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Discurso de defensa de la tesis doctoral «Piedad y distancia. Un estudio sobre la Grecia clásica»

26 Ene

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DEFENSA TESIS DOCTORAL

Piedad y distancia. Un estudio sobre la Grecia clásica”

Lucas Díaz López

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Saludos y agradecimientos

Quisiera comenzar esta defensa de mi tesis doctoral con una introducción que apunte hacia el horizonte de problemas del que ha partido la investigación. Para ello, traeré aquí unos pasajes de la obra de Marx que no tienen nada que ver, al menos en lo que al contenido primario se refiere, con el tema propio de mi investigación. En ellos se plantea, sin embargo, un problema hermenéutico que me servirá para presentar el marco general en el que se inscribe la tesis.

Los pasajes pertenecen a la Introducción redactada por Marx para su Contribución a la crítica de la economía política, texto inacabado, como es sabido, que antecedió a El Capital en la producción teórica de este autor. Marx inicia ese texto señalando un punto de partida “natural” del análisis: la producción individual. Aquí “natural”, más que “hecho” u “objetividad”, indica “inmediatez”; en este sentido, el comienzo es similar al de la Introducción de la Fenomenología hegeliana, que también parte de una “representación habitual” para mostrar sus límites y sus problemas. En el texto mencionado Marx vincula esta “representación natural” a la economía política clásica, con lo que está ya apuntando al carácter ideológico de la misma o, si se quiere, a su origen histórico. El “punto de partida”, el “estado natural”, de las robinsonadas del siglo XVIII es la propia “sociedad civil”, la sociedad moderna, en la que los individuos producen de manera aislada y se enfrentan y traban relación entre sí en el mercado. Esto, que es el resultado histórico de un proceso complejo, aparece para los pensadores de este periodo como el punto de partida, como el horizonte de comprensión a partir del cual se entiende toda sociedad, y acaba deviniendo así un hecho natural, una dimensión de la naturaleza humana. Al llegar a la sociedad moderna, el hombre se reencontraría con su naturaleza y su verdad.

Nótese, pues, que el principal efecto de esta operación ideológica no es el de una mala interpretación del pasado, que también, sino sobre todo el de una justificación y eternización del presente. En cuanto expresión de la naturaleza íntima del hombre el modo de producción capitalista expresaría así su verdad histórica. Ahora bien, un análisis histórico consecuente, como señala Marx, apunta más bien a que la dependencia del individuo a conjuntos más amplios es la tónica general del desarrollo de las sociedades históricas; desde este punto de vista, lo que es preciso explicar, pues, es el individualismo moderno. Históricamente, la estructura de la “sociedad civil” aparece así como el resultado de un determinado proceso, un producto de la época moderna. Esa representación de un estado de aislamiento individual es así fruto de un devenir social y no debe desvincularse de ese desarrollo para no caer en las ilusiones naturalistas de sus apologetas. Este aspecto histórico y social es esencial para una comprensión concreta y científica (es decir, no ideológica) de la producción y de las relaciones económicas.

Con ello se le aparece a Marx un problema que exige pensar de un modo radical nuestra relación con el pasado. Se trata de la cuestión de hasta qué punto nuestras categorías son válidas para pensar el pasado. Si las nociones con las que pensamos (como esto del “individuo” moderno) pueden relacionarse con formaciones sociales concretas, ¿podemos declararlas como válidas para entender fenómenos relativos a otras formaciones sociales? En el caso de Marx, como vamos a ver, esta cuestión se planteará en los términos de hasta qué punto podemos hablar de una producción en general, de un sistema productivo abstracto. ¿Puede aplicarse este concepto tanto a la sociedad europea del siglo XVIII como a la Atenas clásica o a una tribu neolítica? Es decir, ¿hay univocidad en la noción de producción aplicada a esos ámbitos históricamente diferenciados?

La respuesta de Marx a este problema será ambigua. La tensión de su respuesta (al menos en este texto) se mueve entre el mantenimiento de una serie de categorías relativas a lo económico válidas para toda sociedad y una apuesta radical por entender la especificidad de la sociedad moderna.

La primera respuesta que ofrece Marx es interesante, pero no abre el problema en toda su profundidad, como veremos que hace la segunda. Marx va a defender, unas líneas más abajo de las citadas anteriormente, que la noción de producción contiene en sí una serie de determinaciones comunes que deben ser tenidas en cuenta, desde luego, para el estudio de cada sociedad, pero que deben dejarse a un lado si se quiere aprehender el carácter histórico concreto de cada sistema productivo. Así dice:

Las determinaciones que valen para la producción en general son precisamente las que deben ser separadas, a fin de que no se olvide la diferencia esencial por atender solo a la unidad, la cual se desprende ya del hecho de que el sujeto, la humanidad, y el objeto, la naturaleza, son los mismos” (p. 284, edición de siglo XXI).

Es este un argumento interesante, repito, pero se inscribe dentro de una lógica histórica que, desde el siglo XIX y, en parte, de la mano de los propios planteamientos de Marx, ha sido puesta en cuestión. En efecto, este tipo de representaciones, al incluir una especie de núcleo esencial de la producción, conllevan, implícita o explícitamente, una referencia a un punto final, a un momento en el que habría consciencia de la esencialidad de ese núcleo abstracto y, por tanto, cancelación de las diferencias históricas. De esta forma, estas representaciones se revelan teleológicas y revelan el horizonte común del que parten: la historia es el proceso que un sujeto unitario va sufriendo en su camino para conquistar la verdad de sí. La captación del núcleo esencial, de la noción abstracta, constituye así el momento en el que el sujeto y el objeto aparecerían cada uno frente al otro como lo que son en sí, con lo que nos hallaríamos en el fin de la historia. Es esta una lectura que se ha sostenido en el marxismo, desde luego, aunque la posición de Marx es, sin embargo, más compleja: el énfasis que se pone en este pasaje en la diferenciación histórica, en comprender no ya lo general sino lo específico, denota en cierto modo un abandono parcial de esa lógica, por cuanto lo que aquí interesa no es tanto destacar la continuidad por la que pasa ese agente unitario que es la Humanidad como comprender los momentos concretos en su heterogeneidad.

En cualquier caso, más radical será el argumento que aparecerá unas páginas más abajo en el mismo texto. En su “discurso del método” (que supone el punto 3 de la Introducción en la edición de siglo XXI), Marx encara el problema de su relación con Hegel disociando el proceso de apropiación de lo concreto por medio del pensamiento y el proceso de formación de lo concreto mismo, lo que explica el desfase entre la representación natural (por ejemplo, la representación que decía al principio del individuo como hecho natural) y los análisis históricos (el individualismo como estructura social de la modernidad). Aquí me interesa sin más que, sea como sea la relación entre una cosa y la otra, Marx distingue claramente entre el proceso por el que la conciencia comprende el objeto y el proceso por el que el objeto se forma históricamente. Esto plantea una duda muy interesante en cuanto a los modos de representación de la conciencia, sobre todo cuando esta quiere hacerse cargo del proceso histórico. En este contexto se inscribe el argumento que ahora paso a analizar.

Uno de los principales progresos de la economía política se realizó, según Marx, en la obra de Adam Smith, al poner de relieve el carácter abstracto del trabajo creador de riqueza. Con este descubrimiento, continúa Marx, podría parecer que se ha hallado la expresión más simple y general de la relación que se establece entre el hombre y la naturaleza, lo que permitiría así explicar el resto de maneras concretas con que esa abstracción se realiza en otras sociedades. Es decir, se habría descubierto su núcleo abstracto, que permite pensar los diferentes modos históricos concretos. Hasta aquí parecería que Marx sigue defendiendo lo mismo que hemos visto antes, es decir, un esquema marcado por la diferencia de niveles abstracto-concreto. Pero, acto seguido, Marx señala las condiciones históricas propias del surgimiento de esta noción de trabajo abstracto. Cito:

La indiferencia hacia un trabajo particular corresponde a una forma de sociedad en la cual los individuos pueden pasar fácilmente de un trabajo a otro y en la que el género determinado de trabajo es para ellos fortuito y, por lo tanto, indiferente” (salto un par de líneas) “Este estado de cosas alcanza su máximo desarrollo en la forma más moderna de sociedad burguesa, en los Estados Unidos” (p. 305).

De esta forma, en este texto tan actual, se ve que, pese a que la abstracción del “trabajo” permite pensar las restantes formas de producción, sin embargo, su aparición se corresponde con unas determinadas condiciones históricas y se circunscribe a ellas. Y esto no es más que un ejemplo, como señala Marx un poco más abajo del texto. Cito:

Este ejemplo del trabajo muestra de una manera muy clara cómo incluso las categorías más abstractas, a pesar de su validez –precisamente debido a su naturaleza abstracta– para todas las épocas, son no obstante, en lo que hay de determinado en esta abstracción, el producto de condiciones históricas y poseen plena validez sólo para estas condiciones y dentro de sus límites” (p. 306).

Este argumento es más complejo y más rico que el anterior. Ya no se trata de señalar una serie de determinaciones categoriales comunes, casi se diría que transhistóricas, dentro de las cuales se dan las diferencias (por más importantes que sean), sino que las categorías más generales tienen ahora una génesis histórica que es posterior a las más concretas y, por lo tanto, tienen un ámbito de aplicación determinado y delimitado. De ahí que, aún siendo válidas para toda época, solo son plenamente válidas para una sola época. Se habrá notado la paradoja de estas dos formas de validez, que marca el núcleo de un problema profundo (en alemán el juego se hace entre la Gültigkeit de la abstracción y la Vollgültigkeit de su circunscripción histórica).

Marx nos suministra un argumento hermenéutico muy interesante. Si yo no lo entiendo mal, y prescindiendo un poco del detalle del texto, habría que pensar que nuestra sociedad produce una serie de representaciones abstractas que, a la vez que nos permiten comprender el devenir histórico de otras sociedades (= primera validez), son representaciones exclusivas de esa época misma (= segunda validez, validez plena). Esas categorías son, pues, un producto histórico pese a su factura abstracta. Es decir, pese a su supuesto alcance general, incluso transhistórico, esas categorías tienen una raigambre histórica que les impone una finitud en cuanto a su aplicación. Adviértase la paradoja o la aporía de la situación que se plantea: por un lado, se detecta la presencia de un punto de vista abstracto, capaz de remontar lo histórico en su particularidad y darle unidad, mientras que, por otro, se le señalan unos límites a esa universalidad.

Es justo señalar que el marxismo se ha deslizado a menudo por la pendiente de estas abstracciones, como en el texto antes citado de Marx, en el que se suponía una unidad del concepto de “producción en general” por cuanto había un sujeto y un objeto idénticos en cada caso. Pero también es obligado señalar que, al presentar el argumento más complejo que he mencionado, el propio Marx suministra la vacuna necesaria para evitar esos deslices. En el caso de la noción de producción, un análisis moderno del sistema productivo griego (o feudal, etc.) impone sobre los documentos históricos su noción abstracta, desvinculando de lo “técnico-productivo” todos aquellos aspectos que no se encuentran enlazados en nuestra representación, por ejemplo, todo lo referente a la divinidad en cuanto custodio de ciertos dominios (pienso en Hefesto, Atenea, etc.) pero también todas las consideraciones relativas a la cualificación del trabajo en el sentido de ser algo servil, inferior, etc. Es decir, nos quedamos con lo meramente técnico y descartamos lo demás como un efecto por así decir superestructural, como una representación que es necesaria para ese mundo pero es prescindible en términos absolutos. Dicho de otra forma, imponemos nuestras representaciones del mundo, de lo técnico, etc., como piedra de toque de la verdad o no de las representaciones históricas pasadas. El mundo científico-técnico, el mundo moderno, se erige así en patrón de medida de lo anterior que se verá, entonces, como más o menos acertado en relación a nosotros, y, por lo tanto, su unidad se verá fragmentada en lo que se aproxima a nuestra representación y lo que es descartable a partir de nuestras concepciones. Ahora bien, si hacemos caso a Marx, o al menos a ese pequeño fragmento de la obra de Marx, debemos matizar estas afirmaciones y sospechar de ellas. Al igual que la representación burguesa de la economía tiene como resultado (y podría ser que como finalidad) la fijación y eternización, en una palabra, la naturalización, de una formación económica determinada, las categorías abstractas en otros terrenos, y por supuesto también en el de la filosofía, responden a determinados intereses de dominio. La comprensión del mundo como una inexorable marcha hacia nosotros, hacia las “sociedades avanzadas”, ha tenido, y tiene, como resultado una capitidisminición del resto de sociedades que suele traducirse en actitudes imperialistas o, en el mejor de los casos, paternalistas hacia estas “sociedades inferiores”. Si rechazamos estas prácticas de dominio en favor de la noción moderna de autonomía, es preciso desactivar también las representaciones que las fundamentan.

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Este es el horizonte general, filosófico pero también político, en el que se quiere inscribir esta tesis. Lo que aquí presento es, por lo tanto, una tesis de historia de la filosofía que, al mismo tiempo, quiere hacerse cargo de la filosofía de la historia presente en ella. Es decir, no solo se habla en ella de la Grecia antigua, sino que también se quiere resaltar la noción de historia que preside la investigación. El que no se desvinculen en esta investigación esos dos motivos no quiere decir que en otras sí se encuentren desvinculados; lo que ocurre es que en ellas se da por sentado el horizonte de comprensión dominante de la historia y, por lo tanto, puede ser tratado como “neutro”. Es este punto lo que constituye la actualidad de la tesis, y su impulso fundamental, de modo que me detendré en él unos momentos.

Puede decirse, de un modo muy general, que lo que he pretendido en esta tesis es presentar una lectura consistente de la Grecia antigua que no se deje arrastrar por una serie de inercias hermenéuticas de nuestro tiempo que plantean un determinado modo de ver el pasado muy parecido al modo cómo lo hacían los economistas burgueses que mencionaba Marx. Para no reiterar en exceso las afirmaciones contenidas en la tesis, mostraré este punto desde un ángulo distinto, tal y como en cierto modo se me presentó a mí durante mi investigación.

Cuando, hace unos años ya, realicé el DEA en esta misma universidad, presenté una lectura de los escritos lógicos de Aristóteles que no buscaba ver en ellos una forma subdesarrollada de la lógica formal sino que pretendía situarlos en relación a su contexto específico de surgimiento, estableciendo conexiones entre ellos y el pensamiento griego anterior. Era curioso ver cómo, por regla general, todo aquello que era considerado por los lógicos actuales como presupuestos metafísicos y arbitrarios en la lógica aristotélica constituía sin embargo el núcleo de lo que se defendía en el Organon. Así, por ejemplo, la limitación de las variables aristotélicas a los “términos universales” era señalada como una decisión autorial inexplicable (o peor aún: explicable por lo atrasado de su pensamiento) mientras que en los análisis que proponía correspondía al propio objetivo de su investigación: el estudio de las determinaciones de los entes, de los eíde, tal y como ya comparecía, por ejemplo, en el Fedón platónico. Por decirlo brevemente, el formalismo lógico actual no veía sino limitaciones arbitrarias allí donde Aristóteles estaba preparando el terreno para los análisis de la Metafísica. Lo que hace el historiador de la lógica, esto se ve perfectamente en Lukasievicz, es proyectar el sistema desplegado de la lógica formal sobre la “lógica aristotélica”, con lo que esta aparece como algo aún embrionario, ingenuo, con residuos de irracionalidad. La “lógica aristotélica” sería así un primer momento dentro de un proceso de complicación y refinación que desembocaría en la lógica formal del siglo XX. Este proceso podría verse, por lo tanto, como una purgación de residuos metafísicos hasta adquirir su forma plena y desarrollada en la actualidad. De esta forma, se cumple aquí, en el terreno de la lógica, una manera de entender el pasado similar a la que ejecutaban los economistas burgueses del texto de Marx. La lógica formal representa aquí la noción abstracta propia de una determinada época histórica que, sin embargo, se proyecta al pasado para comprenderlo, de forma que define, a partir de sí, los aciertos y errores del camino progresivo hacia su enunciación completa y desarrollada. Se trata de una lectura identitaria, que se interesa por el pasado como una preparación para el presente, como un camino en el que poco a poco se va descubriendo la verdad, es decir, el modo como ahora pensamos. Esta lectura normativa, que podría tener su sentido pragmático a la hora de impulsar el desarrollo efectivo de la lógica, sin embargo, no se corresponde con una comprensión compleja de la historia y del desarrollo histórico. Sin más, consiste en la aprehensión del desarrollo histórico como un camino en el que la actualidad resulta glorificada como punto de llegada y, por tanto, como fin de la historia.

Frente a esto, la lectura que proponía en el DEA tomaba en consideración el Organon poniéndolo en conexión con su pasado específico y con el resto del pensamiento aristotélico. Es decir, asumía una concepción más compleja y más radical de lo histórico. Ya no se trataba de ver en el pasado una marcha inexorable hacia nosotros y, por lo tanto, algo todavía incompleto, parcial, provisional, sino que lo que se proponía era comprenderlo desde sí mismo, como algo absolutamente otro que el momento actual. Igual que nuestra actualidad tiene una consistencia y un espesor específicos y complejos, así también debía pensarse el pasado sin esa referencia teleológica al presente que lo vampiriza y le priva de su propia entidad autorreferencial. Para ello, no obstante, había que poner en suspenso esa serie de nociones abstractas que, pese a tener un origen concreto, se retroproyectan históricamente y producen ese efecto ideológico de eternización. Así, lo que comparecía en la investigación que realicé en el DEA era ya una crítica soterrada a la aplicación de las categorías de la racionalidad al mundo griego antiguo. Esta crítica era bastante interesante desde el momento en que se ejecutaba allí donde menos se esperaba, en el terreno indiscutiblemente racional de la lógica. En efecto, si bien en estos últimos tiempos hemos asistido, de la mano de Pierre Aubenque especialmente, a una suerte de revival del pensamiento aristotélico, la lectura de la obra lógica se mantenía más o menos incólume, con ese carácter monolítico que el propio Kant le había reconocido en la Crítica de la razón pura. Todo Aristóteles fue revisado, de arriba a abajo, deshaciendo la imagen escolástica que nos había llegado de él; todo, excepto la lógica. A mi juicio, y en el DEA ya estaba en parte apuntada esta conclusión, ello se ha debido a que una revisión de la lógica aristotélica afecta al núcleo esencial de las lecturas canónicas desde las que los investigadores actuales partimos. El camino de Homero a Aristóteles, del poeta al lógico, digamos, representa mejor que nada la lectura general que suele hacerse de la Grecia antigua, es decir, el paso del mito al logos. Por eso, revisar la lógica aristotélica, realizar una lectura que no siguiese esa senda del “milagro griego”, suponía romper con las coordenadas hermenéuticas que, incuestionadas, han sido aceptadas por la mayoría de los investigadores no ya solo del siglo XIX sino incluso del siglo XX y lo que llevamos del XXI. La extensión de ese horizonte de comprensión puede medirse no ya solo por su presencia en la investigación especializada sino también por su institucionalización en los planes de estudio de la educación secundaria o por su banalización en los productos de la industria cultural.

En este sentido, la “representación habitual” de nuestro pasado histórico suele realizarse bajo el relato de, por decirlo en términos altisonantes, la conquista del hombre de su propia racionalidad. Se supone así una esencialidad del hombre, que coincide con nuestro entendimiento actual del mismo, y se la proyecta al pasado, dejando ver, a través de esa rendija conceptual, los momentos más relevantes del camino que conduce a nosotros mismos. Uno de estos momentos, por supuesto, es el del mundo griego, en donde se entiende que afloraron, siquiera sea de modo balbuciente, buena parte de las tendencias racionales que hoy dirigen nuestros actos. El paso del mito al logos constituye así una primera ejecución de la epopeya de la humanidad, por la que ha tenido que enfrentarse a sus propias deformaciones y malcomprensiones hasta entenderse a sí misma y al mundo que la rodea de un modo transparente y cristalino. Dicho de otra forma, lo griegos hicieron lo mismo que hizo el mundo moderno, solo que de un modo limitado (por eso son griegos y no modernos). El paso del mito al logos sería así una versión inicial, no consumada, del paso de las irracional a la racionalidad. Esta analogía no es nada inocente sino que, como vemos, presupone todas las coordenadas propias de la filosofía de la historia decimonónica y, sin embargo, constituye el horizonte desde el que comprendemos la historia del mundo griego todavía hoy.

Ya no podemos seguir sosteniendo esta clase de representaciones. Como ahora pasaré a explicar, nuestra situación hermenéutica ha rebasado esta clase de planteamientos, mostrando su insuficiencia y la lógica del dominio que fundamentan. Las nociones abstractas contra las que nos advertía Marx tienen un origen histórico pese a su abstracción; por lo tanto, son un producto que es necesario explicar y no presuponer. Esta presuposición, más bien, corresponde a una lógica de la justificación que nada tiene que ver con la verdad de su formación concreta. Si la historia, pues, no quiere ser una historia “edificante”, es decir, una historia apologética de la actualidad, sino que quiere tener una vocación explicativa y, por lo tanto, suministrar una base para entender el proceso histórico en sí mismo, la investigación debe afrontar el pasado desde sí mismo, con radicalidad, entendiendo la diferencia entre lo que la actualidad proyecta y lo que el pasado es. Es esta una exigencia que surge de nuestra propia concepción de lo histórico como un proceso del que nuestra actualidad constituye un momento y, por lo tanto, una realidad histórica más, es decir, algo circunscrito, limitado, finito. Absolutizar el presente es una operación antihistórica, por lo tanto la exigencia que proviene de la noción misma de historia conduce a una comprensión diferencial (esto es, no identitaria) de ese proceso.

Esta tesis, pues, quiere enmarcarse en esta comprensión de la historia y busca señalar los fallos y problemas de una tradición de la cual, sin embargo, hay que partir, pues en cierto modo constituye nuestra inmediatez. En este sentido, el capítulo primero de la tesis busca presentar, de un modo seguramente un poco simplista, esta situación de partida. Para ello, hay que dar un pequeño paso atrás y comprender de dónde surgen esos problemas. Entender su origen histórico servirá para entender a su vez la necesidad de rebasar esa situación.

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A medida que se constituía, en efecto, la época moderna ha ido generando un relato de sí misma que, sin duda, ha contribuido a asentarla como tal, pero que a la postre se está mostrando como un impedimento para una comprensión del mundo que desarrolle las líneas principales de lo que la propia modernidad defiende. Este relato, que se resume en la metáfora de la salida de las tinieblas medievales a la luz moderna, constituye, por ejemplo, la sustancia del impulso cartesiano de poner entre paréntesis todo prejuicio y todo conocimiento heredado y buscar asentar el conocimiento sobre un suelo firme y, sobre todo, absolutamente fundado. En este primer momento, que se prolonga más o menos hasta Kant, el proyecto moderno puede definirse como un intento de encauzar el uso natural de nuestra racionalidad que, según el célebre dicho goyesco, en su sueño produce monstruos. Se trata, pues, de que la razón no sueñe, de que se despierte, de que se haga cargo de sí misma. Esta metáfora del sueño, de la irrealidad, de la fantasmagoría, prolonga la de las tinieblas medievales, la superstición infundada e imaginaria, que debe ser contrarrestada con la lucidez racional, por medio de la aplicación de una metodología que impida esos deslices naturales de la razón.

La noción de historia que se halla implicada en estas consideraciones de la modernidad emergente constituye la base de lo que luego serán nuestras lecturas identitarias y muestra en su deficiencia la deficiencia de esas lecturas. En efecto, al igual que denunciará Marx con respecto a la economía burguesa de su tiempo, para la filosofía moderna “hubo historia, pero ya no la hay”. El cambio, la evolución, en fin, la deriva histórica, cae en este planteamiento del lado de ese estado de irracionalidad por el que la “razón natural” va vagando a través de los siglos. Pero este vagabundeo racional tiene un punto de llegada ideal: la fundación científica, el establecimiento de un sistema de garantías racionales que valide nuestros conocimientos con el sello de la certeza y termine con la errancia. Para esta primera modernidad, la historia es así no solo anticientífica, sino la disciplina de lo anticientífico por excelencia. La historia recoge las errancias de la razón que, en cuanto se constituye científicamente, tiene ante sí un “camino seguro” y, por tanto, prescinde la variación histórica. Así, por ejemplo, en la Crítica de la razón pura tiene sentido una “historia de la razón pura” pero como un mero apéndice de la sustancia esencial de la Crítica, esto es, de la doctrina trascendental de los elementos. Esta “historia de la razón pura” que, como es sabido, constituye el último capítulo de la obra (A852/B880-A856/B884), se limita, en efecto, a ofrecer una serie de elementos, de lugares, a partir de los que se puede clasificar el pensamiento de los filósofos anteriores, y culmina señalando el lugar reservado a la filosofía crítica en su objetivo de, cito literalmente las últimas líneas de la obra, “dar plena satisfacción a la razón humana en relación con los temas a los que siempre ha dedicado su afán de saber, pero inútilmente hasta hoy” (A856/B884). Nótese el énfasis en la eternidad y la rigidez del planteamiento en términos como “plena satisfacción”, “temas a los que siempre ha dedicado”, etc. Si bien el gesto de Kant no es tan rupturista como el de Descartes (sin duda, por el devenir cultural que entre tanto se iba gestando; por así decir, por el hecho de que Kant tiene ya una tradición moderna a la que remitirse), sin embargo, el esquema que preside su conceptualización es el mismo: el tránsito de lo irracional a lo racional, de lo infundado a lo fundado, de lo inestable a lo estable, de la superstición a la ciencia.

Esta primera modernidad, por lo tanto, se pensó a sí misma como una suerte de acontecimiento redentor por el que la razón consigue superar su “pecado original” supersticioso y se reencuentra consigo misma y con su proceder verdadero. Un esquema semejante puede rastrearse en Hegel, aunque quizá con una complejidad mayor y, sobre todo, con un énfasis en lo histórico bien diferente.

En efecto, en Hegel, por decirlo con una sentencia abstracta, la historia se eleva a concepto esencial. Por supuesto que esto no es una “cuestión” de Hegel, una especie de ocurrencia genial suya. Pero podemos fijar en Hegel, para no enredarnos demasiado, el comienzo de este pensar histórico. Y esto de un modo tan decidido que, tras el propio Hegel y pese todo lo que haya podido pasar y pensarse en este tiempo, todavía hoy seguimos en esta estela de la esencialidad de la historicidad. Otra cosa es, sin embargo, como vamos a ver, cómo asumimos nuestro papel en ella.

Sea como sea, la posición hegeliana afirma, desde un principio, el carácter histórico de la formación de la conciencia y, con ello, de la propia racionalidad. La realidad es un proceso de transformación dialéctico por el que unas formas van posibilitando y dando lugar a otras, de suerte que ninguna de ellas es comprensible más que falsamente de un modo aislado. “Lo verdadero es el todo”, dirá Hegel, esto es, el resultado comprendido como el desarrollo dinámico de sus momentos. El “absoluto” hegeliano constituye así el proceso por el que toda forma finita fracasa en su intento de expresar en sí lo incondicionado. No es este el momento de discutir sobre los “puntos finales” de la filosofía hegeliana (a saber, el “saber absoluto”, la “idea”, etc.), pero no creo que sea sostenible, hegelianamente hablando, una lectura que los entienda como modos de expresión definitivos del absoluto. A mi juicio, y siguiendo lecturas que se referencian en el capítulo primero de la tesis, es preciso entender estos momentos finales como recapitulaciones del camino realizado en las que se expresa un nuevo punto de partida (lo “absoluto indeterminado” de la Ciencia de la Lógica, por ejemplo, al final de la Fenomenología, etc.). En cualquier caso, la propia filosofía hegeliana constituiría uno de estos precipitados finales del desarrollo de lo real y lo espiritual, como puede apreciarse en sus Lecciones de historia de la filosofía, que van desplegando el horizonte dentro del cual cobra sentido la célebre identificación hegeliana entre filosofía e historia de la filosofía. De esta forma, el carácter histórico es esencial al planteamiento hegeliano, sin que ello implique una renuncia a una suerte de normatividad o de referencialidad final.

Lo que nos cuenta Hegel en su historia de la filosofía, pero también en su filosofía de la historia, es el camino por el que la racionalidad, el “espíritu”, emerge desde su soterrada presencia brumosa bajo la forma del “en sí” hasta la luminosa y autoconsciente afirmación de sí misma (el “para sí”). La historia, en general, es el camino por el que el espíritu realiza esta tarea de autoconocimiento, esto es, la historia es el proceso por el que el espíritu se conoce a sí mismo. No en otra cosa consiste el espíritu, de suerte que, de nuevo, se cumple en este proceso lo que es en sí el espíritu, es decir, llegar a ser para sí. Comprender este proceso exige, dirá Hegel, comprender esta realidad del espíritu y, por lo tanto, presuponerla como tal en la historia. “Mirar con los ojos del concepto”, dirá, frente a las presuposiciones ignoradas de los historiadores al uso que miraban con recelo la intromisión del filósofo en su ámbito de estudio. El apriorismo hegeliano es un apriorismo lúcido, hermenéutico, podríamos decir; va más allá del mero positivismo histórico. Para Hegel, no hay comprensión sin presuposición, pero, y en esto se diferenciaría de nuestra hermenéutica actual, esa presuposición puede pensarse como neutra si no es más que la propia presuposición de lo racional, es decir, de la mirada que investiga.

Como hemos visto ya, este relato hegeliano se basa en la proyección al pasado del horizonte histórico actual y se corresponde así con una lógica de justificación edificante del presente. El pensamiento de Marx, pero también el de otros pensadores más o menos emparentados con él, como Nietzsche, constituye un buen antídoto ante esta concepción. De los pasajes mencionados al principio, hemos aprendido ya a sospechar de este tipo de categorizaciones abstractas, universalmente aplicables. La noción de “racionalidad” es así una noción que, a pesar de su carácter abstracto, tiene una determinada circunscripción histórica. Presuponerla en su propio pasado, aunque sea de una forma limitada o balbuciente (el logos), no es más que reiterar ese gesto de naturalización que Marx denunciaba en la economía política de su tiempo. En efecto, la suposición de una racionalidad paulatinamente emergente en la historia, implica pensar lo racional como el destino del hombre, por lo que se trasciende el mero ocurrir histórico y se entra en el juego de las esencias. Un pensamiento radicalmente histórico no puede contentarse con esta clase de planteamiento. Y ello, insisto, no por una especie de exigencia personal o arbitraria, sino en base a nuestra propia concepción de lo histórico.

Desde una perspectiva pragmática, la proyección de la racionalidad ha podido tener su rendimiento como acicate para el desarrollo del pensamiento moderno, pero, desde un punto de vista histórico riguroso, constituye una representación que choca con nuestros propios planteamientos. La historicidad supone finitud categorial, una abisalidad irremontable, una horizontalidad en la que no cabe señalar ninguna noción que se sustraiga a este proceso. Cuando Nietzsche sostiene aquello de que “Dios ha muerto” se está refiriendo a esta inmanencia radical que constituye nuestro horizonte de comprensión actual. Sin embargo, la representación de la Historia como el camino por el que la humanidad ha encontrado una racionalidad que, sin embargo, ya se encontraría como latente en sí misma desde un principio, lo que conlleva es una “naturalización” de la razón, como si, olvidándonos del descubrimiento de nuestra finitud histórica, decretáramos que ya hemos llegado a nuestro destino, que ya todo está cumplido, que el hombre es ya para sí lo que siempre ha sido en sí y por lo tanto ya es transparente para sí mismo y ha alcanzado su verdad. Esto es una proyección metafísica (contrapongo aquí metafísica e historia de un modo más intuitivo que riguroso) que se encuentra impulsada por las tendencias de dominio y de autoexaltación que he señalado antes. Dicho en términos abstractos y, por qué no decirlo, bastante hegelianos: es una representación que la propia inmediatez se hace de sí misma pretendiendo absolutizarse como tal. En términos nietzscheanos es el último hombre, aquel que recoge el resultado del desfondamiento de la tradición occidental y lo eleva a nuevo fundamento del mundo.

Pero una “conciencia histórica” rigurosa no puede contentarse con esta forma absolutista de sí misma. La deriva de nuestra tradición de pensamiento así lo muestra. Si Marx y Nietzsche pusieron el acento en la finitud histórica, la hermenéutica del siglo XX ha elevado esa finitud a núcleo esencial de la comprensión, entendiéndola de un modo positivo. En este sentido, en cuanto la finitud comparece ahora como nuestro punto de partida, debemos asumir esta condición asimismo de un modo finito, es decir, histórico, sin dejarnos deslizar por la inercia de las abstracciones. Uno de los peligros hermenéuticos actuales es, en efecto, el de entender la estructura de la comprensión tematizada por Heidegger y Gadamer como un absoluto, como una plantilla general en la que se insertaría la concreción histórica de cada época. Los vitalismos y existencialismos del siglo XX se apoyan en esta absolutización para desplegar sus ontologías fundamentales, que ya no exaltan la racionalidad objetivista moderna sino una racionalidad hermenéutica que sería, por fin y de nuevo, la auténtica verdad de los hombres. Lo nuevo de esta situación es, sin embargo, que el antídoto se halla incluido en el propio planteamiento: lo que esta clase de lecturas plantea es una trascendencia que es inconsistente con la inmanencia radical de la que se quiere partir. Si todavía perdura la trascendencia, si el loco nietzscheano que declara la muerte de Dios llega todavía pronto, ello apunta hacia una falta de radicalidad en los planteamientos. Lo que delata esta inconsistencia es, por lo tanto, una serie de inercias que es preciso deshacer, con vistas a consumar nuestra comprensión específica de lo histórico. Por ello considero una exigencia de nuestro tiempo, de la situación hermenéutica actual, la necesidad de revisar este modo de contemplar el pasado, que repercute en nuestro presente con efectos en nuestras concepciones filosóficas, sí, pero no menos en las políticas.

Dentro de un proyecto semejante, que podría considerarse una genealogía de la racionalidad moderna, se enmarca la investigación que presento. Para aportar algo a esa tarea, la tesis se ha fijado un doble objetivo que, en el fondo, es unitario: positivamente, se busca exponer una lectura del mundo griego y de su desarrollo que lo presente en relación a sí mismo, sin dejarse llevar por las dinámicas identitarias de nuestra tradición; y, al mismo tiempo, negativamente, la otra cara de la moneda: se busca deshacer esas lecturas identitarias que han devenido canónicas mostrando su artificialidad interpretativa.

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Es en este sentido que la investigación puede entenderse como una lectura alternativa de la Grecia antigua en unos términos diferentes de los del relato canónico del paso del mito al logos. Esta tarea global era tanto más urgente por cuanto uno de los grandes problemas que he encontrado en las investigaciones actuales más sugerentes de este o aquel momento del pensamiento griego es que, al ser parciales, se inscriben dentro de la representación general canónica y heredan de ella todo un sistema de contraposiciones que acaba siendo proyectado en el texto interpretado. Así, por ejemplo, en las mejores lecturas de Heródoto que he consultado su contraste con la poesía homérica se inscribía en un juego de oposiciones propios de nuestra época, como el de trascendencia/inmanencia o el de sagrado/profano, que acababa repercutiendo en la interpretación de la obra herodotea. Lo mismo puede decirse de aquellos análisis de Platón o de Aristóteles que los asumen como la ejecución de una tarea de reflexión sobre lo empírico análoga a los planteamientos modernos. Se hacía necesario, pues, dentro de la tarea de delimitar la concreción del pensamiento griego sin proyectar las categorías de la modernidad, realizar una suerte de contra-lectura que entendiese desde sí mismo el acontecimiento histórico que llamamos Grecia y, en concreto, el camino que va desde la Grecia arcaica (lugar del mito en la representación canónica) a la Grecia clásica (lugar del logos). En razón de este objetivo amplio, la investigación ha tenido que ser más sinóptica que exhaustiva, aunque he intentado que no se pierda el rigor debido. Paso ahora, por fin, a comentar la lectura del mundo griego que presento en la tesis.

El núcleo de la investigación es el análisis detallado de dos poemas de Solón en los que se entrecruzan muchos aspectos característicos del mundo griego, sobre todo en relación a ese tránsito de lo arcaico a lo clásico. Sin embargo, no quería entrar de lleno en esos poemas sin antes haber precisado un poco más el hilo conductor de la investigación. El segundo capítulo constituye así un primer acercamiento al mundo griego con la intención de obtener una guía con la que orientar la marcha de la investigación. El texto que he elegido para esta primera inmersión ha sido la Historia de Heródoto. Me resultaba particularmente útil este texto por ser un documento clásico que, sin embargo, trata sobre el periodo arcaico griego. Además, el propio proyecto herodoteo parece tener la intención de poner de relieve algo que, sin duda, explica el éxito griego frente al monstruoso imperio persa. Es decir, en él se habla de qué es eso específicamente griego que constituye su superioridad. En este sentido, pues, era el texto indicado al que acudir a buscar una orientación interna para la investigación. El acercamiento que se propone en este capítulo gira en torno a dos pasajes de la Historia herodotea: el debate persa y el encuentro de Solón con Creso. Ambos pasajes coinciden en adscribir a los griegos el reconocimiento de una dinámica que excede los propósitos de los hombres y que allí mismo es asignada a la divinidad. Un primer vistazo al texto herodoteo apunta a una referencia recurrente a un plano o dimensión, el de lo divino, que se conjuga con la presencia inmediata de las cosas y explica y delimita las conclusiones que se podrían extraer de su consideración aislada. En este eje vertical, en esta referencia a lo divino, se insertan toda una clase de preocupaciones ontológicas, epistemológicas y políticas que, como he tratado de mostrar en la tesis, constituyen uno de los núcleos del pensamiento griego.

Por medio de este capítulo, además, se realiza una primera aproximación a la figura de Solón, abriendo el problema de cómo comprenderla en toda su amplitud: sabio, político, poeta, ¿son estas facetas de Solón aspectos heterogéneos, disociados e incluso incompatibles, tal y como nos podría parecer en función de lo que esos aspectos representan para nosotros? ¿O más bien no, sino que tras esa aparente diversidad se esconde una unidad profunda que desafía nuestras categorizaciones y distinciones? La interpretación canónica, desde luego, se decanta por la primera opción, achacando así a la incoherencia propia de los orígenes esta dispersión soloniana. Es preciso, pues, si se quiere soslayar la lógica de justificación de ese modo de interpretar el pasado, anteponer a la investigación concreta de los poemas solonianos una tarea previa. Antes de abordar su obra hay que delimitar y comprender desde un punto de vista específicamente griego esos aspectos tan diversos para nosotros con vistas a pensar su unidad. Así, y para no enmarañar en exceso la lectura de los poemas de Solón introduciendo excursos y matices entre medias, he antepuesto un par de capítulos previos que exploran el sentido de lo poético en la Grecia antigua y su dimensión piadosa. Solón es, ante todo, un poeta y todas las resonancias que esto tiene en el mundo griego se pierden si mantenemos nuestra concepción literaria de la poesía. Como demuestra de un modo polémico la disputa platónica del Ión o de la República, la poesía en Grecia tiene un alcance epistémico que choca con nuestra comprensión de la misma. Es verdad que en los diálogos platónicos se va a poner en duda ese alcance, pero si no se restituye este horizonte de comprensión ni siquiera tiene sentido esa crítica que ejecuta Platón. En el tercer capitulo de la tesis se muestra, así, cómo el poeta homérico tiene un acceso privilegiado a la dimensión de los dioses que recorre por entero el mundo, permitiéndole comprender y medir debidamente el sentido de la acción que narra. La comparecencia de tal o cual dios en esta o aquella escena supone así un modo de comprenderla que la conecta con un ocurrir global, con una trama general, que hace que cada cosa cobre un perfil concreto y determinado. Por contra, los personajes mortales carecen, salvo excepciones, de esa perspectiva profunda, por lo que yerran, se empecinan, fracasan y, a menudo, mueren. La clave de este asunto pasa por un gesto inicial, recurrente en la épica griega, que tiene como efecto la asignación de la enunciación de lo que se dice en el poema a una entidad divina, la diosa o la musa, que permite así al poeta rebasar su condición mortal (similar a la de sus personajes) y acceder a la dimensión divina. Esta asignación tiene un carácter ambiguo, puesto que el discurso de la diosa se da a partir del discurso del poeta, pero es precisamente esa ambigüedad la que permite al poeta realizar esa transgresión epistemológica que le capacita para referir la dimensión divina de la acción.

Este gesto, a su vez, requiere de una explicación específica de su contexto histórico de surgimiento, máxime si tenemos en cuenta que la musa como tal, la divinidad del canto poético, es un producto específicamente griego. Se trata de desechar una lectura de corte “irracionalista”, la de la “inspiración”, demasiado dependiente de las oposiciones que caracterizan al pensamiento moderno. La relación del poeta con la musa es un caso de algo más amplio, esto es, de las relaciones entre los hombres y los dioses en el mundo griego. Es preciso abordarlas como tales, para comprender concretamente ese gesto poético. Para ello, en el cuarto capítulo se busca delimitar el horizonte de la piedad griega, con una doble cautela: evitar, por un lado, los deslices de la laicidad moderna, que anula las diferencias dentro del bloque religioso del pasado, pero también, por otro, no caer en los menosprecios monoteístas, que entendiéndose como la religión más desarrollada, más pura, reducen el politeísmo a un estadio inferior. Desde el punto de vista que se desarrolla en este capítulo (pero que encuentra su mejor expresión en los análisis siguientes, más concretos), la piedad griega aparece como un principio de negatividad que pone coto a la seguridad de los hombres al señalar mediante sus castigos la existencia de límites ónticos. Por decirlo de una manera muy escueta y matizable, pero para abreviar: Poseidón hace manifiesto el mar como entidad y, por lo tanto, solo aquellos que tengan en cuenta la presencia de ese dios y lo honren con su conducta estarán en condiciones de respetar la entidad del mar y los límites que impone a la conducta. La piedad, pues, es un modo de tratar con el mundo que, precisamente, lo hace aparecer en su entidad y perfiles propios. De ahí la vinculación de poesía y sabiduría: la piedad del poeta le permite poner de relieve el mundo tal y como es. Se da en esto la paradoja de que el poeta muestra las fronteras y los límites del mundo mediante una sistemática transgresión de ellas. Es decir, al remitir su enunciación a la diosa permite el acceso a la dimensión divina, pero eso no hace más que reenviar el problema de ese acceso al estatuto propio del poeta. Él hace algo que, según lo que él mismo hace, no puede hacerse. Esta paradoja reaparecerá a lo largo de la investigación.

Tras estas precisiones, matices, aclaraciones y preparaciones, la investigación pasa a centrarse ya en uno de sus núcleos principales: Solón de Atenas. Su figura es especialmente interesante porque se entrecruzan en ella muchas dimensiones que, para nosotros, se encuentran separadas. Entre otras cosas, la dimensión política, tan íntimamente unida al pensamiento griego: como es sabido, Solón es el legislador por excelencia de Atenas y en sus poemas fundamenta su labor de una manera muy concreta. Sin embargo, antes de entrar en este asunto, el capítulo quinto se dedica a analizar un poema de Solón, la Elegía a las musas, aparentemente desvinculado de sus intervenciones políticas. Este análisis previo tiene la ventaja no solo de mostrar la conexión entre el planteamiento soloniano y los análisis anteriores de lo poético y lo piadoso, sino también de señalar la profunda afinidad entre este aspecto y el propiamente político. En ese poema, en efecto, se pone de relieve la exigencia de una actitud piadosa generalizada para la consecución de una “buena vida”, centrándose en concreto en una noción que tendrá una innegable proyección política: la noción de khrémata, de “riquezas”. Es esta una noción problemática por cuanto no contiene en sí ninguna referencia limitadora sino que, más bien, conduce a una ilimitación cuantitativa que acaba empujando a sobrepasar todo límite. En este punto, el poema de Solón se afana en mostrar la operatividad de una dinámica de restitución de límites similar a la que habíamos encontrado en la obra de Heródoto y también vinculada a la comparecencia de ese ámbito cuyo acceso le estaba permitido al poeta por su piedad: se trata del proceso de díke, de “justicia”, si entendemos esta noción como una noción global, irreductible a un ámbito concreto de la realidad. Según Solón la transgresión de los límites, propia de la visión mortal enceguecida, desencadena un proceso por el que la transgresión es castigada, mostrando así, aunque demasiado tarde, la presencia de esos límites al transgresor. La “riqueza” se inscribe en esta dinámica de la díke aunque, como vamos a ver, sus consecuencias son más amplias, lo que conllevará la emergencia de un núcleo de problemas específicos. Sea como sea, el propio Solón ofrece la solución a este proceso de transgresión, ruina y restitución: se trata de la práctica de la piedad, capaz de soslayar ese proceso en cuanto es capaz de anticiparlo como tal. El poema soloniano constituye así una suerte de remedio de la hýbris, siempre y cuando se entienda que tal remedio consiste única y exclusivamente en recordar, mediante la ejecución del poema, ese ámbito divino que escapa a la mirada mortal y respetar sus códigos propios.

En este sentido, puede entenderse la labor legislativa de Solón como una ejecución en el nivel de la colectividad de estos mismos códigos. La legislación soloniana y los poemas asociados a ella constituyen así un lugar privilegiado en el que analizar la imbricación de política y piedad en el mundo griego, precisamente allí donde podemos empezar a hablar ya de pólis en un sentido específico del término. Para un mejor análisis de este momento, en el capítulo sexto de la tesis he antepuesto una investigación de las formas de organización social pre-pólis que encontramos en los textos griegos, en particular en Homero y Hesíodo. En el mundo homérico y hesiódico, los basiléis, esto es, los “reyes” que gobernaban las comunidades, no tienen el estatuto absolutamente vertical que tenía el anax de la época micénica, pero tampoco se reducen a ser un miembro más de la comunidad. El basileús es un primus inter pares, un “primero entre iguales”, con todas las contradicciones que porta esa expresión. Se le supone un carácter primero, desde luego, que es el fundamento de su reinado, pero no se le sitúa en una escala superior. Esto es consecuencia de que la institución primaria de la época era el oíkos, la “granja” patriarcal. Tal y como pone de relieve Hesíodo en sus Trabajos y días, el oíkos es una institución centrípeta, que se cierra sobre sí y que tiene como ideal la absoluta autonomía. La yuxtaposición de oikoí cerrados sobre sí será, pues, la primera forma de comunidad griega. En estas condiciones el vínculo social se concibe, como no podía ser de otro modo, de un modo negativo y exterior: se trata de la relación entre oikoí que se traduce las más de las veces en la resolución de conflictos, es decir, en el arbitraje. Precisamente en esta función de “justiciero”, el basileús se le presenta a Hesíodo como abierto al influjo de las musas: en cuanto es capaz de medir con precisión las pretensiones de una parte y de otra, está realizando el mismo gesto de resituación global que realiza el poeta. En cualquier caso, y aquí está el principal problema que presenta esta situación, la “justicia” del basileús es algo, en última instancia, dependiente del propio basileús y, sin embargo, es algo que tiene consecuencias que repercuten en el resto de la comunidad. La adikía del basileús no solo afecta a su casa, por así decir. Este problema de las repercusiones colectivas de las acciones injustas será el terreno del que partirá la reflexión política griega cristalizando en las instituciones específicas que darán a cada pólis su contorno particular en cuanto respuesta posible a ese problema. En este contexto de problemas se inscribe la legislación soloniana. El caso de Solón, además, es relevante en cuanto a la radicalidad con la que se presentan sus propuestas si se las compara con la situación hesiódica. Seguramente esta radicalidad sea la contrapartida de la situación insostenible en la que había caído la Atenas presoloniana. Como se sabe, el contexto inmediato de la legislación soloniana, recalcado en sus poemas más políticos, es el de un endeudamiento generalizado de la población que iba degenerando en una paulatina esclavización debido al sistema de fianza personal e inalienabilidad de la tierra establecido quizá por la legislación anterior, la de Dracón. La intervención soloniana buscará deshacer estos efectos que ponían en riesgo la estabilidad de Atenas como pólis; piénsese en el hoplitismo y en la exigencia de que los miembros de la falange aporten su propia panoplia para entender el peligro que suponía para la comunidad esa esclavización progresiva de la mayor parte de sí misma. Pero, sobre todo, lo que va a buscar la legislación soloniana es evitar que una situación así se vuelva a dar. Los análisis de Solón se hacen unitarios en este punto: esa situación insostenible es consecuencia de los “excesos” de una parte de la pólis sobre la otra y esos “excesos” son producidos por esa tendencia ínsita en todo hombre a transgredir los límites de su propio éxito. La inminencia de la ruina ateniense era así una consecuencia de la dinámica de díke para reajustar los límites de la comunidad. La propuesta soloniana pasará por incorporar en la propia dinámica de la comunidad el respeto a los límites que vehicula la díke. Al igual que en el anterior poema Solón proponía un modo piadoso de conducirse para lograr la consecución de una buena vida, aquí, para lograr una buena comunidad, se propondrá un modo piadoso de que la comunidad se conduzca a sí misma. Este modo piadoso pasa, en coherencia con lo visto hasta aquí, por un reconocimiento global de lo que la comunidad es, tanto en el sentido de que hay unos miembros de ella que se conducen mejor que otros como en el de que esos que se conducen peor, sin embargo, no dejan de pertenecer a la comunidad y se ven afectados por ella misma. El sistema social soloniano es así una timocracia, que reconoce el peso específico de cada parte de la comunidad y le otorga una participación proporcional en la marcha colectiva. De esta forma, el poeta y sabio Solón proporciona a la pólis un punto de vista que hace que esta comparezca como tal, resaltando las implicaciones colectivas que son expresión del vínculo social entre oikoí. El problema es que aquí, de nuevo, Solón cae en la misma paradoja del poeta homérico. Mortal que, sin embargo, es capaz de acceder a una perspectiva divina de la acción, el legislador Solón solo es posible desde el momento en que se borra a sí mismo de la comunidad. Lo contrario es la fórmula de la tiranía, esto es, no un reconocimiento de la comunidad sino la máxima unilateralidad, que diluye toda diferencia en favor de una fundamental: la del tirano y sus súbditos. En ese caso se vuelve a la situación prepolítica pintada por Hesíodo: la piedad, es decir, el respeto a las dinámicas divinas, pasa a depender de la conducta de un solo individuo. El gesto soloniano, por el contrario, implica una retirada del legislador que da sentido a expresiones clásicas del pensamiento griego como la de nómos basileús, es decir, que la ley ocupe el lugar del rey. Con ello, el reconocimiento piadoso de la dimensión divina es, por así decir, interiorizado por la pólis, lo que se plasma en una nueva institución arquitectónica, propia de toda pólis: el templo. En el templo, en efecto, la pólis expresa su dependencia respecto del dios, reservándole, al igual que en los sacrificios, su parte correspondiente, asignándole, pues, una morada dentro de la pólis. De esta forma, la pólis, tal y como la entendemos, es fruto de un replanteamiento piadoso a escala colectiva y las diferentes legislaciones griegas son intentos de formular unas reglas de conducta que incorporen ese respeto a la dimensión divina que caracteriza a la piedad.

En este punto, la investigación ha proporcionado una explicación del surgimiento de la pólis clásica a partir de las categorizaciones y problemas que se insinúan en los textos que, sin embargo, según la versión canónica, corresponderían más a la esfera del mito que a la del logos. Por lo tanto, para comprender el mundo de la Grecia clásica, cuyo epicentro es la pólis, no hace falta suponer la emergencia de una esfera racional opuesta a la situación precedente, sino que puede pensarse una situación a partir de la otra. La relación entre la piedad y la política es clave, puesto que permite entender cómo esa referencia vertical, “religiosa”, que habíamos encontrado en Heródoto, no es excluida del pensamiento político griego; antes bien, constituye su sustancia propia. El mismo Heródoto señalaba ya a esto en el debate persa, pero solo un análisis más específico de lo poético y lo piadoso ofrece una piedra de toque firme para sus afirmaciones.

En esta línea y con el doble objetivo de corroborar lo visto hasta entonces y resaltar la peculiaridad de la situación, la tesis vuelve, en su capítulo séptimo, a la Historia de Heródoto, buscando ofrecer una lectura de la misma coherente con lo expuesto pero sin anular la especificidad y la anomalía que supone el texto herodoteo. La discusión principal tenía que pasar necesariamente por las interpretaciones que vinculan el proyecto de Heródoto a una suerte de expresión de la racionalidad emergente aplicada a las acciones de los hombres; es decir, por las lecturas que entienden a Heródoto como “el padre de la historia”. Lo que he propuesto en ese capítulo es entender la obra herodotea a partir de su contexto y, por lo tanto, tomar en serio su contraposición con la poesía homérica. Si esta se caracterizaba por una epistemología de la transgresión, esto es, por un acceso privilegiado del poeta a una dimensión divina en principio inalcanzable por los mortales, la Historia de Heródoto destaca por una férrea restricción de esa transgresión y, por lo tanto, por un énfasis piadoso en la condición mortal del hístor. La anomalía herodotea, su diferencia respecto de la poesía griega, pasa, pues, por un énfasis en la mortalidad del narrador fruto del respeto de los límites que dibuja el propio horizonte de la poesía. Esto delata ya un horizonte de partida distinto del que arrancan las obras arcaicas, es decir, delata la factura clásica de la obra de Heródoto. La hiperpiedad herodotea apunta, en su celo piadoso, a una situación de relajamiento de los códigos. Pero hay más: el propio contenido de la obra herodotea implica ya un contexto de pérdida de relevancia de lo específicamente griego. Como es sabido, la Historia nos cuenta el enfrentamiento entre griegos y persas y la resistencia y victoria de aquellos sobre estos. El propio Heródoto señala en su “proemio” que busca que esas acciones no lleguen a ser akleâ, esto, sin fama, sin recuerdo. Este objetivo apunta a que eso estaba en trance de quedar sin recuerdo, es decir, estaba diluyéndose, olvidándose. Esto es importante porque, como veremos, señala hacia uno de los problemas que caracteriza a la época clásica griega. Sea como sea, el enfrentamiento de griegos y persas, tal y como Heródoto lo describe, corrobora la dinámica de lo divino de la que hablaban los poetas, mostrando cómo la transgresión de unos y el respeto de los otros han contribuido al desenlace del enfrentamiento. Lo que está en trance de perderse es, pues, esa actitud griega que les confirió la superioridad para enfrentarse y derrotar al cuantitativamente superior imperio persa. Este es el horizonte clásico desde el que Heródoto parte.

El siguiente capítulo de la tesis, el octavo, busca, precisamente, analizar esa situación y definir, siquiera sea preliminarmente, los problemas internos de la época clásica. La pólis, como hemos visto, se constituye a partir de un respeto piadoso que incorpora normas de conducta que buscan impedir la transgresión de los límites. Pero esto afecta, de vuelta, a la instancia formuladora de los códigos de la piedad. Ya hemos visto que el poeta o el legislador hacían de la transgresión una condición de posibilidad de su discurso, a la vez que su discurso formulaba una advertencia contra ella misma. La situación que se dibuja tras la institucionalización de esos discursos es la de una trivialización de la piedad, ya que lo que en los discursos arcaicos era un punto de llegada, una cumbre, por así decir, conquistada con esfuerzo, reiteradamente, ahora es un punto de partida, el horizonte que todos asumen, la obviedad misma. Con ello no se anula la paradoja poética (la transgresión que permite prohibir la transgresión), sino que se la deja atrás. De lo que se trata, entonces, es de revivir esa paradoja, revivificar los códigos piadosos, restituyéndoles su carácter específico. La tesis busca mostrar esta exigencia por medio de los análisis de la democracia ateniense realizados en las obras de Heródoto, Platón y Aristóteles. Por medio de ellos es posible caracterizar la situación ateniense como una situación concreta que, puesta en conexión con los códigos de la piedad, aparece como insuficiente en sí misma. Los análisis aristotélicos, por ejemplo, no dudan en señalar la raíz igualitaria de toda pólis, pero presentan esta igualdad como una igualdad proporcional. La igualdad numérica de la democracia ateniense no deja de ser expresión de una igualdad proporcional (se trata de una pólis), pero es una expresión que contraviene lo expresado porque, al establecer la proporción con respecto a algo que es igual para todos (todos los ciudadanos son libres), la anula como tal. La democracia, así, es la realización de una piedad olvidada de sí misma, a la que hay que oponer el horizonte perfectivo que ha dejado atrás. Lo mismo ocurre con ese movimiento intelectual que, en los planteamientos platónico-aristotélicos, es vinculado a la democracia ateniense: la sofística. En los diálogos de Platón o en la Metafísica aristotélica la sofística se presenta como un fenómeno inconsistente de por sí, sirviendo así para mostrar la insuficiencia de un planteamiento que quede reducido a la mera dóxa y, por lo tanto, la necesidad de rebasar esa esfera meramente humana para apuntar a la de la alétheia. Hay, pues, un paralelismo de fondo entre la democracia y la sofística por cuanto ambos son caminos truncados, desviaciones a partir de un horizonte que es designado por palabras como “piedad”, “dioses”, “alétheia”. En cualquier caso, la inconsistencia específica de estos fenómenos clásicos me sirve para contrarrestar una nueva proyección identitaria que afecta incluso a los lúcidos análisis de Vernant o Detienne. Se trata del supuesto surgimiento de la política en el mundo griego (entendiendo por “política” los procedimientos de argumentación y discusión racionales horizontales que caracterizan nuestra política moderna). Según estas lecturas, la pólis griega (nótese la generalización a partir de la pólis ateniense) destacaría por generar un espacio de uniformidad en el que las discusiones se ceñirían a un plano estrictamente inmanente, con lo que tendríamos aquí un anticipo de lo que luego, tras las tinieblas medievales, constituirá la política moderna. Pero este espacio uniforme, a partir de la lectura que propongo, en primer lugar, se corresponde en exclusiva con la democracia ateniense y su igualdad numérica, pero además, en segundo lugar, su surgimiento implica la ruptura de los códigos piadosos de los que emerge, de suerte que no es pensable de un modo autónomo, como desde luego sí que lo es nuestra situación actual.

Esta inconsistencia de la pólis ateniense es ejemplificada, a su vez y a modo de conclusión, en el capítulo noveno de la tesis, que presenta una lectura de la Apología de Sócrates a partir del horizonte conquistado, contraponiéndola a la que ofrece Hegel para medir las distancias obtenidas. En la Apología se escenifica un conflicto, como ocurre en todo juicio; lo diferencial es la radicalidad del mismo. Resumiendo mucho la lectura que se presenta podría decirse que en ese juicio Sócrates representa la exposición de la inconsistencia y, como tal, es enfrentado a la comunidad ateniense en su conjunto. Los temas anteriores reaparecen aquí, aunque en su peculiar expresión clásica: la piedad se encuentra incorporada a la inmediatez de la pólis (el juicio a Sócrates es, precisamente, un juicio de impiedad), lo que obliga a una revivificación cuya exigencia estará encarnada por Sócrates, quien, en una especie de servicio al dios, se dedica a mostrar a sus conciudadanos la insuficiencia de la dóxa y la necesidad de una perspectiva más amplia. Con esto no se está haciendo otra cosa que lo que hacía un Solón o un Hesíodo al mostrar la insuficiencia del plano mortal, pero la manera de hacerlo es aquí pertinente, puesto que en ella comparece el carácter clásico del planteamiento. Primero, Sócrates no rebasa la esfera mortal. Dicho en otras palabras: Sócrates no es un poeta. Por ello no es el portador de la alétheia, sino alguien que la busca; esto es, no es un sophós, sino un philosophós. La distancia que en él se plantea apunta a esa dimensión más allá de la humana, pero no la hace comparecer como tal; lo que se manifiesta por medio de su actividad es la necesidad de una referencia a la alétheia, pero no la alétheia misma. Pero es que, además, en la escenificación de su juicio se hace patente el problema de la asimilación y trivialización de la posición arcaica. En efecto, lo que se concluye del enfrentamiento entre Atenas y Sócrates es que la pólis le necesita pero, a la vez, no puede albergarle. En este sentido, la actividad socrática aparece como una distancia exigida por la propia pólis para poder ser ella lo que es pero que choca con ella misma, en cuanto la dinámica de la pólis pasa por la institucionalización que achata la distancia. De esta forma, al rechazar a Sócrates, al condenarle por impiedad, la pólis deja la distancia como distancia. La muerte de Sócrates, pues, es el triunfo de su atopía, de su no-lugar, hasta el punto de que con ello se señala, más que nunca, la necesidad de ejercer siempre de nuevo esa distancia que hace comparecer los límites de la esfera humana al mostrar la inconsistencia de su autonomía. Los diálogos platónicos son, a mi juicio, una muestra de la reiteración de esa tarea definida de un modo tan brillante en la Apología.

Por lo tanto, y ya voy concluyendo, una posición como la hegeliana, y en general la hegemónica, que concibe la figura socrática como el momento de emergencia de un principio nuevo (el logos) que luego será culminado en la modernidad, no es sostenible si se busca comprender a Grecia de un modo históricamente riguroso. Lo que Sócrates hace, la distancia que es Sócrates, no es sino la reiteración, en una forma específicamente clásica, del horizonte de problemas de la piedad arcaica, que aparecen definidos en Homero, en Hesíodo o en la poesía lírica. Por más que podamos reconocernos en el ejercicio de esa distancia ella es el fruto de un proyecto piadoso que, como ocurría con Solón, se despega de lo inmediato (la dóxa) y es capaz así de mostrar sus límites (su carencia de alétheia). Esta negatividad ha jugado un papel, desde luego, en la constitución de nuestro mundo, y no solo en el nivel de las influencias explícitas. Esta distancia que atraviesa y constituye al mundo griego es un momento de ese desarrollo complejo y heterogéneo que ha conducido a la emergencia de nuestro mundo histórico y a la noción de racionalidad sobre la que reposa. Como tal, entender ese momento en toda su complejidad permite una mejor comprensión del proceso que ha conducido a nosotros mismos.

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La tesis doctoral que aquí presento, pues, ha buscado enmarcarse en un proyecto explícito de investigación histórica que responde a una comprensión radical de la misma. Se ha buscado cancelar inercias, presuposiciones, identidades, analogías, que pudieran conducir a sostener una idea metafísica de la racionalidad moderna. Con ello, a mi juicio, no se debilita la noción de “racionalidad”, sino que se la puede apreciar como acontecimiento histórico. La racionalidad es así un producto histórico concreto, con unas condiciones precisas. Las teorías modernas buscaban instituir el concepto de racionalidad como eje fundamental del pensamiento, en contraposición a la fe medieval; en este sentido, absolutizar la racionalidad fue uno de los caminos que se encontró para establecerla firmemente. Este procedimiento, que podía ser admisible en el contexto polémico de la primera modernidad, no tiene ya fundamento. Es más, la presuposición de una racionalidad natural no se hace cargo de la contingencia histórica de ese fenómeno y, por lo tanto, no está en condiciones de defenderlo como tal. Solo asumiendo la historicidad de nuestro mundo conseguimos situarnos a su altura. Pensar la racionalidad como un absoluto, como la esencia de las relaciones entre el hombre y el mundo, es volver al pensamiento ahistórico de la modernidad emergente, es suponer un punto de llegada, un fin de la historia; todo ello está en contra de la noción de historia que manejamos. Debemos renunciar a la exigencia metafísica de ahistoricidad y asumir de un modo radical nuestra existencia histórica, es decir, la carencia de asidero y fundamento, el desfondamiento como tal o, si se quiere, nuestra irremediable finitud. Solo así corresponderemos a las exigencias de nuestro tiempo.

Muchas gracias.

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5 Respuestas a “Discurso de defensa de la tesis doctoral «Piedad y distancia. Un estudio sobre la Grecia clásica»

  1. JoseAngel

    enero 26, 2016 at 11:38 am

    ¡Enhorabuena! ¿Cuándo la defendiste? Tendrás que actualizar esta información: https://diaporia.wordpress.com/sobre-el-autor/

     
    • Lucas Díaz

      enero 26, 2016 at 11:47 am

      Jejeje pues ayer mismo, así que ahora estoy en pleno proceso de actualización. ;)

       
      • JoseAngel

        enero 26, 2016 at 12:36 pm

        Doble enhorabuena, entonces, por lo reciente del Rito. Y triple por la calidad que se adivina y se demuestra ya aquí en la defensa.

         
  2. JoseAngel

    enero 26, 2016 at 12:34 pm

    Es una argumentación admirable, por la manera en que integra cuestiones tan diversas referidas a la filosofía de la historia y las distintas fases del desarrollo de la cultura griega. Me quedo pasmado, y me quito el cráneo—sobre todo viendo lo relevante que es el planteamiento para una serie de cuestiones que me interesan sobre las dimensiones narrativas de la crítica, la retrospección y la distrosión retrospectiva, lo que a veces se ha llamado la «teoría Whig de la historia» (casi me extraña no ver la cuestión aludida aquí, posiblemente la trates en la tesis, aunque ya va bien repletita). Me quedo sin embargo con la duda de si no reproduce la tesis el paso aquí descrito como en Solón como sigue- «Él hace algo que, según lo que él mismo hace, no puede hacerse. Esta paradoja reaparecerá a lo largo de la investigación»—reaparecería, digo, en la voluntad de relativizar la razón histórica, reduciéndola en cierto modo a una función de nuestra perspectiva o finalidades, a la vez que se intenta (como no podría ser de otra manera) captar la especificidad histórica del fenómeno. ¡Al menos hay ahí una tensión, habrás de reconocerlo!

     
  3. Johnc299

    agosto 29, 2017 at 4:22 pm

    Dead written subject material, Really enjoyed studying. fddbfaceefkk

     

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