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La «teoría de las ideas» y la mímesis de la esencia

15 Jul

«Los comentaristas han intentado durante siglos escapar a la dificultad siguiendo un camino que está, de hecho, abierto por el propio texto de Platón: el fracaso reiterado en el intento de llegar a ver (theoreîn) la esencia podría tener algún sentido positivo (aparte del meramente negativo y aparentemente tan insuficiente e insatisfactorio del escéptico «sólo sé que no sé nada» que se queda en la mera refutación, ese arte que tan diestramente practicaban los sofistas), es decir, podría significar que aquello que se busca no se encuentra en el orden de las cosas visibles. Las repetidas alusiones de Platón al carácter «invisible» (e incluso «inteligible») de las esencias han dado lugar a esa interpretación canonizada como la de «La Teoría de las Ideas de Platón», que coloca a las esencias en un orden supra-sensible en el cual se encontrarían a título de «super-cosas» –modelos intelectuales de los cuales los cuerpos sensibles serían copias– que sólo serían invisibles en el sentido de ser inaccesibles a «los ojos del cuerpo», pero que sin embargo podrían ser contempladas por «los ojos del alma». Así tendríamos una explicación «satisfactoria» de aquello en lo cual consiste la «vida contemplativa», que colma la máxima aspiración del filósofo a la verdad, a saber, en una sostenida intuición (intelectual o mística, tanto da) de esencias situadas ya «más allá del lógos» y, por tanto, más allá de toda posibilidad de dia-lógos (con lo cual la Academia se parecería, como seguramente se han parecido y parecen muchas Academias, a un templo budista o a los monasterios de las órdenes meditativas, en el mejor de los casos, o a una catedral empedrada de cátedras-púlpito cuya cúpula estuviera constituida por los medios de comunicación y propaganda, en el peor). Las Ideas serían, entonces, una especie de Super-Objetos Fantásticos y Tetradimensionales (que no pueden ver los ojos del cuerpo, pero sí los del alma, y en cuya visión tenemos que creer por la simple autoridad del filósofo-gurú que afirma poder verlos, porque el resto de los mortales no tenemos, desde luego, la menor idea de en qué puedan consistir ni de a qué pueda llamarse «verlos con los ojos del alma») para alucinados sabios tocados por la divinidad y condenados, o bien al silencio profundo de la «sabiduría interior», o bien a la vergonzosa predicación de una pastoral autoritaria y demagógica de las buenas intenciones que hace imposible diferenciar su figura de la de un sacerdote. (…)
»(…) Nótese, pues, el carácter peculiar de esta ignorancia: el hacerse consciente de la ignorancia de la esencia y, por tanto, la ignorancia de la esencia en cuanto tal (y no su posesión o el conocimiento que anula dicha ignorancia), experimentada por Sócrates y sus interlocutores, es ya una relación con la esencia, un «estar dirigido hacia la esencia», acaso la única relación con la esencia bajo la cual ella aparece como lo que realmente es (a saber, algo hacia lo que es posible dirigirse, pero en ningún caso «llegar», como no se llega jamás al Oriente por mucho que se camine, sino que, como mucho, llega uno a orientarse). Y a esa forma de ser uno «refutado» (o sea, cuestionado en los fundamentos implícitos de su praxis) es a lo que acaba de considerar el Extranjero como el comienzo real de la educación y el principio del aprender. La reiteración por parte de Platón de los «fracasos» de Sócrates en la búsqueda de la esencia no puede ser, por tanto, simplemente cosa de mala fe o procedimiento absurdo, tiene que significar que ese fracaso -–ese «no conseguir ver» aquello que sin embargo se tenía por inmediatamente a mano, ese hacerse consciente de la propia ignorancia– o ese reconocerse en lo inesencial y en la apariencia es precisamente el único modo en el cual la esencia misma o la idea puede ponerse de manifiesto, es decir, como ya perdida o como aquello que precisamente no hay. Lo cual no significa en absoluto una condena al escepticismo, a la mística o a la metafísica de la ausencia. (…) La esencia no está, pues, en otro mundo que no sea el de las «cosas visibles», sino que -–por decirlo otra vez de esta manera– es el aparato visual mismo, el armazón o hechura que hace a las cosas visibles del modo en que son vistas, la armadura, el sentido de la orientación, la configuración o eîdos, la trama de su visibilidad. (…) Digamos que las preguntas de Sócrates producen una lejanía con respecto a la esencia en la cual los ciudadanos vivían en proximidad casi abrasadora, una cierta distancia que no es, en el fondo, otra cosa que esa misma línea divisoria que Sócrates va trazando en la diahíresis como traza las líneas de la figura que dibuja con su bastón en la arena del Menón. En rigor, pues, esa distancia no es algo que antes no hubiera (Sócrates no inventa la figura geométrica que dibuja en la arena, como no inventa la división mediante la cual divide los asuntos dialécticamente en cada uno de sus diálogos, como el carnicero que despieza una res no inventa las articulaciones del organismo por las cuales corta su carne), sino solamente algo que la división pone de manifiesto como su propia condición de posibilidad: no es ni el Sujeto ni el Predicado, ni aquello de lo que ni aquello que, ni producción ni uso, es… es, el «es» que reúne y distingue al Sujeto y al Predicado, a la izquierda y a la derecha, lo que articula aquello de lo que con aquello que, lo que separa y une la producción con el uso, occidente y oriente, es decir, la articulación misma o el corte. Y si la división misma –la técnica separativa o diacrítica- no es producción ni acción, poiêsis ni praxis –como el «es» no es Sujeto ni Predicado-, ¿qué solución queda sino que sea mímêsis

J. L. Pardo, La regla del juego, pp. 535-541

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El “entre” metafísico, el fracaso y su necesidad, 29-06-2011.
Recordando diferencias ontológicas, 17-01-2012.

 

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