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Artículo: «Dêmos basileús, o ¿por qué rechaza Aristóteles la democracia ateniense?»

Me publica la revista Las Torres de Lucca un artículo sobre los análisis aristotélicos de la democracia. Para entender correctamente las razones del rechazo que está presente en su acercamiento, recorro brevemente un par de hitos del pensamiento político griego, los poemas de Solón y el planteamiento isonómico del debate persa de Heródoto.

Aquí puede descargarse el artículo en pdf:

«Dêmos basileús, o ¿por qué rechaza Aristóteles la democracia ateniense?»

RESUMEN: En el presente artículo voy a abordar los análisis de Aristóteles sobre la democracia ateniense de sus días; para comprender en profundidad su alcance, me será necesario reconstruir antes el suelo en el que se apoyan sus reflexiones. La necesidad de este periplo propedéutico viene dada desde el momento en que es preciso explicar por qué en todo el corpus griego no hay una fundamentación específicamente democrática de la propia democracia. Los primeros pasos de este artículo, pues, se dedicarán a mostrar el horizonte en el que se inscribe la reflexión política griega: la obra política de Solón y algunos pasajes de Heródoto me servirán para ilustrar el trasfondo que anida tras esos proyectos colectivos que son las póleis griegas. Una vez aclarado esto, abordaré cómo los planteamientos aristotélicos retoman ese horizonte a la hora de analizar y criticar el régimen ateniense.

Ivy Cottage, Coldharbour: Sun and Snow 1916 by Lucien Pissarro 1863-1944

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Ponencia «La Eunomía de Solón y su herencia ilustrada»

El pasado 22 de octubre presente esta ponencia en el VI Congreso Internacional de Jóvenes Investigadores en Filosofía, celebrado en la UCM con el título de «La filosofía como resistencia». Siento el estado latente en que se encuentran los blogs que gestiono, pero he sufrido un bajón de tiempo libre considerable. Espero poder retomar la actividad en breve. De momento os dejo con esto.

congreso

La Eunomía de Solón y su herencia ilustrada.
Lucas Díaz López
Ponencia VI Congreso Internacional de Jóvenes Investigadores en Filosofía, 22 de octubre.

La idea de esta ponencia es acercar y poner en relación dos planteamientos que, aunque presentan similitudes e incluso uno se reclama heredero del otro, sin embargo, como pretendo poner de relieve, son radicalmente distintos.
En efecto, cuando se habla de “resistencia”, de “filosofía como resistencia”, a mi juicio, esto nos sitúa en un planteamiento que puede resumirse en el esquema ilustrado siguiente: dado que, en principio, un ser humano puede ser de este o aquel género sexual o de esta o aquella raza, tener esta o aquella religión o esta o aquella ideología, esto es, como en principio (“en el estado de naturaleza”) los seres humanos no tienen por qué tener nada en común, como cualquier determinación es contingente, el único modo de conseguir que cada cual haga lo que le dé la gana sin que otros se lo impidan y sin que él se lo impida a otros es articular un sistema de normas que, con la debida fuerza ejecutoria, impida el desarrollo de hegemonías o, si se quiere, de monopolios, que son precisamente estados en los que un ser humano o un grupo de ellos impide al resto hacer lo que le dé la gana. La idea de “resistencia” supone una inercialidad en el desarrollo de estas hegemonías, de suerte que la ley debe estar configurada de tal modo que impida esa tendencia. “Resistir” al empuje de estos coágulos de poder es la marca de la política ilustrada, cuya forma política coherente es la república democrática. La noción de “libre mercado” liberal, apegada a la regulación estatal y por tanto muy distinta de la supuesta “libertad de mercado” neoliberal, que es en definitiva una consolidación de los monopolios ya existentes, también apunta hacia este planteamiento.
Esta idea moderna de que es preciso “limitar” legislativamente las conductas a fin de impedir monopolios o hegemonías tiene en el imaginario ilustrado un referente explícito en la antigüedad: el surgimiento de las póleis griegas en los procesos isonómicos anteriores a las Guerras Médicas. Las referencias a Esparta y a Atenas constituyen un tópico de los razonamientos políticos ilustrados. La producción griega de legislaciones es asumida así como un antecedente, si no “el” antecedente, de las exigencias jurídicas del pensamiento ilustrado. Cuánto de imaginario haya en esta filiación, lo evaluaremos tras ver uno de los dos casos más célebres de procesos isonómicos: la reforma de Solón.
El contexto de los procesos isonómicos los sitúa como enfrentados a una tendencia tiránica que empieza a aflorar en las aristocracias arcaicas en virtud del desarrollo económico. A medida que se incrementan las fuerzas productivas, por decirlo en términos marxistas, las relaciones sociales van mostrando la unilateralidad de las legislaciones precedentes, si es que las había, puesto que el incremento económico de los sectores “nobles” va acompasado de un empobrecimiento generalizado en la clases más bajas de la sociedad. En el caso de la Atenas de Solón, por lo menos, este acentuado desequilibrio social irá a su vez acompañado de una esclavización progresiva de la ciudadanía, debido al sistema de endeudamiento. Tal degradación de la ciudadanía es especialmente grave en las comunidades greco-arcaicas, que basan su defensa en el ejercito hoplita, compuesto por los ciudadanos. Eso por no hablar del peligro de la stásis, de la “revuelta social”.
Haciendo historia-ficción, me atrevería a sugerir que si este proceso se hubiera dejado a su aire, sin producirse ninguna intervención del tipo de la que hará Solón, seguramente se hubiera acabado desembocando en una suerte de monarquía cercana a las orientales, como la de Persia. Sin embargo, el caso griego es, como sabemos, bastante peculiar. En efecto, los procesos isonómicos que se producen en este contexto contrarrestan estas tendencias tiránicas, en virtud de un lema mediante el cual Heródoto caracterizará este proceso: “poner el krátos en el medio”. Esto supone, desde luego, que el krátos no estaba ahí. Krátos no es sin más nuestro “poder”, menos aún nuestra “fuerza”. Krátos es “capacidad”, “pericia”; en este caso, pericia para manejarse con los asuntos de la pólis. Las revoluciones isonómicas problematizan por tanto esa capacidad que se consideraba propia de las “clases altas” por el mero hecho de ser “clases altas”. Las diferentes formas “políticas” (democracia, aristocracia, etc.) serían una respuesta a la pregunta “¿quién detenta el krátos?”, pero todo ello supone, previamente, la posibilidad de anteponer el krátos al individuo que lo detenta. No se trata ya de que la función soberana sea un atributo que pertenece a uno (o varios) individuos, sino de que esa función sea detentada por aquel o aquellos que mejor (y subrayo “mejor”) sepan administrarla. El “medio” designa el lugar de nadie, digamos el ágora, ese “vacío” en medio de la pólis, que es el lugar de lo “público”, por contraposición a la vida privada del oíkos, que el lugar de este o aquel ciudadano. Esto no quiere decir, en primera instancia, que la figura conceptual que se forme sea la del círculo: no estamos aquí ante un centro equidistante, el medio será más bien el punto a partir del cual se miden las posiciones, ponderando así desde él el peso específico de cada una respecto al manejo de los asuntos comunes a todos.
La “política” griega va a constituirse así en una “política del reconocimiento”, en una “política fenomenológica”, si se quiere decir así. Ya Sócrates en el Protágoras destaca el reconocimiento que hay implícito en la organización democrática ateniense: si cualquiera puede hablar en la asamblea sobre los asuntos referentes a la pólis ello se debe a que se considera que la areté politiké, la excelencia en cuanto a los asuntos de la pólis, no es enseñable. Solón va a efectuar un proceso de reconocimiento similar, basado en una serie de consideraciones comunes a toda la época arcaica.
Estos supuestos solonianos pueden resumirse en el siguiente planteamiento que en su forma más abstracta es expresado en la célebre sentencia de Anaximandro: cada posición, cada figura, conlleva una insistencia en sí misma que le hace rebasar sus propios límites y eso conlleva para la figura su propia ruina, en la que se pone de relieve, al mismo tiempo, la condición de límites que tenían esos límites. La insistencia y el predominio unilateral de cada figura se denomina adikía, que se suele traducir por “injusticia” pero que quizá se entendería mejor como “desajuste”; el proceso de restitución de los límites se denomina diké, “justicia” o “castigo”, que podríamos a su vez traducir como “reajuste”. En términos “sociales”, al predominio creciente de una “clase” sobre la otra le corresponde el proceso de desquiciamiento por el cual explosiona la pólis entera. La stásis aparece y los cadáveres que ocasiona son la muestra de la transgresión. La “justicia” sería en este planteamiento esa ruina de la ciudad a causa de la hýbris; en la ruina, brilla el límite transgredido. Atendamos a que este esquema implica dos puntos de vista, distintos aunque no contrapuestos: la perspectiva de cada figura, de cada “clase social”, cerrada en sí misma, y la perpectiva de la diké, que como tal pone en relación unas figuras con otras. Esta última perspectiva se identifica con aquel discurso en el que las figuras de los dioses aparecen para desarrollar la acción en esos mismos términos. Me refiero al de la poesía o la adivinación. Y Solón es, ante todo, un poeta, y es en virtud de ser eso mismo por lo que fue escogido por los atenienses como legislador. Como poeta, es decir, como aquel que se instala en el punto de vista de la diké, es como hay que pensar su obra legisladora.
Así, cuando dice, en el poema que ha sido titulado Eunomía, que la pólis no caerá por maquinación alguna de Zeus o los dioses, sino que será a causa de los propios ciudadanos, que ceden a “la persuasión de las riquezas”, está sosteniendo un esquema como el mencionado anteriormente: la divinidad, el proceso de la diké, muestra la efectiva relación entre los excesos de unos y la ruina generalizada de todos. Los “jefes del pueblo”, se dirá, ocasionan una herida a “toda la ciudad”, una herida política, por así decir, debido a su adikós nóos, a sus proyectos “injustos”, unilaterales; es la hýbris de estos, por tanto, la que pone en marcha el proceso de reajuste de la diké, que implica la ruina que muestra los límites. Es este proceso, señala Solón, causado por esa administración “injusta” de la pólis lo que será su destrucción. A menos que se le ponga remedio.
Nada se ganaría en términos globales, no obstante, si, cediendo a las demandas del démos, se realizase un nuevo reparto de tierras: de esta redistribución surgiría, ciertamente, un momento de equilibrio, pero inmediatamente comenzaría de nuevo el proceso de desequilibrio que produce las extralimitaciones que llevan a la ruina. Y vuelta a comenzar. Frente a esta deriva de unilateralidades que se suceden las unas a las otras, las unas tras la ruina de las otras, Solón va a proponer algo distinto: asumir de entrada la perspectiva de la diké, instalar a la pólis en ella, lo que él va a llamar la eunomía. Eunomía es buen nómos, y hay que tener en cuenta que némo, el verbo de nómos, significa ante todo “repartir”, “asignar”, “observar”, “considerar”. Nómos es así reconocimiento, un reconocimiento que es un reparto, una asignación, por tanto, un reparto ajustado a aquello que cada cual es. En cuanto reparto que reconoce la entidad de cada una, el buen nómos es capaz de preservar la relación entre las partes, en cuanto no permite el desquiciamiento de las unilateralidades. Insisto en que no hay aquí una uniformización o una igualación de las partes, sino una medición que pondera el peso específico de cada una de ellas, asignándolas una estimación y una funcionalidad concreta. Instalarse en la perspectiva de la diké es reconocer, de antemano, la existencia de ese límite que sólo en la ruina se mostraba, y por tanto, instalar en el corazón mismo de la ciudad la exigencia de una suerte de “moderación” o “prudencia” que atiende al conjunto sin dejarse llevar por las perspectivas unilaterales. Se produce así la mencionada “fenomenología política”, esto es, el reconocimiento de lo que la pólis misma es. La eunomía, el “buen reconocimiento”, es aquel reconocimiento que se hace bien, es decir, aquel que atiende a las diferencias específicas y no permite los “excesos” de unas partes sobre otras. Otro ejemplo de esta “moderación eunómica” sería la “austeridad” espartana, cuya redistribución política quedó fijada de una vez por todas en la legislación de Licurgo, que prohibía el comercio interno de la pólis con vistas a impedir la formación de nuevos desequilibrios sociales.
Debido a este carácter fenomenológico de lo político en Grecia, la democracia no va a ser especialmente bien vista entre la mayoría de los pensadores. La idea de que el démos sea la parte más competente para llevar las riendas de los asuntos públicos no cuadra del todo, en efecto, con el diferente peso específico que tiene cada parte en la ciudad. Pero esto es un problema posterior a Solón. Aunque se puede decir con Aristóteles que en Solón arranca el proceso democrático ateniense, hay que precisar que el régimen soloniano no es democrático. Ni él era un demócrata. Aristóteles nos presenta su estructura política como algo “mixto”, diciendo que Solón hizo su legislación “mezclando bien [subrayemos este “bien”, que aquí es kalôs] los elementos en la constitución, pues el Consejo del Areópago era un elemento oligárquico, las magistraturas electivas, aristocrático, y los tribunales, democrático” (Pol. II, 12, 1274b2). El propio Solón, en sus poemas, señala:
Pues di al pueblo tanto honor [géras] como le basta,
sin quitar ni añadir a su estimación social;
y de los que tenían el poder y eran considerados por sus riquezas,
también de estos me cuidé para que no sufrieran ningún desafuero. (fr. 5D, 1-4)
La atención a la diversidad de instituciones y clases sociales es fruto del carácter de reconocimiento que posee la actividad soloniana. Frente a la unilateralidad de cada bando, Solón se parapeta, según sus propias palabras, en el centro de la batalla, en el no man’s land, el lugar que separa y reúne a los dos ejércitos en liza, y resiste con su escudo las embestidas de uno y otro bando (fr. 5D, 5-6). Solón se instala en el méson, en el medio, pero para dejarlo vacío. Este gesto de retirada es lo que le separa de la tiranía. Se cuenta, de hecho, que tras establecer su legislación emprendió un viaje para que las leyes funcionaran por sí solas, para que no hubiera alguien que estuviese por encima de ellas. Se destaca así un rasgo fundamental del legislador griego, que comparte también por ejemplo Licurgo, su necesaria exterioridad respecto de la ley. Contrafiguras de ello son las monarquías orientales, en las que el monarca aparece como el fundamento de la legislación. Es decir, la legislación se sustenta en la voluntad del déspota. Frente a ello, las legislaciones griegas pretenden, con más o menos éxito, regirse por lo “mejor”, por el “bien”, digamos, como fundamento objetivo de las disposiciones jurídicas. A esta diferencia entre legislador y legislación le corresponde el sintagma nómos basiléus acuñado por Píndaro.
La solución isonómica se contrapone, dentro del mundo griego, a la solución tiránica. La solución de Solón pasa, como hemos dicho, por instalar a la ciudad en el punto de vista global representado por la diké; la tiranía, por su parte, supone otro tipo de medidas. Solón, al reconocer la vida orgánica de la pólis, la pluralidad de funciones y la diversidad de participación en ella, está haciendo todo lo contrario del tirano Pisístrato que, tras desarmar a los atenienses, les dijo, en palabras de Aristóteles, “que no debían extrañarse ni perder el ánimo, sino ir a ocuparse cada uno de lo propio, que de lo común a todos ya se encargaría él” (Const. At. 15.5). La común es aquí completamente absorbido por una única figura, que convierte al resto de ciudadanos en meros gestores privados, anulando las diferencias internas de la pólis. La tiranía supone así la máxima unilateralidad, que anula cualquier otro límite que no sea el de la diferencia entre el tirano y el resto. El vuelco de que se revoque la figura del tirano y entonces se quede la muchedumbre de ciudadanos como único sujeto, es decir, el surgimiento de la democracia ateniense, está ya apuntado en este gesto de Pisístrato.
Vemos, por tanto, también en Solón un movimiento de “contención” de la formación de hegemonías. Pero en Solón la limitación no se produce debido al carácter puramente contingente de toda determinación, sino al esmero en el reconocimiento de las partes implicadas. La justicia es aquí aquel que “cada cual haga lo suyo” que se dirá en La República platónica y que asume una diferenciación esencial y un reparto específico de funciones. Para el ilustrado, en cambio, la justicia es ese que “cada cual haga lo que le dé la gana” que supone una indiferencia completa hacia los fines propuestos, excepción de aquellos fines que impidan a otros realizar sus propios fines.
Puede apreciarse, por lo tanto, en los dos planteamientos expuestos un movimiento análogo que parte de situaciones completamente diversas. En el caso ilustrado, la política consiste en articular la comunidad de los que no tienen comunidad, articular la diferencia, impidiendo la preponderancia de unas partes sobre otras; en el de Solón y las isonomías griegas, la política es también articulación que impide la preponderancia, pero esta articulación es reconocimiento de las diferencias entre las partes. El griego no parte de un horizonte de homogeneidad sustancial sino de la pluralidad diferenciada, y lo difícil será en todo caso entender la unidad que subyace a esa multiplicidad consistente. El proyecto ilustrado parte, sin embargo, de ese horizonte nivelador, ese “en principio” de “en principio los hombres no tienen por qué tener nada en común”, que es completamente hipotético, apriorístico, dado que lo primero que salta a la vista es la existencia de comunidades y de diferencias; ahora bien, ninguna de estas comunidades es legítima o esencial, esa es la idea de fondo. En este sentido a un planteamiento político típicamente griego no le afecta la presencia de esclavos o el encierro al que sometían a las mujeres; antes bien, casi se diría que lo demanda, puesto que esa violencia previa es la condición para que el varón libre pueda “liberarse” del oikos y dedicarse a lo político. El pensamiento ilustrado, por el contrario, se halla concernido con la emancipación y con la igualdad, ambos aspectos basados en la injusticia de todo privilegio, a la que corresponde una representación del hombre que es pensado como espíritu, esto es, como negatividad irreductible a cualesquiera determinaciones.
Y, sin embargo, el planteamiento ilustrado se piensa, y tiene toda la fuerza de la tradición al hacerlo, como heredero directo del planteamiento isonómico griego. Es verdad que la semejanza analógica permite, en cierto modo, pensar esa relación, pero quedarse en ella es ignorar las diferencias sustanciales que pone de relieve una investigación crítica que atienda a una contextualización de ambos planteamientos. La representación ilustrada del poder lo presenta como algo completamente descualificado y por ello mismo ilimitado, de suerte que es capaz de abarcar cualesquiera tipos de relaciones concretas. El planteamiento ilustrado partía de la consideración de que “toda relación es relación de poder”, para luego discriminar entre “relaciones de poder” libres y “relaciones de poder” opresivas. El “poder” de un déspota moderno, por ejemplo, supone una opresión respecto del “poder” del resto de ciudadanos; por ello su actuación política es una actuación ilegítima. Es desde esta perspectiva y desde esta noción de poder como podemos resaltar la estructura patriarcal que constituye la base de la sociedad griega; esa estructura, sin embargo, no era sin más accesible al griego que examina las “relaciones de poder” bajo la noción cualificada de krátos. Para un griego como Platón, por ejemplo, el “poder” de un tirano no es “poder”, no es krátos, puesto que radica en la extralimitación y la ignorancia de los límites. Las divergencias entre uno y otro planteamiento, pues, son de base, radican en el conjunto de supuestos con el que se realizan los análogos actos de “contención” y “limitación”; su aproximación, en función de esa semejanza, es un paso para la comprensión de su insalvable diferencia.

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Definiciones aristotélicas del hombre

«La definición aristotélica del hombre como zôon politikon no sólo no guardaba relación, sino que se oponía a la asociación natural experimentada en la vida familiar; únicamente se la puede entender por completo si añadimos su segunda definición del hombre como zôon logon ekhon («ser vivo capaz de discurso»). La traducción latina de esta expresión por animal rationale se basa en una mala interpretación no menos fundamental que la de «animal social». Aristóteles no sólo definía al hombre en general ni indicaba la más elevada aptitud humana, que para él no era el logos, es decir, el discurso o la razón, sino el nous, o sea, la capacidad de contemplación, cuya principal característica es que su contenido no puede traducirse en discurso. En sus dos definiciones más famosas, Aristóteles únicamente formuló la opinión corriente de la polis sobre el hombre y la forma de vida política y, según esta opinión, todo el que estaba fuera de la polis –esclavos y bárbaros– era aneu logou, desprovisto, claro está, no de la facultad de discurso, sino de una forma de vida en la que el discurso y sólo éste tenía sentido y donde la preocupación primera de los ciudadanos era hablar entre ellos».

H. Arendt, La condición humana, Paidós, p. 54

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Política y Metafísica en Grecia y el Helenismo, 19-07-2011.
La peculiaridad de la política griega, 12-10-2011.
De nuevo sobre la vida política griega, 16-10-2011.

 
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Publicado por en noviembre 2, 2011 en Aristotelica, Cosas de Grecia, Materiales

 

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John Brown sobre Baumann y el 15M (República y asamblearismo, II)

John Brown, autor del blog Iohannes Maurus. Textos y reflexiones de John Brown, recomendabilísimo, contesta una entrevista reciente a Zygmund Baumann en El Pais donde este señala que el 15M es «emocional», queriendo decir con esto, básicamente, que no proponen nada.
La respuesta de Brown puede leerse en esta entrada de su blog. En ella se pone de relieve los efectos que produce la forma «asamblea» sobre el discurso de los allí reunidos y cómo esta misma forma excluye de por sí determinados contenidos, o sea, que esa forma es por ella misma ya un principio de criba.
Recojo la parte final, por certera y señalada, y la recomiendo sobre todo a aquellos que pontifican sobre la supuesta vaciedad del 15M:

Por la razón antes señalada, tampoco puede decirse que el 15M carezca de organización ni de programa. Lo que ocurre es que su organización se genera y reproduce al ritmo mismo del debate y de la movilización colectiva. Su programa es perdurar como nueva figura de la democracia. No es proponer al poder que cambie tal o cual aspecto de su ejecutoria. A pesar de que las primeras reivindicaciones del movimiento proponían al poder un cambio en las formas de representación a través, por ejemplo, de una nueva ley electoral, el lema central del movimiento, «no nos representan», ha ido cargándose de un nuevo contenido mucho más radical. Ya no se trata de pedir que nos representen mejor: lo que se ha comprobado es que el espejo de la representación está roto, hecho añicos y que es imposible recomponerlo. Al poder capitalista neoliberal ya no hay mucho que proponerle. Lo que queda es que el trabajador colectivo, cognitivo, precario, migrante que se congrega en las plazas haga lo que mejor sabe hacer: comunicarse y organizarse como nueva comunidad política en éxodo respecto del mando del capital. Las manifestaciones y ocupaciones del 15M al 15 de octubre y las que seguirán son demostraciones de vida y de racionalidad frente a un poder vacío. Sorprende que un gran analista del presente como Zygmunt Bauman haya olvidado el pasado reciente de su propio país o el de la Alemania del Este donde el principio del fin de esa caricatura del capitalismo que fue el «socialismo real» lo marcaron unas grandes manifestaciones ignoradas por unos gobernantes que las consideraban carentes de pensamiento y de programa.

Culmino con Hannah Arendt, unas palabras de su Sobre la revolución, abundando en la insuficiencia de la representación política (al menos, de la de los partidos) para desarrollar el principio republicano moderno (p. 383-384):

El partido, en cuanto institución básica del gobierno democrático, corresponde sin duda a una de las tendencias principales de la Edad Moderna, la nivelación constante y universalmente creciente de la sociedad; pero esto no significa de ningún modo que se corresponda con el significado más profundo de la revolución en nuestros tiempos. La «élite que procede del pueblo» ha sustituido a las élites anteriores reclutadas por el nacimiento o la riqueza; no ha significado nunca la posibilidad de que el pueblo qua pueblo entrase en la vida política y llegase a participar en los asuntos públicos. La relación entre una élite gobernante y el pueblo, entre los pocos que constituyen entre sí un espacio público, y la mayoría cuyas vidas transcurren al margen y en la oscuridad, sigue siendo la misma de siempre.

ACTUALIZACIÓN (25-10-2011):
-Respuesta de Jokin Rodríguez Burgos en Rebelión.org al artículo de John Brown: Bauman tiene razon.
-Respuesta de John Brown a la repuesta de Jokin Rodríguez Burgos: Más sobre el 15M y su «emocionalidad». Respuesta a la respuesta de Jokin Rodriguez Burgos.

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Publicado por en octubre 20, 2011 en Materiales, Modernidades

 

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De nuevo sobre la vida política griega

«Según el pensamiento griego, la capacidad del hombre para la organización política no es sólo diferente, sino que se halla en directa oposición a la asociación natural cuyo centro es el hogar (oikia) y la familia. El nacimiento de la ciudad-estado significó que el hombre recibía «además de su vida privada, una especie de segunda vida, su bios politikos. Ahora todo ciudadano pertenece a dos órdenes de existencia, y hay una tajante distinción entre lo que es suyo (idion) y lo que es comunal (koinon)» [la cita es de la Paideia de Jaeger]. No es mera opinión o teoría de Aristóteles, sino simple hecho histórico, que la fundación de la polis fue precedida por la destrucción de todas las unidades organizadas que se basaban en el parentesco, tales como la phratria y la phyle».

H. Arendt, La condición humana, Paidós, p. 52.

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Publicado por en octubre 16, 2011 en Cosas de Grecia, Materiales

 

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La peculiaridad de la política griega.

«La principal diferencia entre el empleo de la expresión en Aristóteles y en el medioevo radica en que el bios politikos denotaba de manera explícita sólo el reino de los asuntos humanos, acentuando la acción, praxis, necesaria para establecerlo y mantenerlo. Ni la labor ni el trabajo se consideraba que poseyeran suficiente dignidad para constituir un bios, una autónoma y auténticamente humana forma de vida; puesto que servían y producían lo necesario y útil, no podían ser libres, independientes de las necesidades y exigencias humanas. La forma de vida política escapaba a este veredicto debido al modo de entender los griegos la vida de la polis, que para ellos indicaba una forma muy especial y libremente elegida de organización política, y en modo alguno sólo una manera de acción necesaria para mantener unidos a los hombres dentro de un orden. No es que los griegos o Aristóteles ignoraran que la vida humana exige siempre alguna forma de organización política y que gobernar constituyera una distinta manera de vida, sino que la forma de vida del déspota, puesto que era «meramente» una necesidad, no podía considerarse libre y carecía de relación con el bios politikos».

H. Arendt, La condición humana, Paidós, pp. 39-40

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Publicado por en octubre 12, 2011 en Aristotelica, Cosas de Grecia, Materiales

 

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El capitalismo y Hannah Arendt

«Falta de memoria y, con ella, falta de comprensión se han puesto siempre de manifiesto en las raras ocasiones en que el diálogo hostil con la Rusia soviética tocó cuestiones de principios. Cuando se nos decía que la libertad era para nosotros la libre empresa, fue muy poco lo que hicimos para destruir tan enorme falsedad, y muy a menudo nos hemos conducido como si también nosotros creyésemos que lo que estaba en juego en el conflicto postbélico que enfrentaba a países «revolucionarios» del Este y de Occidente era la riqueza y la abundancia. Hemos afirmado que en los Estados Unidos la riqueza y el bienestar económico son los frutos de la libertad, pese a que debiéramos haber sido los primeros en saber que este tipo de «felicidad» constituía la bendición de América con anterioridad a la Revolución y que su razón de ser era la abundancia natural bajo «un gobierno moderado» y no la libertad política ni la «iniciativa privada», libre y sin freno, del capitalismo, el cual ha conducido en todos los países donde no existían riquezas naturales a la infelicidad y a la pobreza de las masas. En otras palabras, la libre empresa sólo ha sido una bendición para Estados Unidos y aún así no es la bendición mayor de la que gozamos si se compara con las libertades verdaderamente políticas, tales como la libertad de palabra y de pensamiento, la libertad de reunión y asociación. No es imposible que, a la larga, el desarrollo económico nos traiga más calamidades que bienestar; lo que sí es seguro es que en ningún caso puede conducirnos a la libertad ni constituir una prueba de su existencia. Puede que en muchos aspectos resulte de gran interés una competencia entre América y Rusia en lo que se refiere a cifras de producción y nivel de vida, viajes a la luna y descubrimientos científicos, y nada se opone a que los resultados de dicha competencia sean interpretados como prueba del vigor y recursos de las dos naciones y del valor de sus diferentes normas y sistemas sociales. Pero, cualesquiera que sean sus resultados, nunca podrán decidir el problema de la mejor forma de gobierno, el problema de si es mejor una tiranía o una república libre. A causa de ello, y por lo que atañe a la Revolución americana, la respuesta al reto comunista para igualar y sobrepasar a los países occidentales en la producción de bienes de consumo y en desarrollo económico debiera haber constituido motivo de regocijo a causa de las nuevas perspectivas de bienestar material que se abren al pueblo de la Unión Soviética y de sus satélites, por haber servido al menos para poner de manifiesto que la conquista de la pobreza a escala mundial puede representar perfectamente un punto de interés común y por recordar a nuestros oponentes que no tiene por qué surgir ningún conflicto serio de la disparidad entre dos sistemas económicos, sino únicamente del conflicto entre libertad y tiranía, entre las instituciones de la libertad, nacidas de la victoria de una revolución, y las diversas formas de dominación (desde la dictadura de partido de Lenin al totalitarismo de Stalin y a los ensayos realizados por Kruschev en la dirección de un despotismo ilustrado) que se produjeron en el ocaso de una derrota revolucionaria».

H. Arendt, Sobre la revolución, p. 298-300.

A mi modo de ver, Arendt parece aquí rondar las nubes, cuando dice aquello de que «no surgen conflictos serios entre dos sistemas económicos». Precisamente, la construcción teórica de Marx, que trata de explicitar el «sistema económico» capitalista, muestra que ese supuesto sistema económico se extiende más allá de su esfera hasta fagocitarlo todo, incluida la esfera política. Lo que chirría del texto de Arendt es que abstrae las condiciones específicas del sistema capitalista, enmarcándolo en la categoría abstracta de «sistema económico» que, como tal, se contrapone a otros «sistemas económicos», pero no a la forma política, religiosa, etc. Quiero decir que Arendt parece partir de un esquema abstracto, algo así como «la política es distinta (o domina) la economía», de modo que cuando algo es indicado como sistema económico es inmediatamente subsumido a esa categorización y situado en esa jerarquización de relaciones y esferas. Pero la cuestión, me parece, es que el dichoso capitalismo no es un mero sistema económico.

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Aporías de la representación política, 21-08-2011.

 
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Publicado por en septiembre 3, 2011 en Materiales, Modernidades

 

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Aporías de la representación política

Sirva este texto para afrontar tesis tales como las que se pueden escuchar dentro del movimiento colectivo del 15-M y, en concreto, por parte de Democracia Real Ya, con respecto a la conversión de los políticos en «gestores». Por un lado, obviamente, con ello se suprimirían los inconvenientes de una clase política superpuesta a la población y que, como ha ocurrido, parece reproducirse de manera endógena, sin mayor preocupación de cara a sus representados que obtener de cualquier manera sus votos. Pero, por otro lado, la solución «gestora», es decir, la solución que consiste en reducir el papel de los políticos a un mero trámite, a mediadores entre su programa y los votantes conlleva una serie de paradojas no menos inquietantes que la situación actual y que conciernen a la entidad de la esfera política como campo autónomo de acción y discusión. La solución arendtiana al dilema, por lo que me ha parecido, sería algo así como una articulación entre el sistema representativo y el sistema asambleario: el último para aquellas materias políticas que han de decidirse por medio de la acción, el primero, para aquellas que dependen más de la administración. En todo caso, la paradoja inherente al sistema representativo está ahí, y no es nada fácil de eludir.

«Las citas anteriores nos muestran en pocas palabras que todo el problema de la representación, uno de los temas más fundamentales e inquietantes de la política moderna a partir de la época de las revoluciones, supone en realidad la necesidad de decidir previamente acerca de la propia dignidad de la esfera política. La alternativa tradicional entre la representación como un simple sustituto de la acción directa del pueblo, y la representación como un gobierno de los representantes del pueblo sobre el pueblo, controlado popularmente, constituye un dilema insoluble. Si los representantes electos están tan vinculados a las instrucciones recibidas que su reunión sólo tiene por objeto ejecutar la voluntad de sus señores, no les queda otra alternativa que considerarse recaderos de excepción o expertos a sueldo que, a semejanza de los abogados, son especialistas en representar los intereses de sus clientes. En ambos casos se da por supuesto que la función del electorado es más urgente e importante que la suya; son agentes pagados por el pueblo, el cual, por la razón que sea, no puede o no quiere ocuparse de los asuntos públicos. Si, por el contrario, se concibe a los representantes como gobernantes, designados por un determinado periodo de tiempo, de sus electores –no hay gobierno representativo en sentido estricto si no hay rotación en el oficio– la representación significa que los votantes renuncian a su propio poder, aunque sea voluntariamente, y el antiguo adagio «todo el poder reside en el pueblo» es sólo cierto durante el día de la elección. En el primer caso, el gobierno ha degenerado en simple administración, la esfera pública se ha esfumado; no queda espacio alguno, sea para contemplar y ser contemplado en actividad, el spectemur agendo de John Adams, sea para la discusión y la decisión, el orgullo de ser «partícipe en el gobierno», según la expresión de Jefferson; los asuntos políticos son aquellos que dicta la necesidad y que deben ser decididos por expertos, sin que estén abiertos a las opiniones ni a una decisión libre; no existe, por ello, necesidad alguna de «intermediario de un cuerpo elegido de ciudadanos» de que habla Madison, a través del cual pasen las opiniones y se depuren en ideas públicas. En el segundo caso, no tan alejado de la realidad, la distinción secular entre gobernante y gobernado que la Revolución se había propuesto abolir mediante el establecimiento de una república se afirma de nuevo; una vez más el pueblo no es admitido a la esfera pública, una vez más la función gubernamental se ha convertido en el privilegio de unos pocos, únicos que pueden «ejercer [sus] virtuosas disposiciones» (como Jefferson llamaba todavía al talento político del hombre). El resultado es que el pueblo debe sucumbir al «letargo, precursor de la muerte para la libertad pública», o «preservar el espíritu de resistencia» (frente a cualquier tipo de gobierno que haya elegido, ya que el único poder que conserva es el «poder de reserva de la revolución»)»

H. Arendt, Sobre la revolución, Alianza, p. 327-328.

El siguiente texto incide en la crítica al sistema representativo, en tanto que aisla al pueblo de la vida política y reduce su existencia a la esfera privada. De nuevo, la solución que Arendt propondría sería el asamblearismo.

«Lo más que puede esperar el ciudadano [en el sistema bipartidista] es ser «representado»; ahora bien, la única cosa que puede ser representada y delegada es el interés o el bienestar de los constituyentes, pero no sus acciones ni sus opiniones. En este sistema son indiscernibles las opiniones de los hombres, por la sencilla razón de que no existen. Las opiniones se forman en un proceso de discusión abierta y de debate público, y donde no existe oportunidad para la formación de las opiniones, pueden existir estados de ánimo –estados de ánimo de las masas y también de los individuos, no siendo estos menos veleidosos e indignos de confianza que las primeras–, pero no opiniones. Por eso, lo mejor que pueden hacer los representantes es actuar como actuarían sus constituyentes por sí mismos si tuvieran oportunidad de hacerlo. No ocurre lo mismo con lo que atañe al interés y al bienestar, los cuales pueden ser determinados de modo objetivo, y donde la necesidad de acción y decisión surge de los diversos conflictos existentes entre los grupos de intereses. Los votantes, a través de los grupos de presión, lobbies y otros intermediarios, pueden influir sobre las acciones de sus representantes por lo que respecta al interés, es decir, pueden forzar a sus representantes a ejecutar sus deseos a costa de los deseos e intereses de otros grupos de votantes. En todos estos casos, el votante actúa movido por el interés de su vida y bienestar privados, y el residuo de poder que se reserva se asemeja más a la coerción vergonzante con que el chantajista exige la obediencia de su víctima que al poder que resulta de la acción y la deliberación colectivas. Sea como fuere, el pueblo, en general, y los científicos de la política, en particular, han tendido a creer que los partidos, debido a que monopolizan las candidaturas, no pueden ser considerados como órganos populares, sino que, por el contrario, son instrumentos muy eficaces para cercenar y controlar el poder del pueblo. El gobierno representativo se ha convertido en la práctica en gobierno oligárquico, aunque no en el sentido clásico de gobierno de los pocos en su propio interés; lo que ahora llamamos democracia es una forma de gobierno donde los pocos gobiernan en interés de la mayoría, o, al menos, así se supone. El gobierno es democrático porque sus objetivos principales son el bienestar popular y la felicidad privada; pero puede llamársele oligárquico en el sentido de que la felicidad pública y la libertad pública se han convertido de nuevo en el privilegio de unos pocos».

H. Arendt, Sobre la revolución, Alianza, p. 372-373.

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República y asamblearismo, I, 18-08-2011.

 
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Publicado por en agosto 21, 2011 en Materiales, Modernidades

 

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República y asamblearismo, I

«Pese a que no se conocía aún el voto secreto, Jefferson tuvo al menos el presentimiento de los peligros que podía suponer atribuir al pueblo una participación en el poder público, sin darle, al mismo tiempo, más espacio público que las urnas electorales y más oportunidades para hacer oír sus opiniones en la esfera pública que las representadas por el día de las elecciones. Se dio cuenta de que el peligro mortal para la república consistía en que la Constitución había dado todo el poder a los ciudadanos sin darles la oportunidad de ser republicanos o de actuar como ciudadanos. En otras palabras, el peligro consistía en haber dado todo el poder al pueblo a título privado y en no haber establecido ningún espacio donde pudieran conducirse como ciudadanos. (…)
Por eso, según Jefferson, el principio mismo del gobierno repúblicano exigía «la subdivisión de los condados en distritos», es decir, la creación de «pequeñas repúblicas» gracias a las cuales «todo hombre de Estado» pudiese llegar a ser «un miembro activo del gobierno común, ejerciendo personalmente una gran parte de sus derechos y deberes, en un plano subordinado ciertamente, pero importante y en pleno uso de su competencia». «Estas pequeñas repúblicas constituirían la espina dorsal de la gran república»; como quiera que el gobierno republicano de la Unión se basaba en el supuesto de que el asiento del poder estaba en el pueblo, la condición misma de su correcto funcionamiento dependía de un esquema «que dividiese el gobierno entre la mayoría, asignando a cada uno exactamente las funciones [para] las que estaban calificados». De otra forma, nunca podría realizarse el principio del gobierno republicano, con lo cual el gobierno de los Estados Unidos sólo sería republicano de nombre».
H. Arendt, Sobre la revolución, Alianza, p. 349-350.

 
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Publicado por en agosto 18, 2011 en Materiales, Modernidades

 

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Política que no hacen los políticos que hacen la política que hacen los políticos.

Puerta del Sol, Madrid, 20-05-11.

 
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Publicado por en May 22, 2011 en Materiales

 

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