza para eludir un problema que reaparecerá en otros sitios de la obra platónica (pienso en el Parménides) y también en Aristóteles: la precisión en la naturaleza de la relación entre la cosa y el eîdos, que genera aporías tan famosas como la del tercer hombre. En el Fedón se elude este problema. ¿Por qué? Porque simplemente no viene al caso: de lo que se trata, como vamos a ver, es de las consecuencias en general de asumir esa relación, sea cual sea la naturaleza de la relación. La aceptación de este marco general se plasma en una nueva interrupción de Equécrates, que remarca la adhesión aproblemática a este planteamiento:

“después que se estuvo de acuerdo con él en estas cosas y se convino en que era algo cada uno de los eídē y que las demás cosas, participando de ellos, reciben de estos la designación, preguntó lo siguiente (…)” (102 b).

Se acepta el marco general de la relación entre la cosa y el eîdos, esto es, el marco del lógos, de esa cierta síntesis que vincula el sujeto, que es en última instancia la cosa singular, y el predicado, lo que la cosa es, su determinación, su eîdos. Aceptado el marco del lógos, a partir de ahora se examinará en qué consiste eso de que haya lógos en general. Se extraerán las conclusiones de este marco, precisamente todo aquello que es ignorado por aquellos que toman al lógos como un instrumento exterior a la verdad. El lógos en sí mismo implica, en esta perspectiva, como estamos viendo, orientación, implica sentido.
Así ocurre que, según el Fedón, cualquier lógos, incluso el lógos más simple (por ejemplo A es B), impone una primera consideración: si A es B, si una cosa es algo determinado, si participa de tal o cual eîdos, entonces no es lo contrario que eso. Si algo es bello, entonces no es feo; si algo es par, entonces no es impar. Llamemos a esta consideración el “principio A”. Es decir, el marco del lógos, la relación cosa-eîdos, implica reconocer que entre las determinaciones existe una relación básica, la de exclusión o contrariedad y que esta relación se da no sólo entre las determinaciones mismas sino también en las cosas que reciben o participan de las determinaciones. Cito las palabras de Sócrates:

“Se me aparece que no sólo la grandeza misma [autò tò mégethos] jamás quiere ser a la vez grande y pequeña sino que tampoco la grandeza en nosotros acepta nunca lo pequeño ni quiere ser sobrepasada, de suerte que, una de dos, o huye y se escapa al acercársele lo contrario -la pequeñez– o sucumbe al llegarle, y, al aguardar y acoger la pequeñez, no quiere ser otra cosa que lo que era. (…) Así como lo pequeño en nosotros no quiere jamás llegar a ser grande ni serlo, tampoco ningún otro de los contrarios quiere, siendo aún lo que era, llegar a ser ni ser a la vez su contrario, sino que ciertamente se aleja o sucumbe en tales circunstancias” (102 d-103 a).

“Yo soy grande” implica un “sujeto de atribución”, un “subyacente”, en el cual no pueden convivir (al mismo tiempo y en el mismo sentido, dirá Aristóteles) dos determinaciones contrarias. Como se ve, esta formulación del principio de no-contradicción no responde a motivos “lógicos” (en sentido moderno o, si se quiere, kantiano) sino que viene exigida por el marco que trata de dar cuenta de la consistencia general de las cosas, de su ocurrir en general, de su “generación y corrupción”.
Ahora bien, la exclusión no es el único caso de relación entre determinaciones. Ciertas determinaciones incluyen o suponen otras y, por tanto, siempre que una determinación tal se halla en algo también se hallará la determinación supuesta por aquella. Llamemos a esta nueva consideración el “principio B”. En palabras del Fedón:

“De modo que no sólo el eîdos mismo es digno siempre de su propio nombre sino también alguna otra cosa que no es aquel pero que, siendo, siempre posee su forma [morphến]”. (103 e)

A la misma cosa pueden convenirle a la vez distintas determinaciones siempre que no sean contrarias, es decir, siempre que no se incumpla el principio A, pero tal conveniencia entre determinaciones no tiene por qué ser coincidente o meramente puntual sino que puede ocurrir que precisamente por convenirle una cierta determinación (por ejemplo, el tres) le tenga que convenir otra (la imparidad) supuesta en aquella por sí misma. Todo trío es impar, luego de cualquier cosa o conjunto de cosas que digamos que es un trío estamos también diciendo, advirtámoslo o no, que es impar. Hay, pues, relaciones de jerarquía entre determinaciones, que establecen estratos eidéticos que se encuentran siempre supuestos o incluidos en el eîdos subordinado.
Y ahora, por fin, viene el pasaje que llevo anunciando desde el comienzo. La demora ha sido fruto de la necesidad de explicitar los dos principios, puesto que es de su combinación de donde extrae su sentido el pasaje.

Y eso es lo que yo decía que delimitáramos, qué cosas no siendo ellas mismas contrarias a algo, sin embargo no admiten ese contrario. Por ejemplo, ahora el tres, no siendo contrario del par, en nada lo admite, ya que porta [este es el epiphérei del que hablaba Ross] consigo siempre su contrario [el contrario de lo par, esto es, lo impar] (…) Así que mira si lo delimitamos de este modo: no solo lo contrario no admite a lo contrario [esto es el principio A], sino tampoco a aquello que porta [epiphére de nuevo, y adviértase que este “portar” es el principio B] algo contrario a lo que se da en él mismo; el portador [tò epiphéron] de ningún modo admitirá lo contrario de lo portado [toû epipheroménou]. (104 e-105a)

El tres, siendo impar, no admite la determinación de par, aunque esta no sea en principio contraria al tres. De modo que la relación de exclusión, por así decirlo, es heredada por la determinación inferior, recorriendo de este modo el orden de subordinación y dependencia entre las determinaciones. El principio A y el principio B combinados, pues, producen una regla eidética: si una determinación X excluye una determinación Y (principio A) y esa determinación X se halla supuesta en una determinación Z (principio B), entonces Z e Y se excluyen a su vez. Tomemos el ejemplo platónico, es decir, si impar excluye a par e impar se halla supuesto en trío, entonces trío y par se excluyen entre sí, si lo traducimos a terminología aristotélica, tendremos directamente un silogismo CELARENT:
Ningún Impar es Par
Todo Trío es Impar
Luego, ningún Trío es Par.
He aquí, pues, lo que pudo ser el origen de la silogística aristotélica según acertó a señalar Ross. Abandonamos ahora el desarrollo de la conversación del Fedón, puesto que lo que nos interesa es qué tipo de lectura se nos dibuja de la silogística aristotélica y en general de su obra lógica a partir de esta referencia.

2.-La teoría de las ideas de Aristóteles

El pasaje de la segunda navegación socrática del Fedón, como hemos visto, muestra que la adopción del marco del lógos conlleva unas implicaciones de carácter ontológico que excluyen su uso sofístico como herramienta. La situación de la silogística aristotélica no es a su vez tan neutra, ontológicamente hablando, como la lectura usual suele suponer. Resolviendo, o desarrollando más en extenso, una de las aporías del libro Beta, Aristóteles señala en el libro Gamma de la Metafísica que:

“Es evidente que al filósofo, es decir, al que estudia acerca de toda ousía en cuanto tal, le corresponde también investigar acerca de los principios de los silogismos [perì tôn syllogistikôn arkhôn]”. (3, 1005b7-8)

A estos “principios de los silogismos”, que se califican de “principios del ser en cuanto ser” (1005a23) por cuanto no pertenecen a género alguno, les corresponde una vocación ontológica similar a la que hemos visto en el Fedón, como muestra el que en la demostración refutativa del que se considera el principio más firme de todos, el principio de no contradicción, se vincule la necesaria aceptación de ese principio con la asunción de la estructura ontológica de la ousía (1007a21).
Siguiendo estas indicaciones, en los análisis que Aristóteles hace del lógos no se trataría entonces de delimitar una suerte de “herramienta”, un organon, que serviría de esqueleto formal al resto de saberes. Un planteamiento de este estilo es propio de la modernidad, como se ve excelentemente en Kant, para el que el principio de no contradicción y en general la lógica como ciencia son herramientas formales para llegar a conclusiones correctas, no verdaderas. Son un criterio de corrección, una condición necesaria, pero completamente vacía: “puedo pensar lo que quiera, mientras no me contradiga”, dirá Kant. Los análisis aristotélicos del lógos, sin embargo, no restringen de esta forma el alcance epistémico y ontológico de sus conclusiones. Una consideración semejante, que hace del lógos una herramienta o un medio al servicio de cualesquiera fines, corresponde dentro del planteamiento platónico y aristotélico a la sofística. El sofista es el que desvincula al lógos de su dimensión apofántica y, por tanto, pasa por ser el maestro de la argumentación “lógica” externa a la verdad, si se quiere, de la argumentación erística. De hecho, no hay neutralidad ontológica tampoco en esta posición: como señalan frecuentemente Platón y Aristóteles a la sofística le subyace una ontología nihilista que sostiene, por citar de nuevo las palabras del Fedón, que “en las cosas no hay ninguna sana o firme”. La técnica del lógos, como dice Platón, o los principios aristotélicos de la silogística excluyen la instrumentalidad lógica y conllevan toda una estructura de sentido que tiene un alcance ontológico patente en los textos mencionados.
Los análisis del lógos que realiza Aristóteles buscan, en la misma línea que los del Fedón, poner de relieve qué implica el marco del lógos en general, con independencia de las determinaciones que se combinen en él. Se dejan de lado las determinaciones concretas que se dan en la cosa, digamos, su dimensión semántica, y se busca aquello que concierne a toda determinación por el hecho de ser tal. Por eso se usan variables, porque los análisis son independientes de la determinación concreta, porque son análisis sobre cualquier eîdos, y la única condición que se requiere, entonces, es que en los distintos lógoi las determinaciones analizadas permanezcan siendo las mismas. De ahí que se les asigne una letra a cada una. No estamos aquí en el terreno de la formalidad lógica, sino en el del análisis ontológico: se prescinde de la concreción porque solo interesa el carácter de eîdos como tal. Por situarnos en la línea platónica, estaríamos en la última sección, en el terreno epistémico del noûs, de aquellas determinaciones supuestas en todo eîdos.
En la “lógica” aristotélica, los distintos tipos de enlace, de lógoi, designan los modos posibles de relación entre determinaciones. Así, por ejemplo, el lógos kataphatikós kathólou, el “juicio universal afirmativo” de la tradición, “todo hombre es animal”, es un ejemplo de lo que al interpretar el Fedón llamábamos principio B, es decir, un ejemplo de subordinación eidética: hombre es un eîdos subordinado al eîdos animal y por tanto lo incluye esencialmente. La universal negativa, “ningun hombre es inerte”, designa a su vez la exclusión, el principio A. Las formas particulares describen la posibilidad de que dos determinaciones coincidan, o no, en la misma cosa, esto es, “algún hombre es justo” indica que justicia y humanidad se dan en lo mismo sin más relación que su accidental estar uno junto al otro en lo mismo, y “algún hombre no es justo” indica que no coinciden esas determinaciones en lo mismo.
Entendiendo de este modo sus elementos básicos, la silogística aristotélica pasa a ser un análisis de las combinaciones posibles de estas relaciones eidéticas, es decir, un repertorio de reglas combinadas como la que vimos en el Fedón. Y los principios constructivos de los modos válidos, de hecho, son estrictamente los mismos que aparecen en el Fedón: el principio B es el dictum de omnes, que valida, desde la predicación universal afirmativa, la transición de la determinación supuesta a las determinaciones subordinadas; mientras que el principio A es el dictum de nullo, que implica la transmisión de la exclusión a las determinaciones subordinadas. Es la transitividad de los lógoi universales, expresada ya por Platón en el Fedón, lo que confiere la validez a los modos de la primera figura e, indirectamente, a los restantes modos válidos de las otras.
Veamos brevemente cómo se presentarían los modos silogísticos de la primera figura en una lectura así:

-El modo BARBARA
Todo A es B – Todo animal es viviente
Todo C es A – Todo hombre es animal
Luego todo C es B – Luego todo hombre es viviente
leído como regla eidética da: Un eîdos (=C, hombre) hereda las determinaciones esenciales (=B, viviente) de sus determinaciones esenciales (=A, animal).

-El modo CELARENT
Ningún A es B – Ningún animal es inerte
Todo C es A – Todo hombre es animal
Luego ningún C es B – Luego ningún hombre es inerte
leído como regla eidética da: Un eîdos (=C, hombre) excluye aquello (=B, inerte) que excluyen sus determinaciones esenciales (=A, animal).

-El modo DARII
Todo A es B – Todo justo es sabio
Algún C es A – Algún hombre es justo
Luego algún C es B – Luego algún hombre es sabio
leído como regla eidética da: En un eîdos (=C, hombre) coinciden las determinaciones esenciales (=B, sabio) de lo que coincide en él (=A, justo).

-El modo FERIO
Ningún A es B – Ningún justo es ignorante
Algún C es A – Algún hombre es justo
Luego algún C no es B – Luego algún hombre no es ignorante
leído como regla eidética da: En un eîdos (=C, hombre) no coincide aquello (=B, ignorante) que es excluido por lo que coincide en él (=A, justo).

La “lógica”, el análisis del marco del lógos, pues, tiene ciertas implicaciones ontológicas, y esto quizá explique a su vez por qué los lógicos de siglos posteriores han tenido que dedicarse a una recurrente tarea de depuración y formalización de la formulación inicial aristotelica, siempre alabada por su carácter originario y siempre criticada, a su vez, por sus presuposiciones infundadas. Si asumimos que no es una lógica en este sentido lo que Aristóteles hace en el Organon, si entendemos que los análisis del lógos no son considerados una especie de ciencia formal que se ocupa del pensar y no del conocer, quizá entonces podamos llegar a comprender de otro modo por qué se realizan esas asunciones ontológicas en esas obras, más allá de considerarlas como los errores, casi se diría que infantiles, incluso primitivos, de una mentalidad lógica aún no desarrollada, y así relacionar de un modo hermeneúticamente más fecundo al Organon con los textos de sus predecesores griegos.
Concluyendo: una lectura de este tipo sienta las bases para comprender que la aceptación del marco del lógos, en el planteamiento platónico y aristotélico, tiene unas implicaciones ontológicas precisas en las que se tematiza una estructuración del mundo, un determinado sentido, que es independiente de la investigación concreta de las regiones ónticas particulares. Esto es, se dibuja la posibilidad de un saber del ser en cuanto ser que no sea sobre la vaciedad del más general de los conceptos, sino que se haga cargo de una estructura de sentido en la cual y por la cual se destacan aspectos que son comunes a todo cuanto es, por el mero hecho de ser. Y es que no otra cosa quiere decir eso de que “hay un saber que contempla el ser en cuanto ser” que abre el libro Gamma. Si “ser” fuese el más general de los conceptos simplemente sería lo más indeterminado, seria la nada, y de él no cabría saber alguno. Pero si hay un saber del ser en cuanto ser, y puede y debe ser buscado, eso es porque ser significa algo, porque ser sin más, la relación cosa-eîdos en general, el “es” de A es B, siendo A la cosa que sea y siendo B el eîdos que sea, eso ya implica una estructura de sentido que descarta unas cosas, por ejemplo, el nihilismo dinámico de la sofística, e implica otras, como por ejemplo la estructura de la ousía. Y esto a su vez nos pone en camino hacia la solución, o el replanteamiento, de ese embrollo hermenéutico sobre el carácter ontológico, o teológico, u ontoteológico, de la Metafísica, que ha ocupado a la interpretación aristotélica desde el siglo XIX. Tal planteamiento, que inserta la comprensión de la obra aristotélica dentro de la alternativa entre la metaphysica generalis y la metaphysica specialis, quizá no tiene en cuenta que eso del “ser en cuanto ser” dista mucho de ser una estructura tan vaga como lo que da a entender su caracterización como “el estudio de lo que todo ente tiene en común”. O simplemente que quizá eso de “lo que todo ente tiene en común” para un griego de la época de Aristóteles puede aproximarse a aquella sentencia de Tales de Mileto en la que, precisamente, se habla de algo que tienen en común todas las cosas: “todo está lleno de dioses”.
Moito obrigado.

rusiñol jardin

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“El uso aristotélico de variables en lógica y sus supuestos ontológicos”
La silogística aristotélica
Lisboa aristotélica

 

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Lisboa aristotélica

La semana que viene participaré en un congreso sobre Aristóteles que se celebrara en Lisboa, organizado por la Sociedad Ibérica de Filosofía Griega. Dejo por aquí el programa. En breve, subiré la ponencia.

Programa Aristóteles1

Programa Aristóteles2

 
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Publicado por en septiembre 20, 2014 en Aristotelica, Cosas de Grecia, Ponencias, Proyectos

 

Ponencia «La Eunomía de Solón y su herencia ilustrada»

El pasado 22 de octubre presente esta ponencia en el VI Congreso Internacional de Jóvenes Investigadores en Filosofía, celebrado en la UCM con el título de «La filosofía como resistencia». Siento el estado latente en que se encuentran los blogs que gestiono, pero he sufrido un bajón de tiempo libre considerable. Espero poder retomar la actividad en breve. De momento os dejo con esto.

congreso

La Eunomía de Solón y su herencia ilustrada.
Lucas Díaz López
Ponencia VI Congreso Internacional de Jóvenes Investigadores en Filosofía, 22 de octubre.

La idea de esta ponencia es acercar y poner en relación dos planteamientos que, aunque presentan similitudes e incluso uno se reclama heredero del otro, sin embargo, como pretendo poner de relieve, son radicalmente distintos.
En efecto, cuando se habla de “resistencia”, de “filosofía como resistencia”, a mi juicio, esto nos sitúa en un planteamiento que puede resumirse en el esquema ilustrado siguiente: dado que, en principio, un ser humano puede ser de este o aquel género sexual o de esta o aquella raza, tener esta o aquella religión o esta o aquella ideología, esto es, como en principio (“en el estado de naturaleza”) los seres humanos no tienen por qué tener nada en común, como cualquier determinación es contingente, el único modo de conseguir que cada cual haga lo que le dé la gana sin que otros se lo impidan y sin que él se lo impida a otros es articular un sistema de normas que, con la debida fuerza ejecutoria, impida el desarrollo de hegemonías o, si se quiere, de monopolios, que son precisamente estados en los que un ser humano o un grupo de ellos impide al resto hacer lo que le dé la gana. La idea de “resistencia” supone una inercialidad en el desarrollo de estas hegemonías, de suerte que la ley debe estar configurada de tal modo que impida esa tendencia. “Resistir” al empuje de estos coágulos de poder es la marca de la política ilustrada, cuya forma política coherente es la república democrática. La noción de “libre mercado” liberal, apegada a la regulación estatal y por tanto muy distinta de la supuesta “libertad de mercado” neoliberal, que es en definitiva una consolidación de los monopolios ya existentes, también apunta hacia este planteamiento.
Esta idea moderna de que es preciso “limitar” legislativamente las conductas a fin de impedir monopolios o hegemonías tiene en el imaginario ilustrado un referente explícito en la antigüedad: el surgimiento de las póleis griegas en los procesos isonómicos anteriores a las Guerras Médicas. Las referencias a Esparta y a Atenas constituyen un tópico de los razonamientos políticos ilustrados. La producción griega de legislaciones es asumida así como un antecedente, si no “el” antecedente, de las exigencias jurídicas del pensamiento ilustrado. Cuánto de imaginario haya en esta filiación, lo evaluaremos tras ver uno de los dos casos más célebres de procesos isonómicos: la reforma de Solón.
El contexto de los procesos isonómicos los sitúa como enfrentados a una tendencia tiránica que empieza a aflorar en las aristocracias arcaicas en virtud del desarrollo económico. A medida que se incrementan las fuerzas productivas, por decirlo en términos marxistas, las relaciones sociales van mostrando la unilateralidad de las legislaciones precedentes, si es que las había, puesto que el incremento económico de los sectores “nobles” va acompasado de un empobrecimiento generalizado en la clases más bajas de la sociedad. En el caso de la Atenas de Solón, por lo menos, este acentuado desequilibrio social irá a su vez acompañado de una esclavización progresiva de la ciudadanía, debido al sistema de endeudamiento. Tal degradación de la ciudadanía es especialmente grave en las comunidades greco-arcaicas, que basan su defensa en el ejercito hoplita, compuesto por los ciudadanos. Eso por no hablar del peligro de la stásis, de la “revuelta social”.
Haciendo historia-ficción, me atrevería a sugerir que si este proceso se hubiera dejado a su aire, sin producirse ninguna intervención del tipo de la que hará Solón, seguramente se hubiera acabado desembocando en una suerte de monarquía cercana a las orientales, como la de Persia. Sin embargo, el caso griego es, como sabemos, bastante peculiar. En efecto, los procesos isonómicos que se producen en este contexto contrarrestan estas tendencias tiránicas, en virtud de un lema mediante el cual Heródoto caracterizará este proceso: “poner el krátos en el medio”. Esto supone, desde luego, que el krátos no estaba ahí. Krátos no es sin más nuestro “poder”, menos aún nuestra “fuerza”. Krátos es “capacidad”, “pericia”; en este caso, pericia para manejarse con los asuntos de la pólis. Las revoluciones isonómicas problematizan por tanto esa capacidad que se consideraba propia de las “clases altas” por el mero hecho de ser “clases altas”. Las diferentes formas “políticas” (democracia, aristocracia, etc.) serían una respuesta a la pregunta “¿quién detenta el krátos?”, pero todo ello supone, previamente, la posibilidad de anteponer el krátos al individuo que lo detenta. No se trata ya de que la función soberana sea un atributo que pertenece a uno (o varios) individuos, sino de que esa función sea detentada por aquel o aquellos que mejor (y subrayo “mejor”) sepan administrarla. El “medio” designa el lugar de nadie, digamos el ágora, ese “vacío” en medio de la pólis, que es el lugar de lo “público”, por contraposición a la vida privada del oíkos, que el lugar de este o aquel ciudadano. Esto no quiere decir, en primera instancia, que la figura conceptual que se forme sea la del círculo: no estamos aquí ante un centro equidistante, el medio será más bien el punto a partir del cual se miden las posiciones, ponderando así desde él el peso específico de cada una respecto al manejo de los asuntos comunes a todos.
La “política” griega va a constituirse así en una “política del reconocimiento”, en una “política fenomenológica”, si se quiere decir así. Ya Sócrates en el Protágoras destaca el reconocimiento que hay implícito en la organización democrática ateniense: si cualquiera puede hablar en la asamblea sobre los asuntos referentes a la pólis ello se debe a que se considera que la areté politiké, la excelencia en cuanto a los asuntos de la pólis, no es enseñable. Solón va a efectuar un proceso de reconocimiento similar, basado en una serie de consideraciones comunes a toda la época arcaica.
Estos supuestos solonianos pueden resumirse en el siguiente planteamiento que en su forma más abstracta es expresado en la célebre sentencia de Anaximandro: cada posición, cada figura, conlleva una insistencia en sí misma que le hace rebasar sus propios límites y eso conlleva para la figura su propia ruina, en la que se pone de relieve, al mismo tiempo, la condición de límites que tenían esos límites. La insistencia y el predominio unilateral de cada figura se denomina adikía, que se suele traducir por “injusticia” pero que quizá se entendería mejor como “desajuste”; el proceso de restitución de los límites se denomina diké, “justicia” o “castigo”, que podríamos a su vez traducir como “reajuste”. En términos “sociales”, al predominio creciente de una “clase” sobre la otra le corresponde el proceso de desquiciamiento por el cual explosiona la pólis entera. La stásis aparece y los cadáveres que ocasiona son la muestra de la transgresión. La “justicia” sería en este planteamiento esa ruina de la ciudad a causa de la hýbris; en la ruina, brilla el límite transgredido. Atendamos a que este esquema implica dos puntos de vista, distintos aunque no contrapuestos: la perspectiva de cada figura, de cada “clase social”, cerrada en sí misma, y la perpectiva de la diké, que como tal pone en relación unas figuras con otras. Esta última perspectiva se identifica con aquel discurso en el que las figuras de los dioses aparecen para desarrollar la acción en esos mismos términos. Me refiero al de la poesía o la adivinación. Y Solón es, ante todo, un poeta, y es en virtud de ser eso mismo por lo que fue escogido por los atenienses como legislador. Como poeta, es decir, como aquel que se instala en el punto de vista de la diké, es como hay que pensar su obra legisladora.
Así, cuando dice, en el poema que ha sido titulado Eunomía, que la pólis no caerá por maquinación alguna de Zeus o los dioses, sino que será a causa de los propios ciudadanos, que ceden a “la persuasión de las riquezas”, está sosteniendo un esquema como el mencionado anteriormente: la divinidad, el proceso de la diké, muestra la efectiva relación entre los excesos de unos y la ruina generalizada de todos. Los “jefes del pueblo”, se dirá, ocasionan una herida a “toda la ciudad”, una herida política, por así decir, debido a su adikós nóos, a sus proyectos “injustos”, unilaterales; es la hýbris de estos, por tanto, la que pone en marcha el proceso de reajuste de la diké, que implica la ruina que muestra los límites. Es este proceso, señala Solón, causado por esa administración “injusta” de la pólis lo que será su destrucción. A menos que se le ponga remedio.
Nada se ganaría en términos globales, no obstante, si, cediendo a las demandas del démos, se realizase un nuevo reparto de tierras: de esta redistribución surgiría, ciertamente, un momento de equilibrio, pero inmediatamente comenzaría de nuevo el proceso de desequilibrio que produce las extralimitaciones que llevan a la ruina. Y vuelta a comenzar. Frente a esta deriva de unilateralidades que se suceden las unas a las otras, las unas tras la ruina de las otras, Solón va a proponer algo distinto: asumir de entrada la perspectiva de la diké, instalar a la pólis en ella, lo que él va a llamar la eunomía. Eunomía es buen nómos, y hay que tener en cuenta que némo, el verbo de nómos, significa ante todo “repartir”, “asignar”, “observar”, “considerar”. Nómos es así reconocimiento, un reconocimiento que es un reparto, una asignación, por tanto, un reparto ajustado a aquello que cada cual es. En cuanto reparto que reconoce la entidad de cada una, el buen nómos es capaz de preservar la relación entre las partes, en cuanto no permite el desquiciamiento de las unilateralidades. Insisto en que no hay aquí una uniformización o una igualación de las partes, sino una medición que pondera el peso específico de cada una de ellas, asignándolas una estimación y una funcionalidad concreta. Instalarse en la perspectiva de la diké es reconocer, de antemano, la existencia de ese límite que sólo en la ruina se mostraba, y por tanto, instalar en el corazón mismo de la ciudad la exigencia de una suerte de “moderación” o “prudencia” que atiende al conjunto sin dejarse llevar por las perspectivas unilaterales. Se produce así la mencionada “fenomenología política”, esto es, el reconocimiento de lo que la pólis misma es. La eunomía, el “buen reconocimiento”, es aquel reconocimiento que se hace bien, es decir, aquel que atiende a las diferencias específicas y no permite los “excesos” de unas partes sobre otras. Otro ejemplo de esta “moderación eunómica” sería la “austeridad” espartana, cuya redistribución política quedó fijada de una vez por todas en la legislación de Licurgo, que prohibía el comercio interno de la pólis con vistas a impedir la formación de nuevos desequilibrios sociales.
Debido a este carácter fenomenológico de lo político en Grecia, la democracia no va a ser especialmente bien vista entre la mayoría de los pensadores. La idea de que el démos sea la parte más competente para llevar las riendas de los asuntos públicos no cuadra del todo, en efecto, con el diferente peso específico que tiene cada parte en la ciudad. Pero esto es un problema posterior a Solón. Aunque se puede decir con Aristóteles que en Solón arranca el proceso democrático ateniense, hay que precisar que el régimen soloniano no es democrático. Ni él era un demócrata. Aristóteles nos presenta su estructura política como algo “mixto”, diciendo que Solón hizo su legislación “mezclando bien [subrayemos este “bien”, que aquí es kalôs] los elementos en la constitución, pues el Consejo del Areópago era un elemento oligárquico, las magistraturas electivas, aristocrático, y los tribunales, democrático” (Pol. II, 12, 1274b2). El propio Solón, en sus poemas, señala:
Pues di al pueblo tanto honor [géras] como le basta,
sin quitar ni añadir a su estimación social;
y de los que tenían el poder y eran considerados por sus riquezas,
también de estos me cuidé para que no sufrieran ningún desafuero. (fr. 5D, 1-4)
La atención a la diversidad de instituciones y clases sociales es fruto del carácter de reconocimiento que posee la actividad soloniana. Frente a la unilateralidad de cada bando, Solón se parapeta, según sus propias palabras, en el centro de la batalla, en el no man’s land, el lugar que separa y reúne a los dos ejércitos en liza, y resiste con su escudo las embestidas de uno y otro bando (fr. 5D, 5-6). Solón se instala en el méson, en el medio, pero para dejarlo vacío. Este gesto de retirada es lo que le separa de la tiranía. Se cuenta, de hecho, que tras establecer su legislación emprendió un viaje para que las leyes funcionaran por sí solas, para que no hubiera alguien que estuviese por encima de ellas. Se destaca así un rasgo fundamental del legislador griego, que comparte también por ejemplo Licurgo, su necesaria exterioridad respecto de la ley. Contrafiguras de ello son las monarquías orientales, en las que el monarca aparece como el fundamento de la legislación. Es decir, la legislación se sustenta en la voluntad del déspota. Frente a ello, las legislaciones griegas pretenden, con más o menos éxito, regirse por lo “mejor”, por el “bien”, digamos, como fundamento objetivo de las disposiciones jurídicas. A esta diferencia entre legislador y legislación le corresponde el sintagma nómos basiléus acuñado por Píndaro.
La solución isonómica se contrapone, dentro del mundo griego, a la solución tiránica. La solución de Solón pasa, como hemos dicho, por instalar a la ciudad en el punto de vista global representado por la diké; la tiranía, por su parte, supone otro tipo de medidas. Solón, al reconocer la vida orgánica de la pólis, la pluralidad de funciones y la diversidad de participación en ella, está haciendo todo lo contrario del tirano Pisístrato que, tras desarmar a los atenienses, les dijo, en palabras de Aristóteles, “que no debían extrañarse ni perder el ánimo, sino ir a ocuparse cada uno de lo propio, que de lo común a todos ya se encargaría él” (Const. At. 15.5). La común es aquí completamente absorbido por una única figura, que convierte al resto de ciudadanos en meros gestores privados, anulando las diferencias internas de la pólis. La tiranía supone así la máxima unilateralidad, que anula cualquier otro límite que no sea el de la diferencia entre el tirano y el resto. El vuelco de que se revoque la figura del tirano y entonces se quede la muchedumbre de ciudadanos como único sujeto, es decir, el surgimiento de la democracia ateniense, está ya apuntado en este gesto de Pisístrato.
Vemos, por tanto, también en Solón un movimiento de “contención” de la formación de hegemonías. Pero en Solón la limitación no se produce debido al carácter puramente contingente de toda determinación, sino al esmero en el reconocimiento de las partes implicadas. La justicia es aquí aquel que “cada cual haga lo suyo” que se dirá en La República platónica y que asume una diferenciación esencial y un reparto específico de funciones. Para el ilustrado, en cambio, la justicia es ese que “cada cual haga lo que le dé la gana” que supone una indiferencia completa hacia los fines propuestos, excepción de aquellos fines que impidan a otros realizar sus propios fines.
Puede apreciarse, por lo tanto, en los dos planteamientos expuestos un movimiento análogo que parte de situaciones completamente diversas. En el caso ilustrado, la política consiste en articular la comunidad de los que no tienen comunidad, articular la diferencia, impidiendo la preponderancia de unas partes sobre otras; en el de Solón y las isonomías griegas, la política es también articulación que impide la preponderancia, pero esta articulación es reconocimiento de las diferencias entre las partes. El griego no parte de un horizonte de homogeneidad sustancial sino de la pluralidad diferenciada, y lo difícil será en todo caso entender la unidad que subyace a esa multiplicidad consistente. El proyecto ilustrado parte, sin embargo, de ese horizonte nivelador, ese “en principio” de “en principio los hombres no tienen por qué tener nada en común”, que es completamente hipotético, apriorístico, dado que lo primero que salta a la vista es la existencia de comunidades y de diferencias; ahora bien, ninguna de estas comunidades es legítima o esencial, esa es la idea de fondo. En este sentido a un planteamiento político típicamente griego no le afecta la presencia de esclavos o el encierro al que sometían a las mujeres; antes bien, casi se diría que lo demanda, puesto que esa violencia previa es la condición para que el varón libre pueda “liberarse” del oikos y dedicarse a lo político. El pensamiento ilustrado, por el contrario, se halla concernido con la emancipación y con la igualdad, ambos aspectos basados en la injusticia de todo privilegio, a la que corresponde una representación del hombre que es pensado como espíritu, esto es, como negatividad irreductible a cualesquiera determinaciones.
Y, sin embargo, el planteamiento ilustrado se piensa, y tiene toda la fuerza de la tradición al hacerlo, como heredero directo del planteamiento isonómico griego. Es verdad que la semejanza analógica permite, en cierto modo, pensar esa relación, pero quedarse en ella es ignorar las diferencias sustanciales que pone de relieve una investigación crítica que atienda a una contextualización de ambos planteamientos. La representación ilustrada del poder lo presenta como algo completamente descualificado y por ello mismo ilimitado, de suerte que es capaz de abarcar cualesquiera tipos de relaciones concretas. El planteamiento ilustrado partía de la consideración de que “toda relación es relación de poder”, para luego discriminar entre “relaciones de poder” libres y “relaciones de poder” opresivas. El “poder” de un déspota moderno, por ejemplo, supone una opresión respecto del “poder” del resto de ciudadanos; por ello su actuación política es una actuación ilegítima. Es desde esta perspectiva y desde esta noción de poder como podemos resaltar la estructura patriarcal que constituye la base de la sociedad griega; esa estructura, sin embargo, no era sin más accesible al griego que examina las “relaciones de poder” bajo la noción cualificada de krátos. Para un griego como Platón, por ejemplo, el “poder” de un tirano no es “poder”, no es krátos, puesto que radica en la extralimitación y la ignorancia de los límites. Las divergencias entre uno y otro planteamiento, pues, son de base, radican en el conjunto de supuestos con el que se realizan los análogos actos de “contención” y “limitación”; su aproximación, en función de esa semejanza, es un paso para la comprensión de su insalvable diferencia.

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